Carlos Álvarez
Que para admirar el desempeño y la virtud de nuestros contrarios se requiere ser medianamente humilde es del tipo de máximas, como aquella que dice que nadie puede tener conocimiento de la última vez en la que está realizando algo que le hace feliz, que son en el fondo obviedades que pueden convertir las obstinaciones de un curioso en alegrías, y las melancolías de alguien brusco en tormentos. Dice Chesterton que el problema de nuestro mundo no es que se trate de algo razonable, sino que lamentablemente sea un tipo de cosa racional. Podríamos decir que el problema, de admirar, con todo y el poco sentido que hay en creer que alguien puede admirar sin una porción a veces hasta afortunada de envidia, es que no se puede admirar salvo de forma irracional.
Podríamos decir que no hay un solo objeto suficientemente digno que sea admirado sin que sea desmedidamente idolatrado; también es suficiente observar que es inevitable poseer un conocimiento adulterado sobre nosotros mismos como para convertir cualquier admiración por virtudes nuestras en objetos de la vanidad. Madame de Staël dijo que las artes de la observación reinan más en el imperio de los sentidos que el entusiasmo en el del alma. Digamos que para Staël el alma es igual a lo que Montaigne entendía por naturaleza; en este sentido para admirar hay que ser un entusiasta, y para entender lo que admiramos nos queda llevar a un extremo lamentable la razón al punto de no creer cualquiera de nuestras emociones. Montaigne dice que basta prescindir de la fuerza de las leyes y los ejemplos, para buscar los orígenes de objetos que sin cuidado y sin esmero admirados por la inercia universal, para hallar razones de nuestro disgusto y confirmar que siempre más de uno lo tendrá por las bellezas y las virtudes mejor expuestas y ornamentadas.
Una noción vagamente ignorada y universalmente contemplada en torno personas con un patrimonio intelectual notable ha sido siempre que su indulgencia con las industrias que no son elevadas es proporcional a la irresponsabilidad con la que puedan emplear el conocimiento que la fortuna haya querido darles sobre las curiosidades de la existencia que a muy pocos se las ofrece de forma agradable. Me gustaría resumir un poco la idea: que nadie puede vanagloriarse del deleite, prestando atención al desmedido esmero que el intelecto le ha ofrecido para colocarlo como un sumo bien, y que razón suficiente ha sido que ninguna vindicación sea tolerada con mucha fuerza para la posteridad; lo mismo con la admiración diríamos más se han preocupado los ingenios por justificar el hecho de admirar que los objetos admirados. Para apreciar benéficamente, cualquier persona debe ser constante en el demérito de su propias acciones que por bien nuestro debe caber en alguna parte de nuestra razón. Góngora dice un poco lo siguiente en este pasaje satírico:
Cuyo cuerpo aun no formulado
nos promete en sus señales
más fama que los que Roma
edificó a sus Deidades,
y que aquel cuyas cenizas
en nuestras memorias arden
de aquella, a quien por su mal
vio el que mataron sus canes,
y al de Salomón, aunque eran
sus piedras rubios metales,
marfil y cedro sus puertas,
plata fina sus umbrales;