1. Home
  2. Cultura
  3. Un sueño con Rosario

Un sueño con Rosario

Un sueño con Rosario
0

Guadalupe Loaeza

Anoche tuve un sueño. Soñé que venía a Tuxtla Gutiérrez a recibir la Medalla Rosario Castellanos. Me encontraba en la sala de sesiones del Poder Legislativo del Estado de Chiapas. El recinto estaba lleno de gente. De pronto, en las primeras filas, además de mi marido el doctor Enrique Golbard, del señor gobernador Manuel Velasco Coello, de mi amiga Leticia Coello y de algunos amigos que vinieron especialmente a acompañarme para recibir esta distinción, descubrí a Rosario Castellanos.

No es posible, exclamé entre sueños; a su lado se encontraba su nana Rufina, la misma que le hablaba a Rosario niña en tzeltal, y que odiaba a los automóviles porque creía que era un invento del demonio. Su misma nana que la esperaba a las afueras del colegio Luis G. León, junto con su amiga de toda la vida, Dolores Castro. Cómo se hubieran reído ambas si alguien les hubiera profetizado que sería creado un Estado de Israel, que sería nombrada Rosario Castellanos embajadora de México allí, y que luego vendría un desenlace trágico y disparatado. A pesar de sus noventa años cumplidos el 25 de mayo pasado, me di cuenta que Rosario no había cambiado ni un ápice.

Tenía su mismo peinado de salón esponjado por el crepé, sus mismas cejas, muy negras perfectamente delineadas, su misma boca pintada, de un rojo muy intenso, y sus mismos grandes ojos de miope.

Con una sonrisa en los labios vi cómo me lanzaba desde su lugar un beso con su mano enguantada. Rufina me sonrió y las tres nos sonreímos como si estuviéramos soñando el mismo sueño. A partir de ese momento decidi dirigirme exclusivamente a Rosario. ¿Acaso no era gracias a ella que yo estaba aquí con micrófono en mano? Me encaminé hacia donde se encontraba su lugar y empecé a leerle mi discurso: “Gracias, Chayito, por venir de tan lejos; gracias, Rufina, por acompañarla. De ti Rosario no me sorprende. Siempre fuiste muy solidaria con las mujeres, especialmente con aquellas que se habían separado del rebaño e invadieron un terreno prohibido, como escribiste en algunos de tus más de 500 ensayos. Si me permito, con todo respeto, hablarte de tú, es porque te siento sumamente cercana y porque ambas tenemos muchas cosas en común.

Cuando era niña, como tú, padecí la no existencia, como tú, me dedicaba a soñar que estaba muerta y como tú al día siguiente no podía ser hasta aceptar que me sentía viva.

¡Ay, Rosario niña!, cómo has de haber sufrido sintiéndote tan poca cosa.

Más que como una hija, te sentías como un estorbo por el sólo hecho de ser mujer. No en balde escribiste tu poema Autorretrato: “Sufro más bien por hábito, por herencia, no por diferenciarme más de mis congéneres, que por causas concretas. Sería feliz si yo pudiera, si yo supiera cómo, es decir. si me hubieran enseñado los gestos, los parlamentos, las decoraciones. En cambio, me enseñaron a llorar”

Lo anterior me recuerda lo que hace muchos años subrayé, con tinta roja, en tu libro Mujer que sabe latín, y que tiene qué ver con una realidad que a veces a las mujeres no nos gusta asumir. Tú escribiste: “Si compito en fuerza corporal con un hombre, normalmente dotado, siendo yo una mujer también normalmente dotada, es indudable que me vence. Si comparo mi inteligencia con la de un hombre, normalmente dotado, siendo yo una mujer también normalmente dotada, es seguro que me superará en agilidad, en volumen, en minuciosidad; sobre todo, en el interés y la pasión consagrados a los objetos que servirán de material a la prueba”.

Que ojeemos el Excélsior, especialmente el Excélsior, días después de tu partida prométeme que no te pondrás triste Rosario y que lo tomarás con el sentido del humor que siempre te caracterizó. Leamos, por ejemplo, al reportero de tu periódico Excélsior, Marco A. Carballo, quien, por cierto, acaba de morir; leamos lo que escribió el 9 de agosto de 1974: “Bajo la copa casi amarilla de un Fresno, y junto a los restos de Jaime Torres Bodet y de David Alfaro Siqueiros, en la Rotonda de los Hombres Ilustres fue sepultada Rosario Castellanos, poetisa, escritora y periodista. Después de una rápida memoria por la persistente lluvia otoñal, un grupo de personas, mujeres en su mayoría, observa la tarea de los cuatro sepultureros que cubren con coronas y arreglos florales la húmeda tierra”. ¿Qué estilo verdad

Rosario?, los reporteros de ahora ya no escriben así. Tú que odiabas los homenajes, déjame decirte que antes de llegar a la Rotonda de las Personas ilustres, como se llama ahora, te homenajearon en la Secretaría de Relaciones Exteriores y en el Instituto de Bellas Artes. Ahí cubrieron tu féretro con la bandera mexicana, sobre la cual se encontraba una corona con bandas negras en la que estaba el nombre ¿adivina de quién?, de la ex primera ministra de Israel, Golda Mier; hicieron guardia el rector de la universidad, Guillermo Soberón, el Secretario de Educación, Victor Bravo Ahuja y el de Relaciones Exteriores, chiapaneco como tú, Emilio O. Rabasa: “Hoy es un día de luto para México” -apuntó éste-, esa mañana tan gris y mojada.

Las que estaban sumamente desconsoladas eran María Luisa Mendoza y, por supuesto, tu amiga Dolores Castro; también un grupo de chamulas se veían visiblemente afectados. ¿Quién crees que se veía de verdad muy triste, mientras hacía guardia al lado de tu féretro?, el gobernador de Chiapas, el Doctor Velasco Suárez; minutos antes había anunciado que el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas te rendiría una serie de homenajes, y dijo:

“Se trata de una pérdida irreparable; las letras pierden uno de su más limpios valores, una inteligencia extraordinaria. Rosario Castellanos nos honra y nos honrará siempre”

LEAVE YOUR COMMENT

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *