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Risa loca / La Feria

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Sr. López

Tía Lucha (Luisa) era más buena que el pan. Medía 1.80 de estatura y nadie se atrevió nunca a calcular su peso, pero temblaban muebles y lámparas de su casa cuando caminaba. Llamaba la atención que sus hijas, desde chiquitas, eran las que cocinaban, paradas en un banquito frente a la estufa. No las obligó, al revés, ellas le impusieron alejarse de la cocina porque todo lo que hacía sabía igual: horrible. La razón era que seguía a pie juntillas las recetas de su mamá y no hubo Dios que la convenciera de tirar el recetario escrito de su puño y letra, que le regaló el día de su boda: -Son las recetas de mi mamá y cocinaba rico –en sus bodas de oro, tío Ricardo, se esposo, dijo que habían durado gracias a eso, porque sus hijas, ya casadas, diario mandaban la comida, lo querían mucho.

A brocha gorda, sin detalles, en México tenemos casi dos siglos haciendo lo mismo y haciendo como que funciona: no funciona.

Se refiere este menda a la organización del Estado que aparte de los tres niveles de gobierno -municipios, estados y federación-, divide el poder también en tres: ejecutivo, legislativo y judicial (que forman, según el artículo 49 de la Constitución, el ‘supremo poder de la federación… ‘supremo’, no se le pase). La realidad, como sabe cualquier tenochca ya destetado, es que el poder nacional se concentra en la figura presidencial (en los estados con los gobernadores, a escala, se repite lo mismo).

Tal vez eso responde a la naturaleza verdadera del país: central y centralizado desde antes de la conquista, durante el virreinato (que no colonia), en el agitado siglo XIX, el interesante XX y en lo que llevamos de este XXI, ‘terribilis’.

Quien no conozca tantito la realidad nacional, leyendo nuestros papelotes, se imagina un país que no es México: no somos como nuestros prosopopéyicos documentos dicen que somos.

Desde 1824, en el Acta Constitutiva de la Federación, se estableció: “El poder supremo de la federación se divide, para su ejercicio, en legislativo, ejecutivo y judicial” (artículo 9); lo mismo dicen en el artículo 4, las bases constitucionales de 1835; se repite el verso en los proyectos de Constitución de 1842; en el diseño de organización política de 1843; en la Constitución de 1857; y pero-por-supuesto, en el artículo 49 de la Constitución de 1917, la vigente, tan bien hecha que lleva casi 750 modificaciones (está como esas vedettes sesentonas, que se hacen tantas cirugías estéticas en la cara que no las reconoce ni su hijo mayor).

Al menos entre los que forman eso que llamamos con humorismo involuntario ‘clase política’, se habla de nuestra Constitución con el respeto que se habla de la abuela, aunque tenga palmarés de ‘güila cum laude’, porque ya tiene 103 añitos nuestra mal llamada ‘Carta Magna’ (que no es eso, la ‘Gran Carta de las Libertades’ es inglesa, de 1215, firmada por Juan I -el bobo Juan sin Tierra-, que con muchos ajetreos sigue vigente, entre otras razones porque el Reino Unido NO tiene Constitución… ni falta le hace).

Acá es peor que una sonora flatulencia en plena misa del señor Obispo, mencionar que nuestra división constitucional en tres poderes se copió a los EUA (igual que el mismísimo nombre oficial del país: Estados Unidos Mexicanos… de veras, tantito pudor).

Pero no fue siempre así, en su artículo 12 la Constitución de 1836 estableció un cuarto poder, superior a los otros tres, compuesto por cinco personas con facultades para anular los actos de cualquiera de los otros tres, suspender las sesiones del Legislativo (dos meses a solicitud fundada del Ejecutivo), parar las labores de la Suprema Corte a solicitud fundada de cualquiera de los otros dos; echar a la calle al Presidente por incapacidad física o moral; despedir al gabinete completo y obligar al Presidente a renovarlo; sancionar las reformas constitucionales; y alguna otra cosa. Este cuarto poder se denominaba ‘de arbitrio’ en el artículo 4° de las bases constitucionales de 1835. Sería divertido tener en estos tiempos ese poder… ni en sueños.

Pero algo se debe intentar. Ya probamos todas las variantes del sistema actual y los resultados no son alentadores. Intentar un Congreso Constituyente, como tanto ha insistido Porfirio Muñoz Ledo, tiene sus riesgos y por evitarlos lo que hacemos es seguir en el perpetuo errar: la pobreza se encona, la inseguridad crece, la salud pública es un desastre, el país cambia de rumbo con cada Presidente. Pero, así y todo, no veremos una nueva Constitución en muchos años: la clase política no tiene por qué abandonar su zona de confort: es muy rentable y dominan todos los subterfugios para evadir sus responsabilidades.

Por supuesto la esperanza final está en que la realidad imponga soluciones, pero eso implica arriesgarnos a los periodos de agitación y retroceso que no raramente se sufren al adoptar una actitud pasiva en vez de tomar nuestro destino en nuestras manos.

Así como estamos se puede hacer algo. Aparte de fortalecer los órganos autónomos, indispensables para contrapesar al poder político, ya va siendo hora de aceptar que los poderes Ejecutivo y Legislativo, son los que menos aseguran el buen camino de las naciones. Los poderes legislativos no difícilmente son mayordomía del Ejecutivo y de este sobran pruebas a lo largo de los siglos de su congénita incapacidad de satisfacer la principalísima función de cumplir y hacer cumplir las leyes.

Contra la opinión de Montesquieu, es el Poder Judicial el que puede cambiar las cosas, pero un Poder Judicial al que se adscriban las Fiscalías autónomas. El Ejecutivo cumple; el Poder Judicial, hace cumplir; así, sí. La Suprema Corte, debe ser la única  instancia a que respondan las Fiscalías, la General de la República y las de cada estado, todas autónomas, se repite. Y por supuesto, el indulto y sus variantes, no deben estar en manos del Ejecutivo, eso es anular al Poder Judicial. Quisiera el buen Dios en que cada quien crea, que se hiciera, porque en México, que el Ejecutivo se vigile a sí mismo es de risa loca.

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