Juan Carlos Cal y Mayor
Durante décadas, el nombre de Augusto Pinochet ha funcionado como una palabra maldita. No como una categoría histórica que deba analizarse, sino como un insulto automático, un atajo moral que clausura cualquier discusión. Basta mencionarlo para que el debate termine. Pinochet no se explica: se condena. Y punto.
Pero la historia, cuando se la toma en serio, no funciona así. La historia no absuelve ni sataniza por consigna; compara, contextualiza y mide con el mismo criterio. Y es ahí donde el mito empieza a resquebrajarse.
RUPTURA Y CONTEXTO: DOS QUIEBRES, NO UNO
Salvador Allende no llegó al poder con una mayoría legitimada en las urnas. Obtuvo apenas poco más de un tercio del voto popular y fue investido presidente mediante acuerdos políticos en el Congreso, no por un mandato mayoritario claro. Eso, en sí mismo, era constitucional. El problema vino después.
Ya en el ejercicio del poder, el gobierno de la Unidad Popular comenzó a vaciar de contenido el orden constitucional desde dentro: expropiaciones al margen de la ley, desconocimiento de fallos judiciales, presión sistemática sobre otros poderes del Estado, uso político de sindicatos y milicias, y una estrategia declarada de avanzar hacia un modelo socialista sin respaldo electoral suficiente.
No fue un golpe clásico con tanques en la calle. Fue algo más peligroso: un golpe de Estado de facto, progresivo, desde el poder, que rompió el equilibrio institucional sin necesidad de disolver formalmente la Constitución. El propio Congreso chileno declaró que el gobierno había incurrido en graves infracciones al orden constitucional. Chile ya estaba quebrado antes del 11 de septiembre de 1973.
El golpe militar no cayó sobre una democracia estable, sino sobre un Estado ya desbordado, con polarización extrema, colapso económico y presencia real de organizaciones armadas de izquierda, algunas financiadas y entrenadas desde el exterior. Reconocer ese contexto no justifica lo que vino después, pero sí desmonta la narrativa infantil del mal absoluto surgido de la nada.
REPRESIÓN, SÍ… PERO NO EL RELATO SIMPLISTA
La dictadura de Pinochet cometió violaciones graves y probadas a los derechos humanos. Eso está documentado y debe seguir siéndolo. Fue un régimen autoritario que persiguió, torturó y mató. Negarlo sería indecente.
Pero también es cierto que la represión fue concentrada en el tiempo, no permanente ni hereditaria, y que no se transformó en un sistema totalitario de partido único. Más aún: el propio régimen abrió —por presión interna y externa— un camino institucional de salida, convocó un plebiscito, lo perdió y entregó el poder.
La izquierda no solo participó en las primeras elecciones libres tras la dictadura: las ganó. Eso no borra los crímenes, pero sí marca una diferencia histórica sustantiva frente a regímenes que jamás aceptan irse.
LAS CIFRAS QUE NO SE QUIEREN COMPARAR
En números, la asimetría del relato es aún más evidente. La dictadura de Augusto Pinochet dejó alrededor de 3,200 muertos y desaparecidos, según las propias comisiones oficiales del Estado chileno. El régimen de Fidel Castro, en cambio, acumula entre 15,000 y 20,000 víctimas mortales, de acuerdo con estimaciones conservadoras de historiadores y organizaciones de derechos humanos: fusilamientos, muertes en prisión y miles de cubanos que perdieron la vida al intentar huir del país.
Pinochet concentró la violencia en diecisiete años; Castro la extendió durante más de seis décadas. Sin embargo, uno es presentado como encarnación del mal absoluto y el otro como una figura “compleja”, rodeada de atenuantes históricos. Ahí no hay rigor: hay hipocresía intelectual.
LA BATALLA DEL RELATO
Esa hipocresía no es accidental. Es el resultado de una batalla cultural que la izquierda ganó durante décadas. Pinochet quedó asociado al anticomunismo y a Estados Unidos. Castro, en cambio, fue envuelto en la épica revolucionaria, pese a gobernar más de sesenta años sin elecciones libres, con partido único, censura total y presos políticos hasta hoy.
A uno se le niega cualquier contexto. Al otro se le concede todo. Eso no es historia: es militancia retrospectiva.
KAST, EL FANTASMA Y LA CORTINA DE HUMO
Este sesgo explica algo muy actual: por qué se acusa a José Antonio Kast de “pinochetista”, aunque no haya propuesto suspender elecciones, eliminar partidos ni instaurar una dictadura. Basta con invocar el fantasma para deslegitimarlo.
Mientras tanto, nadie exige al Partido Comunista de Chile que rinda cuentas por su adhesión histórica —y en muchos casos vigente— a la dictadura cubana, una de las más longevas y represivas del continente. Nadie los fustiga por defender regímenes sin prensa libre, sin alternancia y con presos políticos hoy, no en 1973.
La paradoja es brutal: a la derecha se le exige renegar de un pasado que ya no existe; a la izquierda se le perdona un pasado que sigue vivo.
NO HAY DICTADURAS BUENAS NI MALAS
La conclusión es incómoda para todos los bandos: no existen dictaduras buenas y dictaduras malas. Existen dictaduras. Todas implican concentración del poder, suspensión de libertades, represión del disenso y negación del individuo frente al Estado. Algunas matan más y otras matan menos; algunas duran años y otras generaciones; algunas se van y otras se enquistan. Pero ninguna es moralmente defendible.
Cuando se empieza a justificar una dictadura por sus intenciones, por su retórica o por sus supuestos logros económicos, ya no se está defendiendo la democracia, sino el propio prejuicio ideológico. La libertad no admite adjetivos ni excepciones. Y los derechos humanos no dependen del color político del régimen que los viola.
La verdadera hipocresía intelectual consiste en condenar unas dictaduras mientras se disculpan otras. La única postura coherente es condenarlas todas, sin poesía revolucionaria ni indulgencia selectiva. Porque cuando el poder no acepta límites, siempre termina creyendo que la vida ajena es negociable.