Carlos Álvarez
Creo pues que una mente tiene o debe tener por fin apegarse a lo que sea que es perfecto, y por esto se entiende que no tenga que faltarle de pasión, axioma o dignidad nada o cosa alguna; que para lo tocante a lo perfecto debiera estar la mente cerrada o abierta, mejor habría de hallar primero objeto que se la parezca para entender si como puerta es cosa que de nada sirve que abierta este cuando moran cerca males e inmundicias, o si ventana ha de ser y más como ésta es más ornamento que necesidad de la construcciones, así la mente más sea ornamento del alma; o que de ser incomparable con otro objeto del que nuestras honestas indagaciones, amables contemplaciones y sabrosas metáforas tengan registro escrito o memorizada, sería la mente inédita cualquier estado en el que la razón haga lo que siempre ha hecho, que administrar lo que se dice, hace y piensa.
Por muy valioso que pueda mostrarse nuestro interés para abstraer conceptos de nuestras pasiones y preceptos de nuestros errores, nunca me han parecido los resultados de estos procedimientos menos transitorios que estables; con todo y mis sentimientos devocionales por las inconstancias de la mente, siempre he logrado apreciar que en el mismo sentido que todas las pasiones parecen provenir de un mismo saco y no existir distinción alguna entre ellas cuando se les escarmienta, así los conceptos me han parecido siempre inconstantes para obedecer las ideas a modo que esté en manos de todos; digo esto porque dimensiono que para aprovechar la idea de un descubrimiento tan interesante como la “mente abierta,” pienso que por más que nos quisiéramos apartar por un momento de la obviedad de una palabra que no puede ser víctima del mismo juicio que es ejercido en las que si son maliciosa y vanamente empleadas, que no existiendo debate alguno sobre lo que abierto significa, no creo que pueda entenderse por una mente abierta salvo una que cerrada a las pasiones no atienda nada más que sus propios juicios, y en caso contrario que el estar abierta fuese condición más benévola que negativa, y que implicara cerrarse a toda pasión quiere decir que tantos juicios atiende la razón en sí misma, sin pasión en la cual descargar sus transacciones, que fuese una mente que obedece todo tipo de principio, y que esto es igual a no obedecer nada que sea cierto, y al fin que es una mente que todo sabe y nada entiende.
Pero por el sufragio más remoto del que nuestro mundo civilizado pueda tener noticias, me atrevería a llevar el tema un poco más allá de las naderías; algunas sentencias de Montaigne, algunos ensayos de Macaulay, y ciertos versos de Burns no son necesariamente producciones más dignas de las que el género humano pueda ser testigo; pero su consistencia es lo que podemos entender como una herencia de difícil imitación de poderes imaginativos, a veces agobiados por modelos decentes de instrucción y otras veces sepultados por la liberalidad castigada eventualmente por las artes. Pongo esta impresión para señalar, primero, que la estimación de ningún poder puede ofrecernos deducciones estables sin atrevernos a luchar contra las circunstancias más desfavorables de la observación; segundo, que el examen que podemos hacer en torno a la ventaja que nos pueden ofrecer los objetos de nuestra civilización depende de nada más que nuestras inclinaciones naturales. Dicho esto, creo que se debe ser un poco devocional con los mecanismos del entendimiento para someter ae concepto de la “mente” a una constitución desproporcionada de sus partes; según los oscuros jeroglíficos en los que se desplazan nuestras conjeturas, la uniformidad de un fenómeno, por más estúpido que sea, solo indica que hay cierta uniformidad en sus causas; alguien se atrevería a declarar bajo el yugo de esta máxima que la estupidez más infame tiene causas racionales, y a la integridad de alguien más le parecería que esta razón nos ayudaría a entender que un acto racional es en sus bases incomprensible; no creo que ninguna de las dos ideas obedezca a los artículos de nuestra fe y pueda asistirnos con los imprácticos propósitos de nuestra existencia.
La razón debe encomendarse varios siglos a la recolección, reparación y desintegración de materiales que progresivamente constituyen lo que la parte más decente de la observación, como es su parte general y común, emplea para fabricar un sistema al que eventualmente se le tenga que añadir o eliminar algo para no dejar los poderes intelectuales en desventaja. Respecto a las características generales de la razón, siempre he considerado que cada una de sus partes es lo indebidamente uniforme para permitirnos que todo lo que provenga de ella no sea más que una interpretación de la parte exterior de nuestras pasiones; cada pasión es lo suficientemente consistente en su interior como para permitirnos declarar con muchísima razón que no despertamos con la misma idea de virtud con la que cerramos los ojos para esperar el día siguiente. Ahora bien, si nos detenemos a hacer una estimación del tiempo que una mente suele requerir para entregar la inercia de las cuantiosas fibras de su cuerpo a una idea, podríamos hacer un conteo más desagradable que insincero para considerar que en el mismo sentido que todo ser tiene derecho a ser elogiado cuando fracasa, un juicio posee la misma potestad para ser juzgado malévolamente cuando tienen la razón.
Que la naturaleza de todas las opiniones intelectuales sea ruda, y por ende ajena a todo lo que puede obtenerse mediante el refinamiento de las ciencias y las artes, vuelve menos específicos los objetos de la felicidad pública; creo que actualmente somos más capaces de analizar la conducta humana, pero no poseo la misma opinión respecto a nuestra capacidad para elogiar el provecho común y por ende para vindicar cualquiera que pueda ser el avance que nuestros preceptos actuales son capaces de ofrecer para una vida más amena; que dichos preceptos sean irracionales y que nuestros hábitos sean insostenibles es otro tema.
Sobre el tema de la mente, y lo que puede significar que sea abierta, pienso en dos nombres, uno es Carlyle, quien es un sabio que está en lo cierto cuando es irracional, el otro es Ruskin, quien es un sabelotodo que solo puede declarar de forma racional cuando no está en lo cierto. Con toda la puntualidad con la que nuestros oficios demandan que nunca entendemos la misma cosa del mismo modo que nos fue de provecho la vez anterior, podemos considerar que es mucho más cierto que la negligencia en nuestro entendimiento es producida más por un sentido de familiaridad que por el mero alboroto en el que nuestras emociones participan en cada instante.
Diría que si Carlyle es de mente abierta, como en su momento fueron catalogados sus discursos, por haber surcado en los remotos reinos de las antiguas fábulas y los sinuosos pasajes de viejos preceptos la fabricación de nuevas morales, se admitiría por un lado, que una mente abierta es aquella disipada por una especie de curiosidad que nos obliga a dividir nuestra atención en objetos de cuya observación es más probable que surjan opiniones alarmantes que juicios honestas; si catalogamos como la característica de una mente abierta el empeño que Ruskin deposita en escarmentar nuevas morales para dividir amablemente los preceptos en bellos y humanos, yo consideraría que ser de mente abierta refiere un derecho que cualquier ser posee naturalmente sin restricción alguna para entregarse a sus meditaciones sin ningún tipo de reproche. Quien contempla los métodos en los que la razón necesita abstraer ciertos objetos por encima de otros, con el fin de trasmitir nociones de la forma más justa que la dicción lo ofrezca y en el sentido más noble en el que las suposiciones no entorpezcan el grado de credulidad que casi siempre pierden con facilidad nuestras ideas, creo que una mente abierta no sería más que un estado atemporal en el que el intelecto es capaz de separar el prejuicio de una premisa, y del cual la memoria difícilmente tiene razones sólidas para sacar provecho.