Carlos Álvarez
Las formas de la literatura son constantemente afectadas por la severidad de las ideas y la trivialidad de las impresiones; contiene mayor veracidad una teoría tan específica para analizar una figura retórica en un poema de cierto movimiento literario, que un término bastante ambiguo como crítica. El hecho es que la veracidad no es cuestión más que crítica, mientras la teoría no es una cuestión más que lógica. Con esta diferencia no pretendo decir que las ideas que encontramos en los esquemas de Roland Barthes, Paul Ricoeur, o Greimas no sean lógicas; tan solo digo que la teoría tiene el único deber de ser lógica; también digo que el hecho de ser lógico tiene relación con el hecho de sercrítico.
No pretendo hablar de esquemas, de movimientos, de doctrinas, sino de impresiones, opiniones e ideas. Definamos a la crítica como un refinamiento patético de opiniones mediante la literatura y a la teoría como una especialización verbal de las configuraciones literarios; si atendemos nuevamente esta definición, apreciamos que no tiene sentido; sin embargo, la mayoría de los artículos académicos funciona con este tipo de veracidades; ninguna de las dos definiciones nos vuelve capaces de afirmar que RolandBarthes es un teórico y que Middleton Murry es un crítico; para ser más preciso está definición no nos capacita para hablar de la crítica; sin embargo, no nos exenta de poder jugar un papel como críticos. Teóricamente no es posible afirmar que la crítica implica decir que el rojo es rojo cuando las circunstancias impiden que el rojo sea rojo; sin embargo, no deja de ser una definición. No pretendo alargar este plan general con definiciones. Lo que pretendo decir es, primero, que cualquiera de los argumentos existentes en una forma verbal, en cualquier tiempo y de cualquier autor, es refutable; segundo que la variedad de doctrinas, posturas y escuelas que prevalecen en las nociones académicas impiden construir un sentido medianamente tolerable para la trivialidad de las opiniones.
Si apreciamos la simpleza de los nombres no tenemos problemas con afirmar que la crítica literaria es tan solo opinar de la literatura; por algún motivo, sumamente metafísico, la teoría literaria, a pesar de hablar de nada más que la literatura, considera que no está tan solo opinando de la literatura. La literatura no es lógica, no tiene principio, ni final. Pero no podemos negar una institución que se ha adaptado a una enorme variedad de circunstancias humanas. La cuestión es que la teoría es lógica; la crítica no lo es; lo que entendemos es que una forma lógica busca explicar una forma ilógica; lo cual es posible, y de ahí que consideremos posible la existencia de una ciencia que estudie los fenómenos de la literatura.
Si reconocemos que una ciencia tiene la ambición de facilitar el plan de una organización social para la comodidad de la humanidad, tendríamos que reconocer que la ambición de una teoría literaria no va más allá de lo verbal. Lo que conseguimos es una ciencia sin ambiciones lógicas, o una postura condenada a la irrealidad de susargumentos.
No podemos dejar a un lado que en el presente siglo la fuerza de la teoría literaria aumento mientras la de la crítica literaria decreció. Pero no podemos afirmar que debido a la aparición de teorías literarias la crítica adoleció; tampoco que por la ambigüedad de la crítica literaria la teoría nació. una cuestión histórica; es afirmar que la poesía de la actualidad es patética porque la prosa de hace un siglo era vulgar; son temas distintos; en realidad, el estado de las críticas literaria es tan variable por cada literatura de cada país.
No entraré al terreno fraseológico de las culturas o las literaturas nacionales. Definiendo que tengo el deseo de una crítica que funcione con nada más que con ideas, solopropicio es que el lector considere que todos los textos son críticas literarias. A lo que me apego en esta serie de ensayos es que el arte es indispensablemente autónomo; a diferencia de las posturas modernas, el arte no depende de la crítica. Sin embargo, en esta autonomía artísticas reside unindispensable impulso moral; no puedo decir que revelar de forma práctica y compacta la consistencia de estas medidas morales para el público sea un fundamento de la crítica, pero sí es una característica imprescindible. Debido a que mi voz es temprana para definir, confiaré en la de un crítico indudablemente literario: “Thus art reveals to us theprinciple of its own governance. The function of criticism is to apply it. Obviously it can be applied only by him who has achieved, if not the actual aesthetic ideal in life, at least a vision and a sense of it.”
