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Una mirada al pasado: los Borgia, esa adorable familia disfuncional / Sarcasmo y café

Una mirada al pasado: los Borgia, esa adorable familia disfuncional / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

Dicen que el poder corrompe, pero el poder con sotana lo hace con bendición incluida. Para quienes creen que la historia de la Iglesia Católica es un desfile de santos y mártires, les presento a los Borgia: la familia más temida del Renacimiento y probablemente la menos indicada para manejar los destinos espirituales de medio mundo, pero eso sí, con un estilo que haría palidecer a cualquier político moderno.

La historia está llena de familias entrañables: los Tudor, los Medici…los Corleone, pero ninguna tan tierna, fraternal y homicida como los Borgia. Una dinastía que dominó el Renacimiento con una combinación de diplomacia, veneno, sexo, incesto (presuntamente, igual y solo son rumores de las malas lenguas) y mucho, muchísimo poder. Si el Vaticano hubiera tenido cámaras de reality en el siglo XV, hoy tendríamos diez temporadas de Los Borgia: la serie y una producción de Prime Video titulada: Santos, Pecados y Sobrinos.

Todo comenzó con Rodrigo Borgia, un español ambicioso que logró convertirse en Papa Alejandro VI, no precisamente por su santidad, sino por una combinación estratégica de sobornos, alianzas sucias y nulo respeto por el celibato. Tenía tantos hijos como contradicciones, y como buen patriarca del caos, decidió que su descendencia no estaría destinada a la discreción, sino al poder.

La mayoría de sus hijos, Juan, Cesare, Lucrezia y Jofré, fueron producto de su relación con Vannozza Cattanei, una noble romana que, si bien no tenía un título eclesiástico, sí tenía el favor del futuro Papa y un lugar asegurado en el reparto de beneficios. Vannozza no era una amante secreta: era una pieza clave en el tablero político de Rodrigo, y todos en Roma sabían que sus hijos eran “sobrinos” solo de nombre.

¿Y cómo fue posible todo esto en pleno corazón del Vaticano? Bueno, el papado del Renacimiento no era precisamente un modelo de pureza cristiana. La Iglesia de esa época estaba podrida hasta los huesos por la corrupción, el nepotismo y la ambición desmedida.El celibato sacerdotal existía, pero era más bien una sugerencia opcional. Que un Papa tuviera hijos era escandaloso, sí, pero no inusual; simplemente se les llamaba “sobrinos” en los documentos oficiales y todos hacían como que no sabían nada. La hipocresía venía en latín y con anillo de oro.

Rodrigo no sólo aceptó ser padre siendo Papa, sino que con orgullo nombró a su hijo Cesare cardenal a los 18 años. Porque claro, nada dice “vocación espiritual” como un adolescente con sed de sangre y una espada bajo la sotana. Años más tarde, Cesare colgó los hábitos para convertirse en militar, estratega, asesino ocasional y, básicamente, el Michael Corleone con armadura y bula papal: frío, calculador, letal, pero siempre con la bendición de papá y del papa.

¿Y qué hay de Lucrezia, la joya de la corona Borgia? Durante siglos fue presentada como una femme fatale que envenenaba a sus esposos entre cena y cena, cual villana de telenovela de televisa con guante de seda. Hoy, algunos historiadores coinciden en que probablemente fue más víctima que villana, utilizada como moneda diplomática por papá y hermano. Pero no por eso deja de ser verdad que Lucrezia llevaba en su anillo un compartimento secreto donde guardaba su arsenal personal de venenos, listos para hacer que alguna cena incómoda, y con una palmadita inocente en la espalda, terminara con un “accidente” repentino. En una época donde la pistola no existía y las cuchillas eran para el pan, un anillo con veneno era el arma perfecta para la dama que quería jugar en la mesa de los poderosos sin ensuciarse las manos. Y si no era ella, seguro algún otro Borgia tenía a mano su frasquito favorito para “resolver problemas” sin levantar sospechas.

La familia entera operaba como una PYME infernal con sucursal en el Vaticano: jerarquías claras, lealtades absolutas y una política de cero tolerancias al error, o a la traición. En vez de juntas de trabajo, hacían orgías. En lugar de comunicados, mandaban sicarios. Y en vez de democracia, tenían la bendición de Dios (o al menos eso decían).

Ahora, si alguien en México siente que esto le suena familiar, no se alarme. Es solo un déjàvu histórico. Aquí no tenemos papas, pero sí tenemos figuras que hablan cada mañana como si lo fueran. No hay cardenales adolescentes, pero sí legisladores que nacen de un día para otro con la gracia del dedo redentor. No hay Lucrezias con frascos de veneno, pero sí presidentas que heredan el reino sin mover un músculo fuera de línea.

Y claro, si Cesare tenía ejército propio, acá lo resolvimos más fácil: les dimos a los militares todo. Aeropuertos, aduanas, trenes, abrazos. ¡Todo sin sotana y sin escándalo! Los Borgia se habrían sentido orgullosos. O al menos, identificados.

La historia de los Borgia nos deja claro que el poder absoluto no se gana con diplomas ni buenas intenciones; se gana con artimañas, traiciones y, si se puede, un buen frasquito de veneno bien guardado. Ellos tenían la Iglesia como escenario, el poder como juego y al pueblo, bueno, al pueblo ni lo veían, a menos que fuera para pedirle limosna o un sacrificio político.

Hoy, aunque nos creamos muy distintos y modernos, basta con mirar el panorama político para ver que la receta sigue siendo la misma: nepotismo, discursos grandilocuentes y ese “hacer lo que sea necesario… pero que parezca justo” que suena igual en el siglo XV que en el XXI. Solo que ahora, en vez de anillos con veneno, tenemos mañaneras con discursos eternos y sucesores que parecen sacados del mismo libreto.

Porque si Rodrigo Borgia tenía a Cesare y Lucrezia, hoy tenemos al tío de todos ustedesque elilgió a su sucesora con la misma devoción con la que un Papa nombra cardenales, y a una tía de todos ustedes que hereda el poder sin despeinarse, lista para continuar la obra, sin perder el control del guion.

En resumen: los Borgia tenían su anillo con veneno, nosotros tenemos memes en redes sociales y conferencias de prensa para “envenenar” la opinión pública. Y mientras ellos se escondían detrás de la fe, nosotros nos cubrimos con la bandera de la democracia.

Pero ojo, que, con tal de mantener el poder, la diferencia entre un papado y una presidencia es, al final del día, pura apariencia. Me queda claro que lo único que hemos aprendido de la historia es a perfeccionar la hipocresía, y venderla como democracia en horario mañanero y aplausos incluidos.

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