1. Home
  2. Columnas
  3. Perro negro y callejero

Perro negro y callejero

Perro negro y callejero
0

Carlos Perola Chandomí

La sentencia que no termina: el país frente al abismo de las revisiones infinitas…

Yo soy el perro negro callejero que todos esquivan, pero que nadie engaña. Camino entre los escombros de las leyes como quien recorre un barrio viejo al que le cambiaron las cerraduras sin avisar. Y mientras ustedes duermen, yo he visto cómo el artículo 105 y el 107 se fueron levantando como muros que separan al poder del pueblo; cómo en la Ley de Amparo, los artículos 129 y 148 apagaron la última vela que albergaba esperanza para los de a pie; cómo el Estado, gigante sembrado en soberbia, ahora tiene incluso el descaro de pedir amparo contra sus propios gobernados.

Yo, perro que huele antes de ver y escucha antes de entender, también sentí el agua cambiar de dueño cuando la Ley de Aguas Nacionales le arrebató a estados y municipios la autonomía de sus ríos. Y ahora que las sombras se hacen largas, escucho pasos nuevos, pesados, peligrosos: la idea insensata de revivir muertos jurídicos, de abrir tumbas donde dormían sentencias ya firmes.

Les hablo como animal de calle que conoce el temblor previo a la tormenta: cuando un país desentierra lo ya juzgado, lo que vuelve no es justicia… es un fantasma que tarde o temprano muerde a todos.

En estos tiempos, donde cada verdad parece negociable y cada certeza se deshace en las manos, surge la tentación de volver al pasado y abrir los veredictos ya pronunciados, como si la historia pudiera reescribirse a fuerza de sospechas. La propuesta es seductora: revisar lo juzgado, iluminar lo oscuro, corregir lo injusto. Pero detrás del velo de lo “noble”, se esconde el riesgo antiguo y terrible: destruir el único refugio que nos queda frente al caos —la certeza de lo ya decidido.

La cosa juzgada, ese muro frágil que separa a la justicia del desierto, empieza a resquebrajarse. Y los dedos que empujan la grieta creen que derriban una muralla para liberar la luz; no ven que detrás no hay claridad, sino un abismo.

El tiempo no vuelve, pero algunos quieren obligarlo

La justicia tiene sus relojes.

Cuando la ley dice “es ahora”, quiere decir ahora —no dentro de diez años, no cuando convenga, no cuando un nuevo viento político invente nuevas certezas.

Por eso existen los plazos, las formas, los recursos.

Por eso la nulidad debe reclamarse con evidencia, con rigor, con urgencia.

Pero hay quienes sueñan con forzar al tiempo a desandar lo andado.

Quieren que los expedientes se abran como viejos cofres, una y otra vez, hasta encontrar —o fabricar— la pieza que no encontraron antes.

No buscan justicia: buscan un final que les acomode.

El carrusel: la justicia hecha rueda que gira sin destino

Si el país se aventura a permitir revisiones sin límite, lo que nos espera no es la verdad sino el vértigo.

Imagina un carrusel que nunca se detiene.

Imagina sentencias que no terminan, derechos que se suspenden en el aire, decisiones que se derriten con cada nuevo argumento presentado al amanecer.

¿Quién bordará el hilo que decide qué se reabre y qué no?

¿El juez fatigado?

¿El funcionario temeroso?

¿El político que busca un botín?

¿O la sombra anónima de una sospecha que no prueba nada, pero exige todo?

Cuando la justicia se vuelve rueda, deja de ser justicia.

Gira, gira, gira…

Y al final nadie sabe dónde comenzó ni dónde termina.

Las suposiciones toman el lugar de las pruebas

En los tiempos de incertidumbre, la sospecha cobra valor de sentencia.

Una duda basta para desenterrar un expediente.

Una versión basta para cuestionar un derecho.

Un rumor basta para derribar lo que ayer era firme.

Las suposiciones son cómodas: no exigen pruebas, no exigen rigor, no exigen responsabilidad.