No tengo una tesis resolutiva como afirmar que la literatura no es un hecho estético, sino una forma de conocimiento; simplemente porque un hecho estético siempre tiene la posibilidad de ser una forma de conocimiento; lo más cercano a una tesis es demostrar que si la literatura es una forma de conocimiento, lo es fundamentalmente, moral; así que la misión de la crítica no es más que indagar en esta consistencia moral. En fin, de lo que estoy hablando es del rumbo que debe tomar una crítica; no del camino que no ha debido tomar. No pretendo hablar de lo que ha podido ser la crítica, sino de lo que la crítica debe ser. Considero que actualmente la idea que tenemos de ser críticos no tiene relación alguna con el hecho de ser críticos; considero también que la idea que tenemos sobre ser críticos se concentra con el hecho de lo que puede ser una crítica, y no precisamente en el ejercicio de hacer crítica.
Este trabajo ha nacido por una obligación académica y sigue dos sabias máximas, una la de Menéndez y Pelayo, la otra de Swift: la primera, que ya no es emblema de lo trivial, la de comenzar siempre por el principio; la segunda, de seguir solo la razón personal, entendiendo que, si el razonamiento de alguien más ha llegado a convencerme, se convierte en mi propia razón.
Nos detengamos en este párrafo de Stevenson:
There is nothing more disenchanting to man than to be shown the springs and mechanism of any art. All our arts and occupations lie wholly on the surface; it is on the surface that we perceive their beauty, fitness, and significance; and to pry below is to be appalled by their emptiness and shocked by the coarseness of the strings and pulleys.
Comencemos por la postura novel en los estudios críticos literarios: la adopción del término ciencia. Si la, tal vez ciega, confianza de la humanidad no se hubiera apartado de las letras, estas no se habrían urgido habitar una postura incierta reaccionando absurdamente con relación a las otras materias propiamente ciencias. La fallecida escuela francesa que adoleció dos siglos de erudición resurgió con entimemas. Estos entimemas después con falda y corbata, fueron aceptadas con el nombre de método dentro del arte. Vuelvo al señalamiento de Stevenson: el arte siempre se ha fundado en la superficialidad; la superficialidad de las artes, –cualquier superficialidad– jamás había compartido recámara con la firmeza de los principios; obligados no solo a convivir, sino a dormir de noche, se repelen sin ceder, dejando un tierno y deforme hijo como la teoría literaria
El lector moderno recordará el temor sugerido por Bergson que al descender a los tapices y la mueblería de consciencia nos cercioráramos que no hay nada que en el mundo no haya sido dicho. La teoría francesa deja suficiente evidencia que, conocer la procedencia del cristal del vaso no afecta benévola, o malévolamente, el líquido contenido. La moderna acumulación de máximas responde, ciertamente, a las incontables preguntas que se formularon; a sugestiones metafísicas, premisas metafísicas. Comenzó a importar si la edición citada en el trabajo es el formato más reciente, el tomo de más lustroso empastado, que lo dicho por el disertante.
El primer punto al que apelar en este prefacio no es el estado artístico de la crítica literaria; asevero que no hay crítica sin arte, y no hay arte sin erudición: ahora volteemos al trozo de oralidad rescatado por Ruskin: “I believe we havenow as able painters as ever lived; but they paint as goodpictures as were once painted.” Doy un salto abrupto a un ejercicio breve: supongamos que un verso es un fenómeno; existe la primera divergencia: ¿se trata de un fenómeno que contiene más fenómenos? ¿Se trata de un fenómeno original? No tenemos más elementos para distinguir. Para esto, tendríamos que definir qué es un fenómeno, antes qué es la literatura, en medio de esto cuestionar qué son las palabras; así sucesivamente hasta no dejar rastros de la pregunta inicial. Prosigo a la posibilidad de una respuesta: Burke concibió tres tipos de palabras: palabras agregadas (aggregate words) para las que son esencialmente independientes; palabras de abstracciones simples para aquellas ideas de composiciones (colores por ejemplo); palabras de abstracciones compuestas para las que resumen las dos (nociones); pasaron cuatro siglos para que Russell concibiera en esencia lo mismo: palabras objetos y lenguaje objetos; estás clasificaciones son movidas por el mismo ímpetu de las divisiones retóricas; es decir, las variedades asignadas a cada parte del verso, dando por hecho que el verso está constituido por palabras, genera cadenas largas oraciones, y da por sentado a sí mismo que el verso, o la literatura, es solo una algebra verbal.
