Carlos Álvarez
De todos los calificativos por los que algunos libros han merecido todo el desprecio de la voz pública ninguno me parece menos honesto que juzgar como algo negativo la falta de elegancia. Todos los escritores tienen un interés enorme en reproducir una obra, si no perfecta, cuando menos noble. De no haber considerado la virtud en la escritura como algo más fortuito que voluntario yo habría continuado aborreciendo el mal gusto como cosa más peor y merecedora del olvido. En cuanto al estilo, mis esfuerzos para definir algo que, si bien no me desinteresa, es una empresa que no me asistiría en las disputas más graves que mi razón pueda establecer con mi voluntad cuando alguna de las dos se deje seducir por los efectos más graves de los deliciosos excesos que existe en la convivencia humana.
Para infortunio de mi propio intelecto, el cual siempre ha sido fácil de seducir ante cualquier prometida ventaja del entendimiento, nada puede ser más ineducado si no es disimular algo que no entendemos. Por estilo entiendo que es al lenguaje, lo mismo que los modales a la razón; lo mismo que la virtud al entendimiento, o el placer a la naturaleza. Estoy igualmente lejos de poseer la modestia necesaria para atribuir méritos a encubiertos defectos, y le es aún más remoto a mi espíritu no desdeñar por causas completamente diferentes aquello que es admirado justamente por quienes son beneficiarios de ello. Defendería hasta las instancias últimas de lo que solo actos punitivos pueden si un pastor evangélico demeritara las Cartas inglesas de Voltaire, a sabiendas de que mis opiniones sobre sus ideas son más degradantes que nobles. A pesar de que mi capacidad para observar a través de las intenciones de los hombres provenga de cierta falta de caridad hacia el prójimo, tengo todo el derecho de que mi desprecio hacia las bajezas más absolutas y a todo tipo de imperfección general esté blandida por cierta benevolencia que me de la facultad de saber reconocer la inferioridad de mis ventajas mejor empleadas, y que mi corazón no sea depravado por las adulaciones que afectan a nuestras franquezas de modo que no sepamos luego reconocer los materiales de nuestros propios méritos y no recibamos de lo justo cosa que no sea un perjuicio.
Los hay estilos deliciosos que pueden doblegar nuestras rodillas de modo que en vez de llorar como una desventura nuestra falta de licitud para algunos oficios, nos gloriemos de la venturosa existencia de seres de mejor calidad. Stevenson encontró exquisitos prados de sentido y caudalosos ríos de ingenio en Hugo; Ruskin halló las más puras y deleitosas aguas en los firmamentos dibujados por Scott. Puedo leer a cualquiera de los dos con la misma alegría que podemos aceptar que la existencia casi nunca obedece a nuestros deseos más simples; dudo mucho que algún pasaje de cualquiera de los dos haya sido conservado por mi memoria sin los adulterios de los afectos con la misma mediocridad que con los de Gibbon.
Ahora bien, ¿quién fue Gibbon y a qué hado debe mi desheredada inteligencia el derecho de haber aprendido más o menos todo lo que creo que es posible saber sobre la literatura? Estoy obligado a responder lo primero; no responder no alteraría en ninguna medida posible algún buen o mal suceso del que solo la fortuna sea responsable; de hecho, admitir el orgullo privado de mis votos hacia un ser de carácter intrascendente no es más que un pretexto crudo para apacentar la falta de motivos que suelen existir para comunicar ideas que están destinadas a favorecer benignamente en la administración de nuestras desventuras y para ablandar cualquiera que sea el blando espíritu que quiera recibirle.
Todos los favores que le fueron restados a la constitución física de Gibbon le fueron puestos en sus dones poéticos y racionales. Sufrió una sola desventura amorosa en su juventud y recibió la educación más delicada de una tía; sus afectos hacia una señorita de Suiza fueron impedidos tanto por la indignidad del protestantismo de su padre, como por la indeterminación de la mujer por mudarse a las tierras de Gibbon; este tipo de empresas obedecen a transacciones privadas de las que ninguna gracia puede asistirnos si no es mediante azares dolorosos de la memoria; nadie está en la obligación de tolerar la severidad con la que el padre de Gibbon acometió la ternura que tenía preso a su hijo; esta medida enérgica podría hacernos experimentar algún risible embarazo o la más sólida de las compasiones posibles, pero en cualquier grado sería una osadía de nuestra parte querer enjuiciar una situación particular y dejar nuestros deleites en manos de fantasías personales. Si discernimos una sola acción lo suficiente el ser más feliz de todos los tiempos resulta desgraciado bajo la tutela de muchos más conceptos que podrían vindicarle como un ser apacible y noble.
Sainte-Beuve lo consideró un juez suficiente de los hechos; él nos ofrece una diferencia importante, nos podemos decepciones de lo que Gibbon piensa, pero no del modo en que lo escribe; no difiero con esta opinión, pero deseo que cualquier aspecto posible su razón no sea probable. Cuando la gracia de los elementos del exterior se apodera de nuestros sentidos, nuestras ideas se entregan a sentimientos suficientemente armónicos al punto que nuestras ideas resultan vacías, nuestros placeres pasados infundados, y nuestras interpretaciones innecesarias. Desconozco hasta qué grado puede ser cierto que sea mucho más difícil de admirar aquello que entendemos; pero en definitiva loar a un autor porque nos entretiene más de lo que nos instruye tiene el mismo grado de satisfacción y decencia que decir a alguien que a pesar de no ser muy listo no es del todo un tonto.
Lytton Strachey se pregunta “¿por qué extraño poder llegó a escribir una obra maestra de portentosa erudición y perfecta forma?” Coleridge consideró que era de carácter detestable, y le parecía mucho más insoportable sentirse en la obligación de admirar la precisión con la que su pomposidad encerraba una ironía que solo podía haber resultado de arduas y serias contemplaciones. Borges fue devoto de su estilo, le pareció una “populosa novela;” se ocupó de circunstancias que rodean la vida, la obra y el tiempo de Gibbon. Borges no demerita o admite aborrecer alguna idea del inglés; Strachey se entretiene en vindicarle con expresiones escasamente memorables o siquiera naturales. Coleridge y Sainte-Beuve son más honestos y severos, pero las nociones que extraen sobre el honor y la probidad son ridículas. Los juicios de estos respetables hombres de letras me pueden servir en la misma medida que mi disgusto sobre los cipreses pueda contribuir a un botánico.
He dicho que en algunas ocasiones en las que nuestros entendimientos más sólidos son doblegados por las potencias expresivas de significados más elevados; en este momento los mismos preceptos que antes dulcificaron nuestros estados más terminan por ser los objetos más abstractos e incomprensibles. Se requiere de una enorme terquedad querer vindicar cualidades inéditas de una obra que ha sido consagrada por la fortuna y la posteridad; mi empresa no está cimentada en lo que el honor de mi propio estilo pueda recibir del de un autor que me ha generado muchas más angustias que certezas. (…)