Héctor Estrada
Cada vez son más las que inundan las calles el 8 de marzo y sus consignas retumban con mayor fuerza en los muros institucionales. Y es que, el Estado les ha fallado sistemáticamente. Todos los días las siguen asesinando, utilizando electoralmente, discriminando en el trabajo y muchas de sus muertes siguen en la impunidad. Por eso marchan con sentido de protesta radical, porque todavía queda mucho para hacer del Día Internacional de la Mujer, al menos en México, y especialmente en Chiapas, un día de simple conmemoración.
Es imposible no cimbrarse hasta las entrañas al verlas gritar y cantar por las víctimas de la violencia de género. Porque no es para menos. Pese a las promesas y los millonarios recursos para combatir la problemática, el 2022 se convirtió en uno de los años más violentos para las mujeres en entidades como Chiapas donde se registraron más de 40 feminicidios. Y el 2023 tampoco luce tan alentador, pues en lo que va del año ya se tienen contabilizados al menos cinco casos.
En México las instituciones que deberían garantizar políticas públicas, seguridad y justicia parecen haberse convertido en la antítesis de su vocación real para transformarse en garantes de impunidad. El combate a la violencia de género se ha quedado en los discursos durante años, en acuerdos o proyectos estériles sólo para acallar inconformidades de momento y en cuotas de género simuladas que nada tiene que ver con la verdadera lucha por espacios de poder.
El Estado ha sido cómplice y, aunque duela admitirlo, gran parte de la sociedad también. Hemos normalizado durante décadas la violencia que se ejerce contra las mujeres, hemos decidido ignorarla y muchas veces justificarla, hasta que el feminicidio llega, junto a una indignación tardía. Y lamentablemente lo seguimos haciendo así.
Han sido inútiles los protocolos de actuación o programas de Alerta de Violencia de Género, si al final de cuentas los propios ministerios públicos o jueces terminan propiciando la liberación de los feminicidas. De poco han servido los compromisos, homenajes o placas conmemorativas, si en el fondo las instituciones responsables de protegerlas continúan dejándolas como “carne de cañón” sin responder a sus denuncias o llamadas de auxilio.
Se siguen utilizando los recursos públicos destinados a ellas para fines electorales, mientras los presupuestos de atención a la violencia de género terminan en repartos discrecionales de acciones simuladas. En entidades como Chiapas sus derechos sexuales y reproductivos continúan sin ser reconocidos, siguen siendo víctimas sistemáticas de los usos y costumbres en las comunidades indígenas, y (en la mayoría de los casos) su papel en la política local permanece limitado a su función como elementos de “comparsa política” o de simple cumplimiento a las cuotas.
Y es que, en nuestro país la violencia de género está incrustada en los más altos niveles. Porque no importa qué partido político esté en el poder; al final de cuentas el problema sigue sin ser enfrentado con determinación real. Por eso, que bueno que cada vez sean más las que se movilicen, que cada vez sean más las que exijan y que la indignación siga creciendo en las calles, sacudiendo a México cada 8 de marzo o cuando sea necesario.
Porque, ¿De qué otra forma exigirle ya a un Estado que ha mostrado tantas veces ser sordo, ineficaz e indiferente ante una situación que las está matando con mayor frecuencia? Las respuestas no parecen tan sencillas, sobre todo en México donde gritar y llorar por seguridad y justicia ya no conmueve o mueve en los más mínimo a los responsables de hacer que las cosas cambien de fondo… así las cosas.