El para nada modesto público de este Diario está más interesado en cosas mucho más trascendentes como el sentido común, que en los amables objetos de un honor literario que solamente la Academia tiene forma de vindicar y de más o menos entender; por eso me gustaría abordar una serie de ideas comenzando con el bastante respetuoso tomo de Gabriel Zaid llamado El progreso improductivo. Herbert Sepencer dijo en sus First Principles que el monoteísmo es el progreso más grande que ha gozado la religión; alguien podría decir que para Spencer progresar es volver todo adecuadamente pequeño como para que tenga lugar en un sistema, o doctrina, superior. Que algo sea pequeño, no significa que sea insignificante. Zaid dice que “ningún progreso parece hoy más urgente que superar la ciega voluntad del progreso;” esto es por demás complejo, y el hecho de que sea complejo es el problema en torno a la idea que tenemos sobre el progreso. Para el académico el progreso es más o menos una manía ilustrada, y dada su ambición de no mencionar que el tipo de progreso del que habla es el económico, entendemos que hay un tipo de progreso moral del cual no le interesa hablar, o bien que el estudio de su aspecto económico vale mucho más la pena que el estudio de su parte moral. La idea de Zaid, al menos la idea de su prólogo, es que el progreso, en su definición o en su aplicación, no es algo simple. Desafortunadamente la única parte que puede valer la pena del muy ambiguo concepto que implica progresar, es el hecho de ser necesariamente simple como para volver menos inaccesible todo lo que las inestables fuerzas de nuestro entendimiento demanden. Nada tienen que temer nuestras compulsivas interpretaciones de las lógicas más quisquillosas e inexorables al considerar que la idea más saludable de progresar es la de simplificar cada cosa como perteneciente a un todo; cualquier objeto lo adecuadamente complejo es naturalmente simple; todo lo desmedidamente complejo es fantasioso e impráctico
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