Juan Carlos Cal y Mayor
Cuando leí “La Peste” de Albert Camus, no imaginé que esa tragedia pudiera presentarse en estos tiempos. El horror de Oran, aquella ciudad Argelina sitiada y en cuarentena con la estricta prohibición militar de salir más allá de sus linderos. Asi quedaron abandonados a su suerte. La tragedia arrasó con la ciudad y al final los muertos sin funeral entre montañas de cadáveres. Un buen día las muertes cesaron, la gente salió a la calle, pero ya nada sería igual.
A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia de peste de la historia de Europa tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano entre los siglos VI-VII. Desde entonces la peste negra acompañó a la población europea hasta su último brote a principios del siglo XVIII. Cada año, unas doscientas mil personas morían, en su mayoría niños.
CONQUISTA VIRAL
En la conquista de Tenochtitlan la viruela negra mermó por decenas de miles a la población mexica. Fue dantesco. Después se extendió a millones en el Nuevo Mundo. Habiendo desarrollado inmunidad al paso de siglos y sufriendo mermas de millones en Europa, los conquistadores españoles trajeron consigo, sin imaginarlo o advertirlo, virus y bacterias que propiciaron enfermedades a las que los nativos no habían estado nunca expuestos y por consiguiente no podían resistir. Fue un factor determinante para la conquista española. La enfermedad causó severos estragos en toda Tenochtitlan. Hubo lugares donde fue tan grande la mortalidad que los pobladores no podían enterrar a sus muertos.
LA VACUNA
Fue hasta dos siglos después que Edward Jenner descubrió la vacuna antivariólica. Nacido Berkeley, Inglaterra un 17 de mayo de 1749, fue médico, poeta e investigador. En su época la inoculación ya era una práctica común, pero implicaba graves riesgos. En 1721, Lady Mary Wortley Montagu una aristócrata, escritora y viajera británica, había importado la variolación en Gran Bretaña después de haberla observado en Constantinopla. Voltaire escribió que por entonces el 60% de la población padecía la viruela y que el 20% fallecía por la enfermedad. También afirmaba que los circasianos utilizaban la inoculación desde tiempos inmemoriales, costumbre que pudo haber sido imitada por los turcos.
Al observar el hecho comúnmente conocido de que las mujeres ordeñadoras eran generalmente inmunes a la viruela, Jenner postuló que el contacto de las lecheras durante el ordeño con la pus de las ampollas de las vacas les protegía de la viruela. El 14 de mayo de 1796, Jenner probó su hipótesis inoculando a James Phipps, un niño de ocho años. Raspó la pus de las ampollas de la viruela en las manos de Sarah Nelmes, una lechera infectada de la viruela vacuna por una vaca llamada Blossom, cuya piel ahora cuelga en la pared de la biblioteca de la escuela de medicina de San Jorge en Londres, Inglaterra.
LA EXPEDICIÓN BALMIS
Tiempo después “La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna”, también conocida como Expedición Balmis en referencia al médico español Francisco Javier Balmis, dio la vuelta al mundo desde 1803 hasta 1806. Su objetivo era en principio que la vacuna de la viruela alcanzase todos los rincones del Imperio español, ya que la alta mortandad del virus estaba ocasionando la muerte de miles de niños.
El rey Carlos IV, cuya estatua ecuestre hecha por el arquitecto Manuel Tolsá aún se conserva en la CDMX, apoyó al doctor Balmis. Su propia hija, la infanta María Teresa, había fallecido a causa de la enfermedad. Conocida como “El Caballito”, esta estatua se inauguró el 9 de diciembre de 1803 en agradecimiento a tan noble gesto por parte del Rey.
Durante el período de Independencia, la estatua de Carlos IV fue resguardada por gestión de Don Lucas Alamán en el patio de la antigua Universidad de México, puesto que el pueblo “bueno y sabio” la quería destruir cegado por el resentimiento y la ignorancia de su filantrópica gesta.
Se trata ni más ni menos, de la primera expedición sanitaria internacional de la historia. La intención no era solamente vacunar a la población local en el continente americano, sino establecer juntas de vacunación en las ciudades visitadas que garantizasen la conservación del fluido y la vacunación a las generaciones futuras. En 1805 se promulgó una real cédula mandando que en todos los hospitales se destinase una sala para conservar el fluido vacuno.
El principal problema era cómo conseguir que la vacuna resistiese todo el trayecto transatlántico en perfecto estado. La solución fue que iría a bordo un grupo de niños inoculados pero inmunes al virus. Al final del proceso patológico se les extraería líquido de sus pústulas al llegar a América. Se optó por llevar consigo 22 niños huérfanos de entre tres y nueve años. El médico Balmis y esos niños cuyos nombres se perdieron en los registros de la historia, deberían tener también un monumento en su memoria puesto que salvaron la vida de millones de personas. Una buena idea para celebrar los 500 años de la conquista y dar las gracias en vez de solo exigirle disculpas a los españoles…