Solo exigen una puerta abierta.

Pero abrirla es dejar entrar al fantasma que nunca se irá:

el fantasma de la incertidumbre permanente, ese que susurra que nada es definitivo, que todo está sujeto a revisión, que la justicia es una hoja suelta en una tormenta.

Lo que ya fue decidido es un ancla —y quieren soltarla

Un país sin cosa juzgada es un barco sin ancla.

Se mueve al capricho de las mareas; se estrella donde no quiere; flota sin rumbo.

Los derechos adquiridos se vuelven humo.

Las inversiones se vuelven promesas rotas.

Las personas dejan de confiar en la palabra escrita por un juez, porque mañana puede ser borrada por otro.

Y cuando la ley deja de ser suelo, se convierte en trampa:

nunca sabes si estás parado sobre roca o sobre arena.

La justicia no necesita infinitos: necesita finales

La justicia exige valentía para decir “hasta aquí”.

Porque donde no hay final, no hay juicio; hay eterno retorno.

Cada sentencia debe tener un cierre para que la vida pueda continuar.

Sí, hay errores.

Sí, hay fraudes.

Sí, hay sombras que deben combatirse.

Pero el combate tiene reglas: se reclama en su momento, se prueba con luz, se lucha en el tiempo correcto.

Destruir los límites no es un acto de justicia: es una renuncia a toda justicia posible.

El país está frente a un espejo

Lo que está en juego no es solo un procedimiento: es la noción misma de certeza.

Reabrir indefinidamente el pasado es condenarnos a vivir atrapados en él.

Volver infinito lo que debe ser finito es abrir la puerta a los abusos que decimos querer evitar.

Y detrás de ese impulso disfrazado de virtud, late una verdad incómoda:

algunos no quieren reparar injusticias;

quieren domesticar la justicia.

Al final, lo que está en juego no es un trámite ni una ocurrencia legislativa disfrazada de modernización jurídica. Lo que se juega es la dignidad misma del juicio, ese frágil pacto social que sostiene la idea de que la verdad puede encontrarse, aunque sea entre sombras, y que la justicia —cuando llega— debe ser firme como una piedra que nadie puede volver arena con solo soplarla.

La justicia puede ser lenta, torpe, humana. Pero sin cosa juzgada, simplemente deja de ser justicia. Y un país que renuncia a ella se condena a vagar, eternamente, entre veredictos rotos y esperanzas sin suelo.

Y que lo escuchen bien quienes hoy se sienten iluminados, quienes creen que desde un escritorio alto pueden desbaratar décadas de certeza jurídica con la ligereza de quien sopla una vela. Hay mentes que confunden poder con sabiduría, y creen que la justicia es un tablero donde pueden reiniciar la partida cada vez que su doctrina, su ego o su obsesión lo demande.

A esa voz que insiste en que las sentencias deben reabrirse como puertas desvencijadas, habría que recordarle algo simple: la justicia no es un experimento personal ni un laboratorio ideológico. Las leyes no son juguetes para que alguien las estire, las tuerza o las rompa al ritmo de sus delirios de pureza institucional.

Porque sí, hay quienes hablan de “corregir” el pasado, pero lo que realmente buscan es someterlo. Hay quienes predican transparencia, pero lo que quieren es control. Y hay quienes disfrazan su cruzada como una reforma moral, cuando en realidad es una demolición disfrazada.

No diré nombres. No es necesario. Cada quien sabe perfectamente a quién le queda este traje: a quien ha convertido el discurso de la justicia en una cruzada personal, a quien cree que la Corte es un púlpito y no un tribunal, a quien pretende abrir expedientes como si la ley fuera plastilina y el país un experimento de fin de semana.

Pero que quede claro: si la cosa juzgada cae, cae también el último muro que nos separa del abuso. Y quienes hoy juegan con esa idea deberían entender que no están proponiendo una reforma: están encendiendo una mecha. Una mecha que, si se prende, no ilumina: explota.

LEAVE YOUR COMMENT

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *