
Carlos Álvarez
Una de las ideas más atractivas de los sistemas del pensamiento de Oriente, que para mí mal me han abrumado con solo verles los títulos, es la capacidad para poder sistematizar la más ínfima parte del universo y vindicarla en cualquier otro objeto de nuestra existencia; de todas las ideas que me parecen más insoportables son las que pretenden esquematizar nociones más mínimas para el estudio de las pasiones más universales; en algún sentido académico hay mucho por hacer con los libros sagrados de Oriente, y hay mucho de qué vivir mediante artículos de investigación en ellos; en un sentido más simple, me gustaría partir de la idea que nada puede abrumarnos más la existencia si no es el deseo de entender todas las cosas, y nada puedo auxiliarnos más en los continuos agravios provocados por la fortuna y la Providencia, si no el cinismo para saber ignorar, y el estoicismo para desear hacerlo. Que hay yerros muy horribles en la vanidad de ambas doctrinas es algo que en este papel me interesa muy poco.
Desconozco los orígenes de la adoración por las religiones e ideas de Oriente; William Jones hizo trabajos formidables, Schopenhauer alabó los Upanishads; la devoción y la fama del señor Huxley popularizaron un par de nociones sobre estos sistemas; mis talentos se encuentran bastante anegados como para no elevar la mayoría de mis certezas sobre estas ideas a un grado en el que nada me parece antes una interrogación. Comenzaré con lo siguiente: una noción suele ser llamativa y en su mayoría es apreciada porque suele ser algo novedoso; una idea puede ser mala con toda su fuerza, pero no tiene otro destino si no es el de ser falso o verdadera; de hecho, el problema más grande de una noción es que a pesar de ser novedosa, o incluso a pesar de ser algo decente algunas ocasiones, es que no puede ser sometida por el mismo yugo con el que son sometidas las ideas. Toda persona tiene el derecho de desperdiciar su vida en entregar sus pensamientos a industrias de lo más remotas e innecesarias; en lo tocante a las nociones, nuestra imaginación se halla en el mismo derecho de emplearlas para exentar a la razón de toda calamidad, y se halla en la misma obligación de asumir que haber sacado ventaja de cualquier empresa bajo estas circunstancias no respecto a nuestro mérito, coraje o sabiduría sino al azar.
El budismo es algo que en su propia naturaleza es imposible de entender; mientras existe un sentido religioso por el que podemos gozar de todo tipo de sufrimiento, y que es el único sentido por el cual la religión es el objeto más hermoso que ha tenido lugar sobre la faz de la tierra, existe uno muy oscuro para creer que el único sentido por el que no podemos sufrir absolutamente nada es porque nada tiene sentido. Mientras los mahometanos consideran que todo tiene sentido, y se niegan a sacar provecho de las ideas que dicen que nada es verdadero, el budismo es capaz de rebajar las pasiones más simples a largas naderías. Los mahometanos pueden considerar que algo es estúpido porque va en contra de sus leyes; eso no los hace tontos, de hecho, de todas las cosas tontas por las que pudiéramos estar en contra de un mahometano, el hecho de que no lleven la contraria a su ley es lo único por lo que no podemos llevarles la contraria en todo lo demás. En el caso del budismo ningún sufrimiento es verdadero en el mismo sentido religioso que ninguna mendicidad o aflicción son algo negativo; disto de creer, como Bloy, que el único crimen sea la pobreza, y disto de estar de acuerdo con Fray Luis cuando juzga que no basta entender cosa alguna sino saber que no hay modo de entenderle, porque no es algo que pueda entender, o me plazca imaginar que entenderlo me abrirá las puertas de la sabiduría más perfecta y acabada; pero en una doctrina en la que todo es nada, arriba es abajo, y el hombre es cualquier cosa, nada puede parecerme más insoportable que el hecho de la única forma válida de satisfacción es que nada lo sea.
En lo que se trata del estudio y la observación de nuestras pasiones existe una parcialidad aborrecible; es tan difícil admirar un cobarde como defender un orgulloso. No resulta tan imposible tolerar que una persona cambie de opinión, sin que antes creamos que es algo de lo que cualquier hipócrita puede sacar una especie de ventaja; tampoco nos es difícil reprochar la falta de decencia e incluso considerar la indecencia como un elemento suficiente para tener un conocimiento más profundo de las emociones de una persona. Esta misma parcialidad suele censurar nuestras impresiones más honestas, y esto puede apreciarse cuando no estamos en desacuerdo con quienes no se apresuran en pagar un favor, o en quienes se jactan de haber promovido una gratitud en específico. Digo esto porque si acaso podemos considerar que el pensamiento occidental es virtuoso, es por su capacidad para meditar las pasiones con la legitimidad de ser algo verdadero, y de no caer en esquemas insoportables como los del budismo, y muchas veces atractivos, en donde la virtud es igual una posibilidad futura, como la firmeza es un vicio del entendimiento. (…)