Sr. López
Seguro se acuerda que Napoleón fue derrocado, puesto preso en la isla Elba y que escapó a fines de febrero de 1815. Enterado el rey Luis XVIII mandó a detenerlo al mariscal Ney al frente del Quinto Ejército francés. En Grenoble, Ney topó con Napoleón seguido por 14 mil hombres que poco iban a poder contra el poderoso ejército del Rey. Napoleón ordenó a los suyos hacer alto, llevó su cabalgadura al paso hasta la línea de fuego de las tropas del Mariscal y pie a tierra, dijo: “Soldados del Quinto, ustedes reconocen a su emperador, si alguno quiere dispararme, puede hacerlo ahora”. Lo vitorearon, no hubo batalla, tiraron al suelo las banderas del Rey, enarbolaron la de Napoleón, y se fueron a tomar París sin disparar un tiro (Luisito XVIII salió como gamo). Eso es un líder.
Circula por las redes un video bien hecho sobre la inacción culposa de las buenas personas como explicación de los abusos de los líderes políticos. De alguna manera se transfiere la responsabilidad de los malos gobernantes al individuo, a la suma de los individuos, a la sociedad. Citan en el video una frase supuestamente dicha por Martin Luther King (démosla por buena): “Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos”. ¡Adentro!
O sea: de quejarse ni hablemos. Es uno, todos los ‘unos’ que forman la colectividad, el que permite las barbaridades de los malos gobernantes, con su silencio resultado de la cobardía, el egoísmo, la comodidad o la simple indiferencia. La protesta individual y colectiva, garantizaría la defenestración de los malos gobernantes y el recto uso del poder. No es así.
Jamás en toda la historia ha habido un evento trascendental para el destino de una sociedad, surgido de los individuos pertenecientes a ella, o sea, de los que sumados somos la masa. Nunca.
Claro que la masa a veces actúa por su cuenta pero cuando lo hace, lincha. A la fecha no se sabe de una muchedumbre que tumultuariamente haya tomado las calles para proponer la medalla al mérito de un ciudadano o exigir la canonización de alguien. No, la masa es caterva, comete violencia, incendia, apedrea, roba, mata.
Sobre el jocoso concepto de la “psicología de las muchedumbres”, sabios muy sabios (Freud, Ortega y Gasset, Broch, Le Bon, Adler, etc.), han perdido el tiempo tratando de desentrañar sus misterios. Inútil afán, no existe tal cosa, sino el temporal y pasajero contagio de conducta entre individuos por entusiasmo, pánico, odio o sed de venganza, nunca para actos de fraternidad ni amor. El tenochca simplex que acude a la glorieta de la Columna de la Independencia para celebrar una victoria de la selección nacional de futbol, va a festejar que se derrotó a otro y se presenta la policía, para impedir las tropelías en que la multitud suele incurrir.
De regreso a la inexistencia de cambios radicales en el gobierno de los países, surgidos desde la masa que en el discurso se llama ‘pueblo’, el ejemplo estelar es la Revolución Francesa, idealizada como un alzamiento del pueblo contra la monarquía. Falso. Sin los hombres de la Ilustración, sin Robespierre, Marat y Danton, la masa hubiera seguido
sujeta a su miserable condición porque eso sí está claro: sin el caldo de cultivo de la adversidad colectiva, no hay revoluciones ni líderes que puedan soliviantar a nadie. Sin pobreza, desigualdad o injusticia, es imposible sublevar a la masa. El pueblo francés no odiaba a la nobleza, si así fuera, en 1894 no hubieran aceptado a Napoleón como emperador, apenas cinco años después de terminada la Revolución en 1799.
Más claramente resulta falso que el pueblo empuja los cambios drásticos de gobierno, en el caso de Benito Mussolini en Italia, que a pesar de la pequeña minoría de diputados en el Parlamento que tenía su partido, el Nacional Fascista, se hizo con el poder por la cobardía del rey Víctor Manuel quien lejos de apagar la ridícula amenaza de los ‘camisas negras’ de Mussolini en Nápoles, le pidió formar un nuevo gobierno -a fines de octubre de 1922-, y don Mussolini ya no se bajó del poder, hasta 1945, cuando la masa… lo linchó.
Igual la Alemania de Hitler. Sin las condiciones de extrema penuria y desorden en que estaba su país, nadie le hubiera prestado oídos. Nunca ganó en las urnas el gobierno de Alemania, tenía una minoría de curules en el parlamento (34%), amedrentó al senil presidente Hindenburg que lo nombró Canciller Imperial y a la muerte del viejito, Hitler se autoproclamó “Líder” de Alemania (“Führer”), persiguió, encarceló y asesinó opositores, mangoneó a su país de 1934 a 1945, provocó la Segunda Guerra Mundial y al verla perdida, sabedor de lo que le esperaba se suicidó.
Esto viene a cuento de que no somos los tenochcas simplex responsables del despelote del gobierno, ni la pasividad colectiva explica sus abusos, de hecho algunos pensadores encuentran que la masa padece siempre de un principio inhibidor para la acción y que son los líderes los que la sacan de ese estupor cívico.
Hay dos maneras de hacer los grandes cambios: la revolución sangrienta o la vía democrática. En México por el momento, lo primero es impensable; lo segundo depende de los partidos políticos y sus liderazgos; son ellos los reales responsables del curso que seguirá nuestro país. Uno como individuo, tiene que respetar la ley, pagar impuestos, acudir a las urnas, punto. Ellos, los políticos aglutinados en partidos, son los que tienen la obligación de no desbarrancar al país.
Ahora, el gobierno ha iniciado en el Congreso un sospechoso cambio a nuestras reglas electorales. Depende de los partidos opositores que se debilite al INE y al Trife y que sean vulnerables a los dictados del líder único de la 4T. Es imposible este atentado si los partidos opositores no lo permiten y de entre ellos, es el PRI el que coquetea con el Presidente y Morena, olfateando su inocultable tufo a priismo reciclado.
Es decisión del PRI terminar su historia en el caño. Y es opción del presidente López Obrador su suicidio político.