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Tsunami / La Feria

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Sr. López 

Con el barco dando el flanco a una ola monstruosa, no se puede pedir cita al Capitán y esperar a ser recibido para decirle que “se le sugiere atentamente, tenga a bien girar sus apreciables instrucciones a fin de que el timonel se sirva poner proa a la montaña de agua, a efecto de evitar que el barco se hunda, para disminuir, en la medida de lo posible y si para ello no tiene inconveniente, la posibilidad de que nos ahoguemos todos”. ¡No! En esas, se dice directo al timonel, a grito pelado: -¡No sea bruto, dé un golpe de timón! -y que Dios los coja confesados… es un decir. 

El modelo está agotado… ¡híjole!, suena remal, es frase hecha… a ver: nuestro sistema político ya no sirve. Está mejor. 

Se refiere el del teclado al sistema con que se organizó el gobierno de la nación: un Poder Ejecutivo federal absoluto, con sus réplicas a escala en los estados de la república. 

En su origen, en ese régimen no había reales partidos políticos, ni organizaciones ciudadanas, ni prensa libre; el único poder real distinto al oficial, era la iglesia católica que anuló su influencia en la vida pública y se dedicó solo al ámbito espiritual, después de una primera guerra religiosa en el siglo XIX, mal peleada y peor resuelta; y una segunda, la de los cristeros en el XX, feroz, sanguinaria, zanjada con acuerdos de beneficio mutuo, gobierno-iglesia, conseguidos a urgencias de los Estados Unidos. Y quedamos con un régimen en el que nada acotaba al poder presidencial. 

Funcionó esa hiperpresidencia durante unas pocas décadas del siglo pasado (tres y piquito), para la circunstancia concreta de un país que se bañó en sangre del siglo XIX hasta los años 30 del XX. Éramos, a los inicios del presidencialismo mexicano, un país destrozado y con una abrumadora mayoría de ciudadanos analfabetos, absolutamente carentes de información y en la miseria. 

Ese exacerbado poder presidencial permitió, a costa de derechos y legitimidad democrática, poner a la nación en una senda que sin erradicar la miseria la disminuyó enormidades y dio beneficios indiscutibles en todos los órdenes: seguridad pública, educación, servicios médicos, infraestructura, aparte de mejorar la dieta de la masa y promover la vivienda de interés social; junto con eso, fomentó la creación de un remedo de sector industrial que mal que bien, nos suministraba de todo (no de excelente calidad, pero suficiente, ahí íbamos). Como síntesis de todo eso, el promedio de edad pasó de 35 años, más o menos, a casi 80. Nada mal. 

Pero los que instalaron ese método de gobierno (Plutarco Elías Calles, su creador, y Lázaro Cárdenas del Río, que lo reformó y mejoró), nunca dijeron que fuera para siempre, eso no, no eran tontos. Los tontos fueron los que se montaron en ese ferrocarril sin locomotora y confundieron inercia con avance. 

El ‘sistema’, como lo llamábamos en el siglo pasado, se fue deteriorando, tuvo un estrepitoso final con el asesinato de Colosio, a quien sustituyó Zedillo, un no-priista confeso que entregó el poder no al PAN sino a un Fox, un no-político inconfesable. No fue transición democrática, fue una apariencia de transición y un intento fallido de renovación política nacional. 

Para ratificar el remedo de cambio de régimen, en doce años la gente regresó el poder al PRI y se llevó el chasco de que Peña Nieto era un priista de salón, frívolo y ligero, que a todos decepcionó y hartó, razón por la que el electorado en 2018, eligió a quien les pareció un verdadero priista peso-pesado, que con otra marca, uniforme y color, predicaba lo que los de antes, esos que hacían milagros desde La Silla… pero eso ya no funciona en un país tan distinto, como estamos todos comprobando (aunque haya no pocos de entre los que lo eligieron que no dan el brazo a torcer para no tener que aceptar que torcieron al país). 

Y sostiene López (¡qué ganas de apellidarse Pereira!), que si el próximo Presidente fuera un estadista de tomo y lomo, más respetuoso de la ley que el Papa de los Mandamientos, culto, honesto, sensible, empático, trabajador, serio, responsable, sensato, eficaz, prudente, justo, templado, fuerte, audaz y valiente (como Pancho Pantera a quien nadie recuerda), si fuera tal prodigio, igual vería que transcurrido su sexenio, serían exiguos los frutos de su gobierno. 

Con nuestro marco constitucional, los presidentes enfrentan un entramado legal laberíntico y no pocas veces contradictorio. Aparte, si respetan al Congreso tienen que resignarse a ser su mayordomo, un obediente Poder Ejecutivo acotado por todos lados, empezando por los presupuestos nacionales, resignado a contemplar sumisos como los partidos chiquitos hacen la diferencia a la hora de votar iniciativas, siendo el fiel de la balanza los que a menos gente representan. Eso o juegan el juego que todos conocemos: el embute, el maniobreo político, la ilegalidad disimulada y el desperdicio de su periodo. 

Porfirio Muñoz Ledo lo ha dicho hasta la afonía: hay que hacer una nueva Constitución. Es casi un sueño pero es indispensable con dos advertencias: 1. Si se va a hacer trampeando y cuidando intereses de grupo, mejor nos quedamos como estamos, a la espera del momento y las personas adecuadas; y 2. Si van a copiar a lo puro menso algún régimen de otro país, mejor olviden la idea, ya copiamos más de un siglo el sistema de los EUA y no nos funciona porque funcionamos diferente. Pero no se puede negar que el sistema que tenemos ya no sirve ni facilita que el gobierno sirva. 

El actual esperpéntico clima político fomentado desde el gobierno federal, hace imposible lo anterior, por lo que hoy cargan al país dos innegables actores de nuestra vida pública: los órganos autónomos (empezando por el INE), y las organizaciones de la sociedad civil; unos acotando los abusos del poder, los otros estructurando a la dispersa ciudadanía; ambos, presentando un robusto frente de batalla política y legal, activo, eficiente y enérgico. Por eso el interés de ya sabe quién, en debilitarlos, sin ver que se le viene encima un tsunami.

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