Sr. López
Ayer se conmemoró el 176 aniversario de algo que no pasó en 1847, pero no hay Presidente que se respete que no lo celebre.
Fue Porfirio Díaz el que estableció en 1881 la celebración oficial del sacrificio de los héroes defensores del Castillo de Chapultepec, que no es castillo sino una casota horrorosa, con chiflones helados, que quisieron adecentar Max y Carlotita parchándola con neorrománico popular alemán y neoclásico parisino, quedando el pastel de piedra que nada más de tanto verlo, ahora ya lo vemos bonito.
Lo que no pasó fue el sacrificio de seis niños enfrentando a miles de soldados yanquis. La cosa fue durante la guerra de los EUA contra México cuando ya habían iban llegando a la Ciudad de México, las 10 mil tropas invasoras al mando del general Winfield Scott (que luego llegaron).
Sucedió que don Scott el 8 de septiembre hizo un papelazo ordenando atacar Molino del Rey y Casa Mata, porque le habían ido con el chisme de que ahí había una fundición de cañones y un almacén de pólvora mexicanos y después de 800 muertos de sus tropas, ganó la batalla, sí, pero no encontró ni fundición ni cañones ni pólvora, lo que lo puso en ridículo con su ejército completo y para tapar semejante metida de pata, se inventó que era parte de su estrategia para tomar por asalto el ‘castillo’ (que era la sede entonces del Colegio Militar), pero para amacizar la cosa y no hacer fama de tontito, ordenó el día 12 de septiembre un intenso cañoneo al ‘castillo’, dejándolo fatal.
Estaban en el ‘castillo’ aguantando bombazos 300 soldados mexicanos entre los que había 50 alumnos del Colegio Militar (no seis); tenían tres cañoncitos y el general Santa Anna decidió no mandarles refuerzos precisamente por lo feo que estaba eso.
El mero día 13, al amanecer, el Scott ordenó el asalto al ‘castillo’ con 7 mil efectivos. Santa Anna se situó en donde ahora es la esquina de Chapultepec y Melchor Ocampo (prudente distancia), y mandó al tlaxcalteca coronel Felipe Santiago Xicoténcatl al frente de unos 400 hombres del batallón de Guardacostas de San Blas a echarles la mano a los que estaban aguantando caña en el ‘castillo’.
Las tropas yanquis atacaron y los mexicanos dieron la batalla de antemano perdida, hay que reconocer (aunque los registros oficiales hacen constar que hubo no pocos que desertaron, hay de todo en esos trances). Pero Xicoténcatl y su batallón, se batieron como los bravos y murieron casi todos. Para las diez de la mañana todo había terminado, cayó el ‘castillo’ (digo, 7 mil contra 700, tampoco es como para sorprenderse).
Consta en documentos en poder del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, que fue Xicoténcatl el que, en apego a lo que se hizo costumbre en esa guerra, escondió la bandera o se envolvió en ella, para seguir combatiendo sin peligro de que la tomara el enemigo, pero fue abatido y se llevaron la bandera (luego la regresaron, más de un siglo después -no en el sexenio de López Portillo, otro cuento-, sino en 1950, junto con la de Palacio Nacional y otras más que se robaron en la invasión y consideraban ‘trofeos de guerra’).
Lo de que Juan Escutia tomó la bandera, se envolvió y saltó por las ‘murallas del castillo’, es una bobería, vea usted alguna foto y comprenderá que se hubiera dado un batacazo en el cuerpo bajo del torreón, ‘Caballero Alto’ se llama, en que está desde 1842 el asta bandera.
Y que eran niños, bueno, no precisamente, no se inscribían niños en el Colegio Militar sino jovencitos de al menos 13 años. Francisco Márquez y Vicente Suárez tenían 13 ó 14; Agustín Melgar y Fernando Montes de Oca, 18; Juan de la Barrera, 19; y Juan Escutia, 20. Por cierto, Juan de la Barrera, no murió en la defensa del ‘castillo’, está documentado que cayó en un fortín en otra parte de la Ciudad de México. Da lo mismo.
Pero aceptemos que se oiría muy feo, los Jóvenes Héroes, niños cuaja y nos da un raro sentimiento de orgullo decir “perdimos pero con seis niños enfrentamos a 7 mil gringos”, sin ponernos a pensar en la birria de ejército que es el que permite semejante barbaridad. Por cierto, la prensa de la época hizo cera y pabilo del ejército y sus mandos por lo claramente absurdo de semejante sacrificio inútil por donde se mire; lo menos que se dijo de los generales del momento, fue que eran unos “oportunistas políticos antes que defensores de la patria”. Fue escándalo. En fin.
Fue el presidente Miguel Alemán el que tuvo la ocurrencia de hacer de esa derrota un cantar de gesta, ratificando la vocación de nuestros políticos a enaltecer desastres y más como este, que el ‘castillo’ no tenía ningún valor estratégico y mejor hubiera sido vaciarlo y concentrar las tropas en la defensa de la capital.
Don Alemán dispuso que se hiciera ese Altar de la Patria, inaugurado el 27 de septiembre de 1952, porque en 1947, durante unas excavaciones al pie del cerro de Chapultepec, se hallaron seis calaveras y sin ninguna averiguación, prueba documental, ni revisión científica, por sus purititos pantalones, Miguelito dijo que eran de los ‘Niños Héroes’, afirmación respaldada por algunos historiadores y distinguidos especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia… “estas calacas son de quien usted diga, señor-Presidente”, faltaba más… y al Altar de la Patria fueron a dar sin que se sepa a la fecha de quienes son esos cráneos.
En la sencilla pero sentida ceremonia de ayer, la novedad fue que el Presidente no invitó al Poder Judicial ni al Legislativo. Fue su fiesta.
Pero en su mañanera sí aclaró por qué no invitaba al Poder Judicial: “(…) no tenemos buenas relaciones (…) con el Poder Judicial porque se han dedicado a actuar en contra de la transformación, nosotros consideramos que están en contra del pueblo (…) son representantes de la oligarquía, de la minoría corrupta, rapaz, son como representantes de la delincuencia de cuello blanco y en algunos casos, también de la otra delincuencia, no todos, pero sí predominan”. ¡Zaz!… palabra presidencial.