Carlos Álvarez
Tengo entendido que nadie puede ser más envidiado que un hombre que ha perdido todo el dinero; hay un sentido muy verdadero en creer que un hombre que ha perdido la hacienda, la familia y la riqueza, es infinitamente menos miserable que uno que tiene que cuidar de ellas; hay un razón sobre que el mérito es mucho más accidental que no es del todo cierta; la cuestión sobre ambas ideas no es que sean fáciles de refutar, sino que es imposible que no exista un ser que sea partidario de ellas; algunas ideas podrán ser falsas y eso no afectará el honor que puede recibir acorde al número de partidarios que esta idea consiga; algunas ideas sorprendentemente saludables son igual de desastrosamente intrascendentes bajo el mismo principio. Para bien solo mío, no necesito ser demasiado dadivoso porque mi deber no es tener la razón, y tampoco requiero ser demasiado liberal porque en ninguno de mis motivos se haya la razón de agradar; de hecho, si mi ambición pudiera triunfar en alguna empresa en la que se requiera no tener la razón, preferiría fracasar mil veces antes de salir victorioso.
En lo que respecta al tema de la muerte, que es según Quevedo la resolución única y más simple de todos los males, y no dice que es culminación y examen de los bienes, porque fue de la idea de que en vida no hay un solo bien que sea bueno, creo que poco vale la pena indagar en lo que es la muerte en sí misma, y solo nos queda estudiarla como un objeto más con la misma certeza, la cual es siempre muy poca, con la que podemos saber lo que un tonto hará al día siguiente. Alguna vez conocí una señorita que era más bien un caballero en términos naturales, quien para bien de la sobrepoblación que sufren los orbes ya no se encuentra con nosotros, y a cuya memoria no tendría Dios motivos que no sean los predicados en las Iglesias para no tenerle en su santa gloria; este éter indescifrable para los términos biológicos tuvo el deseo de que una vez recibido el sepulcro se le rezaran los primeros cuarenta día como el varón dejó de ser, y los posteriores se le lloraran como la mujer que nunca logró ser.
Los términos por los que esta criatura perteneciente al para nada innoble género humano, son irrelevantes para una empresa en la que podemos comenzar a creer que ningún capricho es saludable en ningún aspecto. Las pasiones que afectaron al deseo de cambiar sus miserias masculinas por alevosías femeninas, tampoco tienen algo que ver; incluso si esta en mis manos darle el último amén a la memoria de un ser al que no le fue de mucha ayuda ser inteligente, podría decir que en términos económicos, una operación de esta índole genero suficientes ingresos para más de un eslabón de las clases más inferiores, así que de todos los vicios por los que se le puede juzgar a alguien que ha llevado a un extremo bastante lastimero y complejamente realizable un deseo inédito para los anales humanos, podría decir que como la vanidad no es probadamente más perniciosa que la lujuria, esta señorita no fue más mala de lo que pudo haber sido un hombre que decide por voluntad propia no ser padre.
Tanto puede ofendernos el que nuestra razón no sea valorada del modo que creemos que debería, como el que nuestras ideas sean olvidadas a pesar de haber sido bien valoradas; esta señorita reflexionaba desagraciadamente bien; era capaz de saber que los deseos, eran deseos, y que las cosas, nunca eran cosas. Lo primero que tengo que decir es que ninguna vanidad es absurda, y en lo que se trata estudiar la miseria humana en su máxima y extrema expresión, no podemos comenzar si no es considerando que la mayoría de las molestias más violentas, las actitudes más mugrientas, y las vergüenzas más infelices, provienen del incumplimiento de nuestros deseos, y que no es una barbaridad considerar que la necedad está detrás de las iras más imperdonables y de las perversiones más impensadas de la imaginación.
En el tipo de asuntos que pueden herir las susceptibilidades, la única forma en la que se puede salir glorificado igual por las partes que están en desacuerdo con nosotros, como con las que no tienen el gusto de entendernos, es explicar las diversas maneras de estar de acuerdo con algo que nadie debe estar. No desearía comunicar a quienes temen de ver incumplido desde el más allá los deseos de su sepultura, sino que se hagan de la idea que ninguna virtud austera puede ser rebajada por el más duro de los olvidos, ni la vanidad más nimia perdonada por la misericordia más deliciosa. Digo entonces que nadie es más frugal en sus procederes que quien ha engañado a otro para sacarle alguna ventaja, y quien ha muerto, no solo les ha visto la cara a todos, al punto que ningún examen hecho a su memoria puede ser hipócrita o deshonesto, sino que ha sacado una ventaja de la que nadie es consciente salvo la Providencia. En este punto diría que el primer favor que nos dan quienes han abandonado el plano terrenal no es solo dejar de vivir, como Coleridge con mucha razón lo dijo, sino que es darnos infinitos siglos de pena, que como dijo el señor Wordsworth, si no puede un mal ser antes que dolor favor, no debería un dolor ser mérito antes que vergüenza.
