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Por su lado / La Feria

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Sr. López

 

Tío Pacito (Mario que llegó a Pacito, gracias a sus hijas -cinco-, que le decía “Papacito” y quedó en eso), tío Pacito ganaba buen dinero, no mucho, que nunca fue rico, pero ganaba lo suficiente como para que en su casa hubiera abundancia de clase media, abajito de alta, y lo ganaba gracias a su excepcional habilidad de sastre, pericia instintiva, que ni cuenta se daba de lo extraordinario que era haciendo trajes impecables en menos de una hora. Veía a alguien y sabía con precisión, talla, largo de pantalones, ancho de hombros, largo de brazos; tomaba las medidas por cumplir. Nunca se supo que necesitara hacer una prueba: a la primera entregaba el traje perfecto. Era el Einstein de la sastrería; el Nuréyev de la aguja y el hilo; el Pavarotti de la tijera. Su clientela, básicamente, eran señores ricos; él cobraba con moderación y le pagaban más casi todos. Tío Pacito era gordo, muy educado, bonachón, sosiego de carácter y siendo tan buena persona, tuvo siempre un problema con su esposa, tía Martha, porque ella no estaba de acuerdo en su manía de querer arreglar con dinero todos los problemas con sus hijas. Que la niña no quería hacer la tarea: dinero; que otra no se comía todo: dinero; que no le gustaba a la mamá el novio de alguna: dinero; y sí, tenía su casa en paz, pero a la vuelta de los años, las niñas eran cinco arpías que vivían para darle disgustos a la mamá, sabiendo que llegandito su papá, les iba a caer dinero. De las cinco esperpénticas hijas se casaron dos (no por mucho), y ya fiambres sus papás, la familia las trató siempre lo menos posible. La abuela Virgen decía: -Pobrecitas, así las hizo Mario.

 

Ahora resulta que en México se ha descubierto novísimo sistema para acabar con la delincuencia, la corrupción y la impunidad.

 

Primero, se establece una fecha a partir de la cual no se persiguen los delitos cometidos con anterioridad, si no tienen averiguación abierta: borrón y cuenta nueva. La consagración de la impunidad. Nada más piense, respecto del huachicoleo (del verbo huachicolear, diccionario de mexicanismos no aceptados: dícese de toda acción propia de los huachiculeros), el Presidente de la república ha declarado varias veces que no va a investigar a ningún funcionario de Pemex de antes, antes de él, porque es de aquí para adelante que se acabó la robadera (lástima que los piquetes a los ductos sigan ya en sus tiempos de Redención Patria).

 

Segundo: dar dinero a los ladrones, que eso son los que se roban el combustible que derrama un ducto: ladrones. Pero ya purificados en la saliva bautismal de nuestro Presidente, declarados víctimas de la adversidad del neoliberalismo, aclarado que lo suyo no es robar sino resolver sus más apremiantes necesidades, les tocan entre siete y ocho mil pesos por familia… para que ya se porten bien. No cabe duda, es una buena persona. Es incapaz de suponer que una vez recibidos los siete u ocho mil, van a seguir ordeñando combustible, quieran o no, que los que mandan (ellos sí mandan), son los de la delincuencia organizada… y no se crea que van muy apenados, lamentando su fatal destino de tener que ir a robar, no señor, van encantados de la vida (y ahora más, con su ingresito extra).

 

No es un insensible el del teclado, ni le alegra que se hayan achicharrado tantas personas, claro que no. Es una tragedia terrible. No alcanza uno a imaginar el sufrimiento de sus deudos. Pero eran ladrones los que fallecieron, son ladrones los que están revolcándose de dolor con el cuerpo ardido y son ladrones muchos de los que estuvieron con el Presidente dándole por su lado: ¡se acabó el huachicol!… sí, cómo no; son ladrones, como todo el que toma lo ajeno. El ratero que huye por la azotea de una casa, al caer de cabeza en la banqueta y quedar muerto, no pasa a víctima de la situación económica: es un ladrón muerto.

 

Pobreza no es igual a delincuencia. Los pobres no son ladrones. Decirlo es insultarlos, aun y cuando sea lamentablemente cierto que la pobreza propicia desfiguros, desgracias y dramas inimaginables como la prostitución por hambre. Pero, cuando menos, no aceptemos que por ser pobre se roba. No es cierto.

 

Y tan no lo es, que no es nada raro encontrar ricos igual y más ladrones, que son los que ya nos anda por verlos enfrentando las consecuencias de sus actos ante una ley que debería ser dura (a la romana: “Dura lex, sed lex”), y precisamente a ellos es a los que alcanzó en primer lugar la “amnistía” tan peculiar que les otorgó nuestro Presidente desde que era candidato.

 

No es grato aplicar la ley y encarcelar personas. Quienes tienen por obligación profesional deshacer entuertos, encontrar responsables de delitos y juzgarlos, no salivan de gusto al enchiquerar a nadie… pero es indispensable que en este país disminuya la impunidad, que la gente sepa que el que la hace la paga, no como ahora en que la inmensa mayoría de los delitos quedan impunes. Y encima, los que aplican la ley han de sentir algo muy parecido al desaliento, viendo a nuestro Presidente repartiendo absoluciones. De un policía de banqueta a un detective investigador; de un ministerio público a un Fiscal… ¿cómo se sentirán al ver que, lejos de vigilar, averiguar y presentar probables responsables ante la ley, se les reparte dinero?… frustración, es lo menos.

 

La intención del Presidente es buena, ¡qué duda cabe!, pero el que paga impuestos alza las cejas: ¿para eso es mi dinero?… ¿para que los ladrones vivan rascándose la panza prometiendo ya no robar?… pero el policía que diario se juega la vida en la calle, se echa para atrás y piensa: ¿para eso arriesgo la vida… para que resulte que los malandrines son víctimas del neoliberalismo?… mejor dejo la chamba y que me den los siete u ocho mil, que es casi su sueldo de ahora.

 

Queremos todos los que no estamos locos que nuestro Presidente haga un muy buen papel, pero ya va siendo hora de que los de su gabinete y sus cercanos, le digan que no, que no es por ahí. Entiende, no es tonto, nomás no le den por su lado.

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