Leamos en el soneto XXII:
“My glass shall not persuade me I am old,
So long as youth and thou are of one date;”
Bajo la diferencia de palabras que establecimos, podemos encontrar similitudes en el primer acto del Hombre de bien:
“Un veneno en vaso de oro,
una navaja afilada,
un sueño de un gran tesoro,
una muerte disfrazada
con un ídolo que adoro.”
La impresión de encontrar términos similares, nos podría llevar (con el soporte de alguna teoría gramática, o semántica) a establecer relaciones, las cuales son poéticamente distantes; podemos saber qué significa una palabra de acuerdo a –suelen llamarlo– ciertas estructurassemánticas; aunque no sepamos para qué ha sido diseñada una estructura semántica, podemos saber que Shakespeare y Lope tienen una relación. Y si establecemos una relación sería un accidente, no una precisión poética. Por ejemploestos los versos Shakespeare emplea aquella noción patética (antitética) de los italianos en el que la muerte es camino de la vida, y el amor, de la eternidad; los versos de Lope son una rara enumeración que solo continúa sus quintillas; más relación tendría lo que Lope dice en Dineros son calidad, para voltear los sentidos la muerte, como eterna vida y de la vida como heroica fama:
“Maldiga el cielo al tirano
que, con loco desatiento,
hizo deidad el metal
e hizo dios al embeleco.”
Regreso a señalar la latencia de un desacierto: ¿quién me ha dado los símbolos para leer esto y aquello en Lope? El método de la crítica moderna consiste, primero, en rescatar dos máximas de escritores de innegable fama, dos más de críticos de mediana erudición, un verso de un poeta, reconocido o no, y finalmente, en forma de epílogo, anexar lo que creemos de la obra, empleando sinónimos y antónimos de lo ya expuesto. Este método, por ejemplo, que puede apreciarse en el Michelet de Roland Barthes, o Tempset récit de Paul Ricoeur; nos ofrecen deliciosas cadenas de significados que nos acercan más a la gloria de las fórmulas, que al placer de la imaginación.
Mentalmente un crítico posee –o debe– un arsenal, menos de preposiciones, que de impresiones; esta inflexión, más histórica que literaria, no tiene una justificación, ni una exposición, inmediatas. Los papeles aparecidos en un muroen Inglaterra, firmados a veces por Steele, a veces por Addison, legaban la sensación que el entendimiento, en el menor sentido poético, aspiraba a divulgar el canto del poeta. Después vinieron estudios de la lengua; después que ya habíamos olvidado la metafísica, aparecen nuevamente sofistas que atrajeron, como antes lo haría un poeta mayor, al público decepcionado de la versificación
Escribe Emerson “There is no doctrine of the Reasonwhich will bear to be taught by the Understanding.”; Jonathan Swift asevera que la gramática es un mundo complejo y funcional, separado de la literatura; la gramática emplea palabras, explica las palabras como engranes, el mundo para el gramático es una prescripción de palabras; la literatura está hecha de sensaciones, accidentalmente de sentidos, y secundariamente de palabras; dice Swift “in Spiritual Harangues, the Disposition of the Words accordingto the Art of Grammar, hath not the least Use, but the Skilland Influence wholly lye in the Choice and Cadence of theSyllables.”
