Carlos Álvarez
A Víctor.
Il y a dans le cœur humain une génération perpétuelle de passions, en sorte que la ruine de l’une est presque toujours l’établissement d’une autre.
La Rochefoucauld
Comenzaré por declararte que no tengo intenciones de indagar en algo como el mal porque me parece el tema más tedioso, lánguido y absurdo del que puede encargarse una persona que ha sufrido en demasía las tortuosidades de la rectitud imaginaria, las complicaciones de la simplicidad y no ha sabido tolerar las asperezas de la felicidad. Comenzaré por agradecer la carta que me has hecho, la última que recibí fue de mi pareja hace dos años, y de mi hermana hace cinco.
Creo que ambos hemos sido engañados por proyectos de honor y distinción; si mi edad no tiene permitido declarar verdades, permite que mis razones excluyan cualquier posibilidad que pueda haber en tu corazón para no escucharme. No puedo atreverme a sugerirte que solo la simple influencia de la Providencia puede aliviar la excesiva monotonía de nuestras maneras y las felices producciones de la naturaleza la excesiva extravagancia de nuestras concepciones, porque ambos hemos sido sometidos por el descontento a la impaciencia de dignificar nuestros desempeños a través de cortesías intrascendentes y empatías falsas; no es suficiente despreciar la negligencia para ser prudente, ni aborrecer la falsedad para ser alguien eminente. Quien posee un número considerable de máximas en su memoria puede ser impresionante, pero jamás será admirable; creo, amigo, que es más tonto ocuparse de ser alguien respetable para nuestro entorno que buscar engañar al mundo de forma perenne para ser alabados sin alguna duda.
Quienes emplean el sentido en demasía desperdician su capacidad para admirar, consideran la curiosidad un estado similar al placer, y la eminencia que logran adquirir siempre es más inconstante que la alcanzada por espíritu mansos y apacibles. Todos enfrentamos dificultades diferentes en lo tocante a nuestra incorporación al mundo; en tu caso, me atrevería a creer que todos los motivos por los que puedes reclamar de la existencia una loa justa o un aplauso noble han sido obstáculos para tu felicidad y tu esplendor. Hume dice: “la felicidad implica sosiego, contento, reposo y placer; no vigilancia, cuidado y fatiga.” Mi naturaleza es, en palabras de Lamp, desanimada y quebrantada para hundirme en empresa grandes y admirables. Tu espíritu es diferente: tus molestias son mucho más concretas y sus causas son mucho más definibles, como para ceder al deseo, completamente racional, de abandonar ocupaciones que puedan darte de comer por una agobiante sensación de incapacidad.
Nunca he poseído la moderación que es indispensable para escudriñar en las ideas para considerarlas como algo positivo o negativo, me he limitado a examinarlas como industrias ajenas a nuestro espíritu y a juzgarlas por la admiración que puedan despertar en mi imaginación. Aborreces recibir ordenes tanto como actúas con una especie de gracia artificial protegiendo los honores de un amigo, antes de descubrir que apagar o abandonar todas tus fuentes de acción moral pueden ser en ocasiones los caminos para alejarte de ese atormentado camino varonil que ha implicado para ti sacrificar y defender objetos y relaciones que no terminas de entender o de admirar.
Al apreciar la propensión que sufre nuestro entendimiento hacia los aspectos mas inusuales del placer y la facilidad que sufre nuestra consciencia para transformar orgullos honestos en menosprecios incurables, puede resultar práctico para cualquiera considerar que ningún objeto que pertenezca a nuestros pensamientos pueden tener una relación verdadera con los objetos que constituyen nuestra existencia, y que por razones que exasperaría a más de uno por ser obvias con un poco de esfuerzo, es fácil de perturbar la idea que poseamos de nuestras pasiones cuando no creemos que existe una causa suficiente detrás de ellas y las consideramos indivisibles e increadas; esta es la fórmula más tranquila para transformar, por ejemplo, la cortesía en una cualidad ofensiva, el miedo en un don eminente, la avaricia en un tipo de vergüenza, la alegría el servilismo más vil, la virtud un signo de locura y el entusiasmo la superstición más insoportable.
