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Recado para Joaquín Vásquez Aguilar

Recado para Joaquín Vásquez Aguilar
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Carlos Román García

A nuestras espaldas, alguien se bebe todo el alcohol 

de la dicha y se emborracha hasta caerse.

Carlos Bousoño

Aún conservo el libro, una especie de homenaje a Juan Rulfo, en cuya cuarta de forros escribiste, con letra menuda y nerviosa, la palabra pipistrelo. Cuando te pregunté qué quería decir, me respondiste que significaba murciélago en italiano. Esa pequeña palabra, sonora y juguetona, pertenecía a la colección de aquellas que buscabas para alegrarte con su música: Quirino y Baldomero resultaban buenos nombres en la lista de tus hallazgos; allí estaban también magresal, palo’e jaiba, garambullo y muchas otras de igual ventura que se mezclaban con neologismos y frases oportunas para definir a los amigos y a quienes no lo eran: aquel es un desmagresal, ese otro que vaya y chingue a su bagre.

​Del sueño a la vigilia, de la sobriedad a la embriaguez, todo giraba alrededor de las palabras. Juguemos a la trivia o al ahorcado, llenemos crucigramas, hagamos un soneto, decías a cada hora entre cerveza y cerveza, de un trago a otro. Ahora cantemos corridos de caballos, gritemos versos de López Velarde, de García Lorca, de Vallejo o aquello de Robles Sasso que nunca acababa bien, pues en lugar de terminar el verso como decía el original: “alguien muere de amor y no le basta”, lo cerrabas diciendo: “alguien muere de amor y no le ajusta”. Todo mientras los tragos cumplían con la noble misión de esconder un poco la atroz realidad.

​¡Ah!, cómo te gustaba evadir ese horrible país habitado por cadáveres con reloj checador y obligaciones pomposas e inútiles; de ese territorio de rumiantes que masticaban a diario su pasto de dos libros escasos. Te preocupaba más tener el oído atento, hecho una fina red, para atrapar al vuelo las palabras que sirven para invocar. Todo lo oías con el interés de los niños o la ansiedad de los locos. Nunca tuviste miedo de escuchar el canto de las sirenas allá, en tu Cabeza de Toro, de entregarte a su seducción hasta la embriaguez. Lo digo porque siempre regresabas de tu pueblo  con la sonrisa que pertenece a los santos o a los enajenados, con la extraña lucidez que encuentra el verdadero sentido de las cosas con sólo tocarlas. Mejor que eso: beatífico, iluminado, aplicabas habilidades de malabarista, de tallador de naipes y de lanzador de cuchillos para engarzar palabras y fabricar poemas. El agua volvía a ser líquida en tus manos, el aire movía las hojas y despeinaba a las doncellas a tu conjuro, la blancura de la sal deslumbraba y se olía la brisa yodada del mar cuando tu voz convocaba su presencia.

​Junto con tu recuerdo nos han quedado versos: esos que calan hondo cuando con el amanecer llega la sed, cuando con el amor se nos escapa la ínfima certeza de vivir; esos que regresan cuando en pleno dolor vemos las flores de matilisguate dibujando el azul más intenso del cielo.

​Ahora no sé por qué me pongo triste, si miro que nos vamos a encontrar de nuevo en alguna cantina del cielo o del infierno y con los camaradas de ocasión volveremos a cantar: “Yo soy el muchacho alegre”…

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