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Sobre la vanidad de la imparcialidad

Sobre la vanidad de la imparcialidad
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Carlos Álvarez

Nunca deberíamos excusar todos los esfuerzos con los que la razón ha procreado ideas tan orgánicas como ornamentales, por el hecho de que el diseño general de la humanidad siempre se trate de algo difícil de ejecutar, y por más que los destinos convencionales de nuestras doctrinas estén apegados a la ejecución de nociones tan antiguas como oscuras. La imparcialidad, entendida como la más extraordinaria de las administraciones posibles del sentido, con el fin de discriminar y examinar una mayor serie de eventos, causas, nociones que eventualmente fabriquen una opinión benévola para un mayor número de personas, solamente prueba que en la naturaleza de la opinión pública se encuentra una perpetua insatisfacción por cualquier idea, y que por razones bastante obvias, es imposible que una opinión benévola sea demostrable porque es imparcial; de hecho, cualquier juicio que persiga los balances de la imparcialidad es más algo indemostrable que práctico.
Bertrand Russell consideró que no existe ningún intervalo de tiempo con una relación particular entre la parte final de un evento que podemos entender como una causa, y el comienzo de otro que podemos concebir como efecto. Muchos de los groseros problemas relacionados con las causas más remotas y más abstractas del conocimiento parecen más una preocupación técnica, que una ejecución honesta de la razón, o en este caso debería emplear el término espíritu para esquivar una serie de preceptos sobre la contemplación que no está en mis manos comprender, ni en mi gusto aprehender.
Hay unos versos de Wordsworth sobre el si no intrascendente, cuando menos incompleto, método humano para reducir todo a transiciones materiales, a cualidades, equivalencias y constancias: “miren las industrias ya desviadas de su curso establecido, o yendo como el vapor de su traza, y extendido por otra lengua todo de costa a costa.” Manrique lo trató de la siguiente manera:
Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.

Russell fue suficientemente devoto a la razón, o bien suficientemente intolerante del irracionalismo, para considerar que la relación de una causa y un efecto es algo bastante más milagroso de lo que cualquier esquema notable de la especulación ha vindicado. Wordsworth fue bastante más cristiano para considerar que con un poco de esmero analítico el objeto más vulgar e inconsistente podría  pertenecer por el mismo sentido a lo fortuito y a lo arbitrario; no me refiero al tipo de ejercicios en el cual podemos declarar que en el mismo sentido que alguien es indolente porque es un tonto, pero alguien más puede no ser un tonto porque sea indolente; ni a la abusiva conclusión que siempre tiene lugar en cualquier investigación en la cual todo tiene una correspondencia a un número desagradablemente elevado de condiciones. 
Hazlitt consideró que solo los objetos del futuro pueden ofrecer una investigación racional y voluntaria para la mente; podríamos exprimir más la consideración de Hazlitt, para apreciar que el fin más promulgado por la imparcialidad es la tolerancia; la imparcialidad necesita mucho más del pronóstico de sensaciones futuras que del interés en malestares del presente. Si entendemos que la imparcialidad consiste en buscar una serie más afortunada de causas a una declaración intolerante, una acción desmedida o a todo tipo de evento desagradable para un número considerable de personas, elaborar un juicio imparcial consiste en un esfuerzo de la razón que necesita ser indiferente con la parte más general de los hechos, y estar motivado por una insatisfacción por la potencia con la que una generalidad es perpetuada; en cualquier sentido, para ser suficientemente imparcial debe ser naturalmente parcial.

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