De vuelta al personaje de esta empresa, la señorita en cuestión nunca pretendió ser racional cuando no servía de nada serlo, y de hecho era de la idea que las únicas ocasiones en las que se debe ser racional es en las que no se debe serlo; llegó a declarar cuando en sus ayeres aún era un caballero que tenemos la capacidad para identificar miles de tonos de verde, pero no tenemos muchas herramientas para apreciar los mil tipos de estupideces que caben en una sola pasión. Esta máxima es sumamente hermosa, y la he usado lo suficiente sin haberme visto alguna vez en la pena de explicarla, y mucho menos de entenderla.
Ahora bien, sobre la muerte; no creo poder definirla con la misma elegancia que Sir Henry Newman logró respecto a los milagros, al decir que son accidentes verdaderos contenidos dentro del sistema perfecto de la naturaleza; por el contrario, dependiendo de mis afanes, podría decir que la muerte no es solo favor para quienes no la sufren sino virtud para quienes la padecen, y pena sin fin para quienes la disciernen. También estaría de acuerdo en colocarla como un objeto ajeno a todas las posibilidades de nuestro entendimiento, y esta misma idea la posicionaría con la misma dignidad que los filósofos más pesimistas emplearon toda su imaginación para arrodillarse ante ella y concluir que comprenderla ha sido el único problema verdaderamente poético del cual la humanidad ha podido reunir sus esfuerzos comunes para afrontarla.
Lejos de considerarla irremediable porque sea inevitable, la considero absurda porque es remediable; no la considero remediable en el sentido que ser estúpido lo es, sino en el sentido que los errores no lo son; tampoco afirmo que sea absurda por el mismo motivo que un ser sabio lo es, sino en el sentido que un tonto no lo es. En mis intentos más tempranos de acercarme a la razón, lo cual fue ocasionado por las represalias de adultos que sugerían al entendimiento como el remedio suficiente de los mutuos desprecios generados por las pasiones menos domesticadas, me permitió estar al tanto de los aspectos menos favorables que existen en casi todos los comportamientos, y una vez que comencé a apreciar cierta vaguedad en nuestras acciones, por la que la peor de las emociones resulta tolerable y la bondad más absoluta reprochable, me resultó posible sacar provecho del ser más listos de todos, pero imposible sacar ventaja de todos los tontos del mundo; bajo este mismo parámetro podríamos decir que mientras un ser maldiga una muerta, habrán dos que la bendigan, tres que puedan sacar provecho de ella, y cuatro que puedan mandar a la horca a quienes sacar provecho de ella. Pero nada de esto tiene que ver con los caprichos por los que un ser prefiere verse enterrado a lado de su hermana, por encima de ver a su hija recibir su pensión. Para no olvidar a la criatura que dio lugar a esta empresa, lo primero que se debe suponer es que no se le puede reprochar nada a un ser cuya perversidad puede alcanzar dimensiones no medibles por nuestros sistemas métricos, y al contrario tenemos mucho que vindicar a un hombre que bajo cualquier condición suficientemente honrosa persiguió una aceptación decente de la humanidad y llevó a cualquier extremo el hecho de que la humanidad nunca ha estado lo suficientemente de acuerdo en nada que no sea sacar ventajas material de vicisitudes ajenas.
Solo mediante un dote elevado podemos gozar el hecho de estar equivocados; en mi caso, mis razones han sido cuidadas por órdenes indecentes y mi persona siempre ha pertenecido al vulgo, por lo que bajo ningún tipo de gracia superior he aprendido a recibir placer de cumplir las promesas como suele hacerse entre los de mejor en entendimiento. Para cuando el caballero de nuestra moraleja dejó nuestra existencia, su familia decidió emplear sus riquezas en enterrarlo a lado de la madre que nunca aceptó que abandonara el género que consideró el más necesario de todos los habidos; sabrán los labradores del panteón si por las noches su madre dio algún alarido de dolor, y sabrá Dios a solas si estas voces de dolor son de ver enterrado a su hijo, o de ver una mujer a lado suyo.
No puedo creer que los deseos que dejan los fallecidos a sus presentes en el plano terrenal sean más un estorbo que un favor; de no cumplirlos por falta de querer, son melancolía para los más aprensivos; de no hacerlos por falta de riqueza, es dolor inmajenable. Diría que más bueno es morir que desear no hacerlo; no es malo desear no morir, más intolerable es hacerlo en voluntades ajenas.