Carlos Álvarez
Existen suficientes despropósitos en el continuo ejercicio de nuestros oficios que nada podría atentar contra la poca coherencia que puede tener lugar en nuestros prejuicios, si no es confundir los orígenes de nuestras emociones. No es posible generalizar el optimismo que un hombre es capaz de obtener de la culpa, y tampoco el placer de muy pocos han aprendido a obtener con el mero cumplimiento de las necesidades de sus trabajos. La disputa sobre la procedencia de nuestras emociones es una de las empresas más irritantes a las que nos podemos enfrentar con toda la seriedad y severidad que podamos reunir; la mayoría de los preceptos nos obligan a meditar nuestras miserias como estados irremediables o irresistibles; en este sentido no parece existir un precepto con la fuerza suficiente para impedir que nuestra vida llegue al límite de alguna represión. En cierto sentido natural la constancia de cualquier agravio nos la idea de que sin importar la educación que hayamos recibido, nunca podremos saber cuáles son los modales que permitirían a que la fortuna se incline a nuestro favor.
No siempre podemos palpar la finitud de nuestra inteligencia; no creo que nada sea más lamentable para nuestra condición que cuando nuestra admiración es rebasada por ciertas representaciones de la vida, y es llevada a un estado que vindican bien las palabras de Montemayor: “hize ciertos días para aprender mejor lo que más me conviniese, y quanto más estudiava en la forma que ternía, menos dispusición se me ofrecía para lo que deseava.” Se nos es dicho que no debemos considerar ilegítimas nuestras angustias tanto como podamos contemplar cualquier dolor de nuestro espíritu más como dispensación de la fortuna que como un mensaje del porvenir. Los protestantes interpretan cualquier accidente de la realidad con una diligencia rarísima que les permite perdonar las más crudas faltas y demeritar nimiedades de la apariencia y la fantasía; la idea de la armonía posible entre la mente y el cuerpo ofrece una firmeza a los más escépticos que es prontamente aniquilada con la desproporción de un percance que no haya sido examinado por su razón antes; tomo dos voluntades diferentes en cuanto su percepción de las calamidades, para atreverme a creer que ninguna pasión puede actuar de forma tan ajena a nuestra intuición, y ningún significado puede permanecer indebidamente oculto ni siquiera para los espíritus más vulgares.
Confucio mencionó que el ser más carente de percepción se doblegaría ante la integridad de quien perdone alguna malicia recibida de su parte; el yerno de Mahoma consideró lo mismo al decir que nada puede hacer que nuestros enemigos nos amen si no es la liberalidad de nuestro comportamiento. Estos ejemplos de hombres antiguos dignamente reverenciados por la verdad de sus mensajes nos da una idea de cómo el mundo es incapaz de diferir mucho; Hobbes difiere con creces de Hume, Emerson de Ruskin, Carlyle de Quevedo; todos se han inclinado a murmurar sus propios principios sobre la verdad, la voluntad, el poder, o la libertad; pero es difícil encontrar en sus obras, o siquiera creer, que ninguno de ellos haya experimentado los mismos tropiezos de la existencia como para no vindicar la honestidad como una bendición, la impaciencia como un peligro, la insolencia como algo indigno, la voluptuosidad como intrascendente, y la discreción como uno de los objetos más preciosos de todos los posibles en el espíritu humano.