Comunicar una sola de nuestras ideas significa no tener respeto por nosotros mismos, tanto como juzgar erradas las ajenas vindica nuestro deseo para entender razones de índole más absolutas. Que todas las ideas sean inoperantes en algún sentido no demuestra que nuestro carácter sea incompatible con el mundo; prueba que la razón humana no tiene modo de ser compatible con los inobservables procesos de la existencia. Si observamos el maltrato que han sufrido a quienes inicialmente permitieron las estructuras de la fortuna gozar de la ostentación de la gratitud y los placeres de la generosidad, podemos dar por hecho que el conocimiento es mucho más desastroso y violento de lo que cualquier sistema de pensamiento ha demostrado. Confiar en nuestros propios juicios puede permitir que nuestra mente esté felizmente exenta de dolores y molestias concretas; lamentablemente quienes confían demasiado en las cualidades naturales de sus pensamientos, también están condenados a ver reducidas sus glorias a imbecilidades espontáneas; apoderados por estas sensaciones de decadencia es imposible cuidar de los honores de nuestros amigos, y el sentimiento de vergüenza más torpe tiene la fuerza para que las industrias más admirables y dignas de las que antes éramos devotos, quebranten y desanimen las partes más robustas de nuestro carácter.
Los sufrimientos que padeciste en tu adolescencia han sido consumidos por la liberalidad de tu razón y por la discreción con la que el tiempo renueva las imaginaciones y adorna los dones humanos. Solo tú puedes saber cuánto ha sido mérito de tu gracia y tu bondad y cuanto de virtudes deshonestas, que por más que deseara la memoria no tener más razón de creer que fueron nuestras, no hay modo de que el juicio no se embarace de ellas aun cuando ya las posee el olvido. No creo que pueda haber gozo más sumo que no sea, en palabras de De Quincey, los deleites de la nadería: ¿no eres nadie? Naturaleza del hombre es no serlo; ¿no tienes honra? No hay modo de tenerla por mucho, y tenerla en demasía es deshonra.
Ambos creemos estar llamados a destacar y preservar los honores de nuestros allegados; lamentablemente el camino para averiguarlo implica descubrir que no estamos destinados a glorias de las que seres de intelecto más espinoso han logrado sacar provecho. Más hay que temer de los placeres que de los dolores; nada parece ser más deleitoso que el amor propio; este afecto hacia nosotros mismos es también el adulador más espléndido de todos los habidos en el reino de las emociones humanas; digo esto para recordar que nada justo y razonable requiere de una elocuencia formidable para declarar su probidad. Los objetos que han demandado de las artes de la elocuencia han sido por lo general pasiones irregulables, y acciones irracionales. ¿Nadie nos entiende? Razón es para creer que nadie hay tan cuerdo como nosotros; dícese no hay cuerdo que se entienda a sí mismo, y de ser cierto esto, diríase que naturaleza de los hombres es ignorar tanto de sí como entenderlo todo en alguien más. ¿No oye el mundo nuestra razón? Tres hechos lo explican: mudo es el hombre, y por ello no hay modo de que alguna vez uno solo haya dicho cosa cierta; sordo es el mundo, y por ello no hay modo en que hombre alguno muérase sin hacer algo bueno. ¿Te tiene el mundo en mala consideración? No ha de saber distinguir lo que es bueno; o no ha de saber distinguir a un hombre de otro. Más es amigo el mundo del vulgo que del buen juicio. ¿No hay quien tenga por bien tu acción? Ha de ser que nadie tenga manera de saber lo que es bueno; más parece que todos saben todo, más no cuanto hacen. Más cuídate que ingenuos no te tengan por gallardo y maliciosos por amigo; mil maneras tiene un tonto de tener más razón que un sabio; no tiene esta razón mal alguno, sino bien en demasía; no basta nunca entender una cosa, si no es que saber cosa alguna es embarazo; basta saber ignorar para que no sean dones y virtudes, padecimientos.