Podemos apreciar que el tono de Lope es llano, simple, y recurre a patetismos, Shakespeare confía en el deslizamiento de sus símbolos y jamás en la simpleza de las máximas; que el tono profético de Carlyle invisibiliza grandes lapsos de sudoctrina; que Samuel Johnson transmite significados que en ocasiones son meros accidentes de su estilo; estos señalamientos son tan inequívocos como inciertos; sin embargo, cada una de las palaras hasta aquí escritas son impresiones; la impresión, esta caótica monarca de lo actual y lo inmediato es fácilmente confundible con el otro blasón tan efímero como los sentidos y las doctrinas; con esto pido permiso al lector para abandonar las formidables convenciones del buen gusto, inconvenientemente potenciadas por el poderío de la estética.
Anticipo que en las intenciones de estos ensayos no figuran las bagatelas en las que la literatura está ceñida; me deslindo de las efímeras posiciones que los volúmenes nombran realidades específicas como el estilo, el ritmo, el argumento, para calificar con inminente certeza de mayor o menor literatura, de buen o mal gusto.
Las especulaciones actuales hablan de operaciones teóricas, de facultades teóricas, de problemas teóricos; se hablan de conceptos rigurosos a través de una impecable categorización que en algún momento nos ofrece la posibilidad de relacionar las varias tonalidades de un resplandor con una nueva categoría. Debido a mi posición me tengo a limitar, de la manera que Ruskin suplanta lo teórico por estético, a deslindarme de lo teórico y lo estético por lo crítico; no es mi intención crear una maquina perfecta que somete la belleza de las obras a la penitencia de las categorías y aniquile la dignidad del deleite. Sospecho que se demeritará el ritmo de mis impresiones contenidos en inevitables falacias; de hecho, qué no hay doctrina que sea mera hervor con relación a otra doctrina. En cualquier caso, para mí lo teórico es tan concebible como la memoria platónica: un recipiente de pulidas especulaciones sin voluntades concebibles.
Es injusto cuestionar cualquier operación especulativa mediante sus méritos; es justo cuestionar cualquier especulación mediante sus finalidades. Antes de demostrar mi posición respecto a la literatura, nos permitamos discernir en la reposada vaguedad de los términos ciencia y teoría; como lectores podemos perdernos en los redondos sueños de la poesía, conservar la olorosa melancolía del drama, y en la rauda viña de los pensamientos; en el deber del crítico estos deleites son amputados. “Mezclar ciencia –dice Chesterton–con filosofía es sólo producir una filosofía que ha perdido todo su valor ideal y una ciencia que ha perdido todo su valor práctico.” Mezclar ciencia con literatura es producir una ciencia que carece de formalidad y una literatura sin su dominio enigmático que promueve el deleite. El motivo es que a la ciencia no le concierne la dignidad humana ni la condición de lo bello; la ciencia crea certidumbres; pero a la crítica si le concierne la condición de la evolución y la dignidad del progreso, porque nace de la ineludible incertidumbre que nace de cualquier certidumbre que la ciencia crea. Destaquemos la herencia de los méritos del positivismo resumidos por Russell:
“Las declaraciones de los hechos deben basarse, no en una autoridad sin fundamento, sino en la observación.
El mundo inanimado es un sistema que actúa y perpetúa a sí mismo; en él todos los cambios son ajustados a sus leyes naturales.
La tierra no es el centro del universo, y probablemente el hombre no sea su propósito (si hay alguno); además “propósito” es un concepto científicamente inútil.”,
Entonces, la crítica puede deslindarse de lo teórico, pero no de la ciencia; o específicamente de los logros de la ciencia. Digo esto para resaltar aún más mi posición porque los brillantes logros de la ciencia están en el mismo joyero de las operaciones morales. El estructuralismo, el posestructuralismo, la semiótica, la hermenéutica, la estética, la psicología del arte, la sociología del arte, la fenomenología del arte, y las innumerables escuelas tienen la mejores intenciones de legar su experiencia después de recorrer los arduos caminos que la humanidad ha trazado en sus artes; nos deleitan con el néctar de escuelas fundados en fechas exactas, nos enriquecen de veracidades históricas y nos seducen con el elixir de sus fraseologías; pero la literatura no necesita de fechas exactas, para ella cualquier veracidad es una ambigüedad, y la fraseología es una circunstancia para trasmitir los dones de las morales más antiguas.
