Carlos Álvarez
Que algunas virtudes, como la elocuencia y la tenacidad, sean más fáciles de aprender que algunas como la discreción y la probidad, no prueban que para el más completo de los bienestares que el ser humano pueda aspirar, sea necesario un extenso conocimiento sobre todos los objetos que han sido severamente empleados por los antiguos para la reproducción del provecho y el cuidado, y al contrario nos da a entender que existe una extravagancia imperdonable en cualquier defensa de lo justo. El ejercicio de la probidad demanda muchas más impresiones de las que moralistas tendría la fuerza para detectar y señalar como objetos negativos en el pensamiento; abstraemos lo suficiente de una empresa y juzgamos luego acorde a nuestras inclinaciones.
Es insostenible anticiparse a las intenciones; muchos son los ejemplos en los que una razón justifica dos pasiones contrarias; pedir disculpas puede estar motivado tanto por ánimos perversos y fines secretos, como por la menos decrépita de nuestras acciones como pueden ser las producidas por la honestidad cuando responden a un fin en sí mismo. Hay hombres cuyo carácter imperturbable les permitió no ceder al poder de las miserias que siempre han sido obras de los estados más exaltados de la ira cuando somos víctimas de injurias hacia nuestra persona; la misma pasión que nos puede obligar a tolerar la peor de las traiciones, nos puede hacer perder la razón porque una ceja entre en nuestro ojo. Mucho más vanidoso que desear hacerse de ostentosos bienes, me parece no perseguir ningún tipo de honor; en el mismo sentido que sentir piedad por alguien de quien no tenemos noticias es algo soberbio, no podemos dudar que sentir compasión solamente por quienes conocemos es el peor de los actos que la soberbia suele acostumbrar a hacernos creer con entendimientos ingeniosos.
Racine escribe en su Fédra:
Pour moi, je suis plus fière, et fuis la gloire; aisée
D’arracher un hommage à mille autres offert,
Et d’entrer dans un coeur de toutes parts ouvert. (yo soy más orgullosa y rehuyo la fácil gloria de lograr un homenaje que se ha ofrecido a otras y entrar en un corazón abierto a todos los vientos.)
Hablar de rehuir de glorias fáciles me parece tan intratable como aburrido; es natural creer que siguiendo el ejemplo de alguien declaradamente noble podemos exceder en tiempo y forma los méritos que esa persona obtuvo, y también recibir con menor intensidad el costo de sus honores, y el precio que la fortuna le haya dado a sus intenciones. La verdad es que ningún honor, idea, concepto, o pasión tienen la misma consistencia siempre; la fabricación de biografías constituye un logro decente en la medida que su autor demuestre que el camino de la virtud, del error, de la vindicación, y los desatinos son tan infinitos como repetibles; personalmente, creo que el mismo bien puede ser alcanzado por dos caminos contrarios entre sí, y no niego que pasiones como la templanza y facultades como la contemplación hayan tenido lugar de forma súbita en algunos seres.
Así como es dicho por el filósofo más alto que la antigüedad gozo de haber visto, que así como la felicidad es el fin más sumo de todos los seres, y que el camino más asequible para su obtención es apegarse a cuando menos un fin, querría decir que no es menos virtuoso un médico que encuentra más placer en determinar la patología de un cuerpo y menos tristeza si este hallazgo supusiera la pérdida de una vida, ni menos errado un filósofo que emplee toda la fuerza de sus pensamientos en el diseño de un esquema que es llevado por la inclinación de ofrecer al vulgo un compendio simple y armonioso de doctrinas probadas, y desemboque en una abusiva racionalización de desgracias imperdonables. Obedecer un solo fin se acata más al gusto y el dominio que nuestra fantasía sobre nuestra razón, y habla de la poca fuerza que nuestra memoria tiene para administrar nuestros preceptos aprendidos.
Creo que no es suficiente entender el bien para perpetuarlo; de esto explica Séneca que no es castigo la inconstancia de las pasiones, sino miseria la falta de proporción en la razón, que es quien las manda. Sobre que los homicidios no sean lícitos para el precepto y la ley divina, y que el obrar de algunas autoridades públicas se haya servido de asesinar a las tropas enemigas alegando que aquellas obras se trataron de un mandado de Dios, Agustín defendió a aquellos seres que bajo el orden de la espada de Dios no hallaron otra escapatoria salvo la de tomar las armas, y considera que quien no fuera el que por razones apegadas a la ley divina, sea rey, vasallo, esclavo o Dios mismo, no hace más que cometer el crimen de homicidio. Es raro que Agustín perdone más a quienes mataron porque se los ordeno la fuerza divina, y no libre a Dios se ser vasallo de la configuración de su propia ley, pero ese es otro tema.
Plutarco menciona en la vida de Lisandro que en Esparta no era una vergüenza que los jóvenes fueran dominados por un deseo empedernido de placer, y que aceptar con probidad una intolerancia hacia su persona, no distinguir cuando sus obras merecían ser más objeto de examen de que de aplausos, era el camino por el que los más indolentes de ánimo, que eran en aquellos tiempos indignos de virtud, no fueran loados por su grandeza de alma, y al contrario carecieran del poder necesario para perpetuar la abundancia mediante el gobierno. Estos ejemplos nos ayudan a apreciar que, así como los medios nunca pueden justificar los fines, que tampoco los bienes pueden ser vindicados por los medios que hombres ilustres hayan surcado para poseerlos; no pueden obedecer las virtudes los fines que obedecen las costumbres.