En lo que respecta a la aplicación de los principios más sofisticados en los cuales la humanidad ha confiado sus destinos, y de contemplar su relación con hechos naturalmente vacíos de significados decentes como resultan ser todos los que la Historia ha tenido el placer de nombrar heroicos, nos enfrentamos a un hecho en el que la voz de la Filosofía se ve reducida a una opinión doliente, y la de la Religión termina por gozar una certeza impresumible. Gibbon dice lo siguiente: “Por poco adecuadas que la falsedad y la insinceridad sean para las transacciones públicas, resultan una ofensa menos degradante de la mezquindad que cuando se encuentran en los tratos de la vida privada. Lo primero significa un mero defecto de poder; lo segundo una falta de gallardía. Dado que es imposible para los estadistas más capaces someter bajo su propia potencia personal a millones de seguidores y enemigos, el mundo ha parecido parece haberles concedido una indulgencia muy liberal de astucia y disimulo bajo el nombre de política.” Haré uso de nada más que mi obstinación para advertir si no defectos en los pensamientos de Gibbon, inconsistencias en el nuestro; cualquier máxima que no parezca figurar en las palabras del autor será una indiscreción lamentable de mis pensamientos, pero en ningún sentido puedo hacerme responsable de nada más.
En lo tocante a los sentimientos, existe cierta uniformidad en todas las vivientes curiosidades que pueden hacernos creer que los placeres y las emociones más positivas se nos pueden ser arrebatados con la inercia de los mismos pensamientos en cualquier ser sin importar la calidad de su naturaleza o de su educación. La idea de Gibbon es que sin importar la gravedad con la que nos hayamos encomendado a ciertos preceptos para nuestro beneficio, nunca dejará de haber algún defecto con la fuerza suficiente para que observemos nuestros propósitos con la fuerza de humores pasajeros; de esta manera es simple considerar que todo en nosotros es nimio, que nuestras muestras de ingenio más alto han sido más una tontería que un accidente, y que nuestras dichas solo proceden del reparo de nuestros errores y el desacierto que ajenos cometen en empresas que nos favorecen.
Si acaso puede existir una pasión que tenga en sus causas el azar suficiente para doblegar a una persona que es incapaz de odiar o de respetar, y logre sacar lo mejor de aquellos que de confiar su porvenir a sus propias facultades vivirían una vida vil, libertina y vagabunda sin considerar indigno de su razón someter su cuerpo a tantos sufrimientos, sería el sentido de adoración y el de devoción.
Pensemos en un hombre cuyo odio hacia el género femenino le permite recibir placer de los adulterios que su esposa comete, y pensemos en un padre cuyo odio hacia los niños le permite no sentir deshonra de las peores malicias que su hijo comete en una edad más avanzada; las fantasías que son administradas en estas empresas prueban que el placer adquirido de nuestras ideas sobre el mundo gobierna con autoridad absoluta la base de nuestras emociones. Por otro lado, es imposible negar la existencia de objetos apariencia nos hace experimentar emociones placenteras que nunca hemos recibido de las operaciones de la razón; en todas las narraciones los personajes suelen ser asaltados por sentimientos que no provienen de opiniones formadas.
Un edificio puede inspirar sentimientos de compasión que ningún lazo humano pudo habernos ofrecido antes; el color o la textura de alguna obra de la naturaleza puede mover nuestras pasiones de forma mucho más uniforme de lo que cualquier idea sobre el bien o nuestra reputación antes lo había hecho teñidos de muchas imperfecciones. Es indemostrable bajo qué condición nuestro ánimo obedece a una u otra pasión, y mucho más imposible saber en qué grado la alteración que sufrimos en nuestros pensamientos por la impresión de un objeto puede elevar nuestras ideas a una posición más elevada o poner nuestras emociones a una condición más innoble.
Gibbon ofrece uno de los esquemas más completos de las pasiones humanas, por lo que vale la pena hacer una diferencia. En sus palabras preliminares al tercer apartado de su Ética, Spinoza consideró que la habilidad de ningún filósofo había abordado los afectos del espíritu si no era como un sistema dentro de otro; ofreció varias sentencias eminentes de virtud, pero muy a pesar de lo delicioso que pueden ser sus bien labradas nociones, en algún punto sus indiscutibles prerrogativassin inaplicables. En el caso de Gibbon, no encontramos un esquema rebuscado sobre la sensatez, pero encontramos preceptos obvios sobre la traición, el honor y la gallardía. (…)