En realidad, la historia humana siempre ha permanecido en la urna de las afirmaciones y las negaciones; en una era con un mayor número de doctrinas es imposible regocijarse en el deleite de la duda y la contemplación; es imposible profesar, conocer o tolerar una sola doctrina dadas los constantes vestigios de las unas en las otras. Ciertamente la humanidad, incluso los aseados procuradores de máximas y doctrinas, no permanecen en la urgencia de saber cuáles son las categorías del espíritu, cuántas definiciones de belleza caben en un tratado, cuantos versos forman una buena estrofa, si Keats no es romántico, si Goethe es un clásico, si Verlaine es simbolista, el neoclasicismo no es un clasicismo.El mundo está urgido en deleitarse con un buen verso; no en saber cuál es el motivo de que un verso sea bueno. Pero si en alguna era como esta, la tentación de sumir las artes (es decir lo humano) en la tradición de las categorías, se ha convertido en un mérito estamos hablando de una delincuencia moral.
La teoría sugiere que las facultades intelectuales y las proposiciones de belleza son los pilares lustrados que crean las certezas del mundo; pero la teoría no sugiere que estas operaciones sensuales e intelectuales son inexistentes sin una facultad moral. Sugiero entender por estética una mera operación sensual; concebir en lo que conocemos como razón una sucesión de certezas morales; en la moral nos limitemos la condición que accidental o incidental un ser humano habita para afrontar las circunstancias de su vida. Un ser humano analfabeta carecer de facultades intelectualespara justificar operaciones sensuales, pero jamás de un heraldo como la moral; lastimosamente el término moral susurra un rumor proverbial, lo cual crea espumosas columnas de incompatibilidad entre la razón y el gusto. En estos ensayos no nacerán conclusiones precisas sobre el funcionamiento de la literatura, sino contemplaciones sobre su deber; una rosa marchita como las abstractas y complejas operaciones que dictan el significado de lo literario también son parte del tallo de moral, y también deben naturalmente ser cortadas. Al hablar de moral parece que la intención es solemnizar una doctrina inequívoca e incluso conservadora, de lo cual no me preocuparé por ahora en la medida que los símbolos serán dibujados y aniquilados.
La estética busca volver concretas las nociones que fluyen en los casi vacíos umbrales de nuestras impresiones visuales; cuando la estética pone en palabras tales nociones la estética misma en un vacío umbral que separa al ser humano de sus impresiones; nos remitamos a las impresiones más obvias que la estética castiga de inhábiles o ligeras, para apreciar que la falsedad de un sentido nace de un mismo objeto que en otra ocasión ha derramado el más correcto de los sentidos; si varios símbolos recónditos dentro de nuestra voluntad todavía no son recibidos por un objeto en el mundo, sería necesario considerar que un objeto del mundo tendrá tantos significados como seres humanos en el mundo; admitiré que el puente perpetuo de las cosas del mundo y el ser humano, aún por encima de la razón, es la moral.
Es difícil de aceptar que cada cosa del mundo nace y muere por cada nueva moral que la dispone; tenemos los mismos materiales para negar la dignidad del aroma de una rosa, para afirmar que la dignidad de la rosa depende de su aroma y para dudar si en el aroma de la rosa está la rosa misma. El refinamiento, la erudición, el buen gusto, es la rutina insolentemente óptima de discernir entre lo que un objeto es para el mundo, lo cual es tamizar de eficacia el espíritu de nuestros juicios, y lo que el objeto es para nosotros, lo cual es humedecer nuestros juicios con el paño de la sensibilidad. El buen gusto de Hazlitt, el proverbial tono de Emerson, la imparcialidad de Macaulay son productos de una inteligencia que labora con los residuos de impresiones y cenizas de sentidos nacientes de una formidable moral.
