Carlos Román García
En 1954 nació y murió casi enseguida la segunda hija de mis padres. De sobrevivir se habría llamado Teresita de Jesús, así, en diminutivo. Su muerte, atribuida a la prolongación del término del parto, se sumó a la de Celso, el primogénito, nacido en Teziutlán apenas 17 meses antes que ella, quien no alcanzó ni un año de vida y falleció de una enfermedad repentina y fulminante, lejos de cualquier posibilidad de atención médica. Moraba entonces la familia en Tlanalapa, un pueblo muy pequeño situado en los límites entre Puebla y Veracruz.
Mis padres practicaban en ese tiempo una inclinación a la errancia que los llevó a pasar cortas o medianas estancias en lugares de ambos estados –además de los dichos, Guadalupe Victoria, Perote, Saltillo Lafragua y Altotonga– hasta que migraron definitivamente a México, el Distrito Federal, aunque la sinécdoque hiciera, como sucede todavía ahora, que se le diese ese solo nombre a la capital del país, al que también se le sigue llamando México a secas.
En Perote nacimos los siguientes dos hijos, quienes, como se dice en el ámbito rural, nos logramos, es decir, sobrevivimos y llegamos a la edad adulta. De Celso puedo decir lo que oí, sobre todo de mi madre, Nieves: era un niño sorprendentemente despierto que articuló palabras claras y completas desde la cuna, al grado de que, a punto de expirar, con apenas ocho meses de nacido, dijo entre suspiros: –mamá, me siento muy malito.
Durante mucho tiempo creí que el relato era una hipérbole debida al cariño maternal, pero cuando mi hijo Ulises repitió la hazaña parlante a la misma edad, al saludar a don Miguel, su abuelo materno, con un: hola, abuelito, impecable y sonoro, supe que ambos, como otros de nuestra progenie, pudieron, como el Piporro o como el publicista Ferrer, llevar el nombre de Eulalio, que significa bien hablado o elocuente.
Cuando yo tenía cerca de cuatro años, jugaba solo en la banqueta cuando doña Lupe Medrano, quien fue soldadera en las tropas de Pancho Villa, me atrajo hacia ella diciendo con voz ronca: te vas a caer, chamaco, cómo puedes andar sin agujetas. Mientras ponía mínimos lazos a mis zapatos gastados, uno de ellos abierto de la punta, sonriente, la anciana, a quien yo no temía como otros niños de la cuadra, empezó a recitar de memoria: Cultivo una rosa blanca / en junio como en enero / para el amigo sincero / que me da su mano franca. / Y para el cruel que me arranca / el corazón con que vivo / cardo ni ortiga cultivo / cultivo una rosa blanca.
Al terminar el verso de José Martí, que fue seguramente mi primer acercamiento a la literatura, me dijo imperativa doña Lupe: repítelo. Lo hice sin dificultad, aunque años después descubrí que mi versión, memorizada desde esa primera vez, decía: Y para aquél que me arranca, en vez de para el cruel. Sin levantar la vista de su piadosa tarea, me dijo: hijito, tú vas a vivir de hablar.
Muchos versos me sé así torcidos, pero al final rimados o con su música, por lo que hay quien me atribuye una memoria mayor de la que en realidad poseo. Una vez recité delante de un poeta mayor unos versos suyos, advirtiendo que no eran exactos; amablemente me dijo, déjame apuntar, me gustan más como los dices. Memoria y elocuencia son dos atributos comunes en mi familia extensa.
Cuando murió mi padre, la madre de mis hijos pasó la vela conversando con mi tío Samuel, quien le refirió con minuciosidad la historia de su lucha personal, a veces acompañada por algunos vecinos de Ciudad Serdán, otrora San Andrés Chalchicomula: ejidatarios, comerciantes y hasta organizaciones políticas o partidarias, otras, solitaria como clamor en el desierto, por extender un ramal del ferrocarril desde Esperanza hasta su pueblo en procura de un beneficio económico colectivo para la región.
Durante horas hizo el primo de mi progenitor, don Lino, el memorial de su fracaso, de los oficios que se hicieron expedientes; de los viajes a Puebla y a México; de la vez que entregó en propia mano a un presidente su petición. Las gestiones fueron infructuosas y Samuel terminó por rendirse cuando los ferrocarriles nacionales quedaron en el olvido. Ana me dijo entonces: ahora entiendo por qué eres tan hablador, lo traes en la sangre.
El recuerdo de mi hermana muerta me hizo pensar en la existencia como aquella combinación de azar y necesidad de que hablaba José Vasconcelos. La vida de Teresita fue tan breve que se fue de ella, si es que la memoria existe a esa edad, con apenas las sensaciones y las emociones consecuentes de estar protegida en el vientre materno por el líquido amniótico, sin más conciencia que aquélla que la especie porta y utiliza de manera automática, como el software precargado de las computadoras; además, quizá, de las semillas del instinto y las pulsiones de la especie.
Nadie conserva recuerdos previos a los tres años de edad, aunque en el entendido de que la infancia, como decía Santiago Ramírez citando a Sigmund Freud, es destino, en esos años olvidados se crea la materia que nos hace ser, así que por breves que fueran los instantes que vivió, ya se formaban en Teresita los fundamentos del futuro que su muerte canceló: los juegos infantiles, la revelación del amor, la luz de la experiencia estética, el afán de la libertad: las cosas que hacen tolerable la ardua y escabrosa tarea de vivir, que conjuran el dolor, el temor, la angustia y la incertidumbre de la existencia.
Las sustancias que modifican la calidad y grado de la conciencia actúan porque el cerebro contiene receptores que permiten la interacción química con ellas y sus efectos; lo mismo sucede con el placer y el dolor, con el miedo y la felicidad. Cada quien elige los ingredientes con que adereza su vida, aunque las circunstancias sean azarosas o ajenas a la propia voluntad.
Hay gente que adopta el sufrimiento como droga y la queja como método en una fragua ardiente donde, a veces, se funde el oro alquímico del arte; en otras, en ese crisol se forjan la tragedia, la crueldad, la molicie y la venganza.
A quienes toman el optimismo como norma se les tilda casi siempre de bobos. Nunca sabremos qué camino habría tomado Teresita, salvo que le iba a tocar una época de cambios veloces. No vio mi hermana muerta la aparición del mundo virtual, el vertiginoso paso de las computadoras que ha dejado sin sorpresa tecnológica a las generaciones más recientes, la automatización que hace a algunos pensar que el mundo se vacía de contenido, aunque éste no dependa de los soportes en que viaja o prevalece –así sea un instante–; no vio la ilusión colectiva de pensar que somos un simulacro creado por una máquina, variación contemporánea del dios de todas las mitologías.
Como ella en su paso fugaz, todos dejaremos de ser y nuestra vida, por larga que sea, no pasará de un instante, de ser apenas un reflejo de dolor y de dicha / en la pupila muerta de todos los ahogados, como dijo Ignacio Ruiz de Francisco en los “Cantos profanos”. Una chispa efímera y minúscula en el incendio de un universo que se extingue.