En la voluptuosidad de la estética creadora de doctrinas, sistemas y de los elementos de la crítica misma, parecen existir tan solo ocasionalmente un imperio de suma importancia como el deleite, y parece prescindir del caos congruente de nuestro presente; parece que el ser humano jamás ha dispuesto del deleite y la moral para medir el curso natural de sus días en la descomposición concreta de sus hechos; dadas sus definiciones parecen merodear, menguando entre la severidad intangible de la palabra y las dóciles glorias de las obras tangibles, sin un lugar firme en los anales de la humanidad. Esto es tan falso como cierto; tan estimable como irracional; definamos con un tono más proverbial que teórico -a lo cual me deberán disculpar la inconsistencia teórica de estas palabras si se relaciona con los vacíos bloques de la crítica actual- que la finitud de la humanidad figura en los símbolos que permiten recobrar el deleite, y la finitud del deleite depende de los innumerables rumbos de la moral. Al definir con graves abstracciones los sentidos y los placeres, con llanas benignidades históricas la moral y lo humano, con imperiosos sistemas lógicos la poesía y el sentido, permaneceremos en la incapacidad de sentir la humanidad de un verso, habitamos la ineptitud de resumir las operaciones de la belleza a una mera operación del sentido, bajo el nombre de “estética” y consideramos que la imaginación es la operación de crear analogías de las cosas del mundo administrando mera diversión para el apetito del espíritu.
No encuentro otra forma de exponer mis motivos y mis finalidades sino a mediante breves consideraciones de los siguientes versos:
Weep no more, woeful shepherds, weep no more,
For Lycidas, your sorrow, is not dead,
Sunk though he be beneath the wat’ry floor;
So sinks the day-star in the ocean bed,
And yet anon repairs his drooping head,
And tricks his beams, and with new spangled ore
Flames in the forehead of the morning sky
El problema con el poema de Milton es el mismo que el de la teoría; es una artificialidad exquisita a la cual debemos dedicar varios momentos de contemplación y analogías; la insensible contemplación que requerimos no se debe a las remotas alusiones; se debe a lo falaz de una pasión que tal vez solo es un ornamento. Permítanme una necesaria digresión: si nos centramos en las esplendidas alusiones a las imágenes de la Farsalia, a Metamorfosis, el poema nos parece un valioso monumento a los pedantes volúmenes de la literatura; si nos centramos en escuchar a un hombre que lamenta la muerte de otro, sentimos una repugnancia en la manera de definir la condición de las pasiones del ser humano con relación a la naturaleza; parece que el poeta aprecia en el decoro de la naturaleza un estorbo de la civilidad; que la humanidad se define dependiendo de su transgresión en la naturaleza; que no hay motivo para no tratar al mundo con la impunidad de los sueños si en la naturaleza no encontramos la plenitud de las diferenciar las penitencias de nuestra historia o la certeza del explotable presente; o tal vez el poeta refiere la perdición de nuestras prácticas diarias en la identidad de nuestros juicios; que nuestra voluntad solo florece en las prácticas de alguien más; que los juicios de nuestra intelectualidad son una descomposición de nuestra voluntad; olvidando lo anterior escuchamos en Milton un poderoso espíritu que nos empuja con ardor a la contemplación de nuestra existencia; nos desnuda en la intrascendencia de lo intelectual y la incertidumbre retórica.
Regreso a las definiciones; en estas anotaciones no se está demeritando la sublimidad de una dicción comparable al correr natural del aire; tampoco a la consistencia de un poema pastoril sin exuberancias pastoriles; se está demeritando la oscuridad de las verdades; probablemente los sentidos de estas verdades sean espléndidos; pero un poema sublimemente instrumentado en los límites que los artificios pastoriles y la dicción inglesa permiten guarda cierta infamia en sus sentidos.
Estas impresiones sugieren que además de existir una idea de la belleza y una idea de la moral que profesar, tengo una idea sobre la belleza, una sobre la moral que ofrecer y otra en la que la belleza y la moral convergen; en el caso de carecer de definiciones claras y sensibles, estos párrafos han sido un espinoso florecimiento de opiniones que perjudican el mérito moral de la crítica y la dignidad del deleite de la literatura. Si refiero “sentidos infames” de Milton no es en el sentido de considerar falsas, erradas o equivocadas mis percepciones con relación a los ilusorios umbrales del poeta. Las primeras impresiones, las del sentido común, son igualmente dignas en el condecorado filósofo como en el ser humano que jamás ha reflexionado sobre sí mismo; las impresiones son simples al tratarse de analogías personales; si hablamos de la facultad de demeritar mediante la moral, hablamos de una variedad más amplia e incierta de percepciones y sentidos, en la que las percepciones personales deben existir con relación a las operaciones de los deleites ajenos.
Si no es posible juzgar equívoco o acertado algo carente de motivos y de fines como el placer, no es apropiado juzgar de la misma manera la literatura; debemos atrevernos a afirmar que si el placer es justificado en sí mismo es peligrosamente similar a una teoría; la teoría, esta incuestionable máquina de símbolos no requiere de un ser para funcionar; los sistemas del Nietzche más fútil, el Hegel menos demencial, Russell menos idealista, el Renan más insensible, son mundos insondables con su propia dignidad.Parece injusto que una certidumbre de nuestra condición humana como el placer funciona de la misma manera que los fenómenos menos naturales como las teorías; es decir son perfectos e injustificables, debido a que los sistemas, incluso los más artificiales, no son ornamentos de nuestras realidades, sino realidades en sí mismas. Las teorías y las críticas tampoco deben consolarse en esta certeza.
No es mi menester ajustar el arpa de la moral y conmover con sólidos principios, pronunciando imágenes inacabas de Voltaire y Carlyle; tampoco es mi trabajo sembrar en el pecho de los lectores la fría llama de los gustos (mi gusto) en torno a la literatura, agotándome en la precariedad de las impresiones, antes elaboradas de mejor manera por Samuel Johnson; tampoco deseo tener suerte en la dura corpulencia de las categorías y los sistemas, habiendo abundantes esquemas en Schelling, de Wittgenstein, de Kant; además soy incapaz dejar a los sistemas la imperiosa tarea de afinar las cuerdas de la literatura. Sin embargo, al hacer una crítica que vislumbra cimientos morales, ofrezco inevitablemente motivos, fines, funciones y conclusiones. Estos papeles nacen de considerar que la literatura es perpetua en los caminos de la moral, el deber y el placer. Pero antes se deben definir formas que, a fuerza de ser triviales e insípidas, son importantes de discernir en el clima lúgubre que las actuales fraseologías producen; por ejemplo, los más artificiosos como el ensayo literario, el cual es la forma a la que las impresiones se someten, y los más ambiguos como los clásicos, los cuales son las fuentes perpetuas de las arduas morales; ambos temas parecerán residuos una vez comience a legar impresiones y opiniones sobre ciertas obras y ciertos poetas.
De alguna manera el problema no son las ideas de la crítica, sino sus finalidades. Bajo este método nos acercamos a conocer absolutamente todo lo que pueda ser lo literario, sin saber de literatura. No creo que la actualidad de la crítica literaria sea un caos, porque anteriormente tampoco ha sido del todo un orden; no creo que la literatura sea un caos, simplemente porque jamás ha sido un orden. Lo que quiero decir es que estamos cometiendo el error de hablar de lo que la literatura puede ser, porque la crítica escribe habla sobre lo que la literatura ha debido ser. Lo que deseo expresar es que antes de hablar de la condición moderna del crítico literario, deberíamos comenzar a lidiar con los deberes de la crítica literaria. En este ambiguo y razonable orden de sentidos, después de varios severos volúmenes de crítica, lograremos afirmar que el crítico literario es alguien que piensa críticamente y escribe literariamente. No quiero dar a entender que para el problema que afronta la crítica literaria lo que necesitamos son ideas prácticas; porque la crítica literaria no está afrontando un problema específico; de hecho, lo único que está afrontando es que sus ideas sobre la literatura son problemáticas porque son muy poco literarias.