Guillermo Ochoa-Montalvo
Querida Ana Karen, Mira, sucede que Olga nació de un teclaso —de máquina de escribir o de piano alemán, es lo mismo—, nació del juego culposo de dos; de una borrachera de los sentidos bajo la madrugada fría de la sierra del Soconusco con aroma a café y cacao recién preparado; nació de la simple urgencia de dos por sacarse las ganas; quiero decir, nació como nacen casi todos, de una explosión azarosa e impensada, producto de la casualidad; es decir, de un acto egoísta característico de los seres humanos que no se complican con la contingencia del futuro ni la razón del presente.
Nació de ese miedo a la soledad y el pánico a ser amada; de la mezcla de dos razas cuyo encuentro en los cafetales signó el mestizaje y el surgimiento de un nuevo apellido. Nació como descendiente de aquella oleada de migrantes alemanes quienes llegaron para hacer producir las tierras altas del Soconusco.
Por eso, Olga reflexiona al sentarse frente al porche de su casa de madera al empuñar una pluma para escribirle a su familia en ultramar de la cual guarda fiel recuerdo por fotografías viejas en blanco y negro o un sepia ya gastadas por el tiempo; dichoso acto que, al engendrar palabras, hace surgir ideas tan sorpresivas como las imágenes que encuentra a través de la ventana cada madrugada cuando al fin despierta de esa pesadilla llamada realidad. Farándula nocturna, caja de placeres desatados, incapaces de aflorar de díatemerosos a ser arrebatados por las buenas costumbres y las prístinas conciencias y sucumbir infaliblemente al hechizo de la felicidad que otorga la vida apacible en medio de los cafetales. Olga escribe para otros y para si misma.
Junto a una taza de café, ya frío de la espera, humedece sus recuerdos de gloria y en su mirada se refleja el secreto que guarda celosamente. Con un cigarrillo consumido al viento, se sienta a ver el paso de los pocos peones que ahora son menos porque el café ya no brinda el beneficio de los años de sus mejores recuerdos. Los senderos resbaladizos, por las lluvias de septiembre, le regresan a los tiempos de niña cuando su padre, un alemán alto de buen porte la cargaba a sus espaldas reconociendo los terrenos que un día ella heredaría. Su vista se pierde hacia el horizonte donde apunta la cima del Tacaná recordando las calles de un lluvioso y lejano mes de julio en las empedradas calles de Unión Juárez donde conquistadores e indios se mezclan sin reclamo ni rencores, tan sólo porque el tiempo apremia como para detenerse a pensar en enemigos y, desde ahí, recuerda como recobró para sus hijos, los apellidos alemanes por alianzas de familia dejando tras de sí la huella de quien le hizo temblar de joven. Silenciosa da vueltas en la habitación reconociendo libros, acariciando la idea de un nuevo amanecer cada vez más improbable a sus ochenta años.
Contempla cada una de las fotografías que decoran la sala de la vieja casa en esta finca otrora de esplendor y lujo. Ahí está su madre, morena y muy bajita, con la piel rojiza por el sol surcada con profundas arrugas y su cabellera intensamente negra, tan larga como ella misma en su corta estatura. A su lado, el caballero alemán elevándose a 190 centímetros del suelo rodeado de sus hijos y de Olga. Nunca supo de donde llegó su padre, si de Hamburgo como decían los nietos o de Guatemala como le platicaba su madre. El tiempo distorsiona la realidad y la historia se mezcla con la fantasía y el mito. Hermana de nueve varones y otra mujer; todos ellos, estudiaron en Alemania apenas cumplían los seis años de edad. Ahí están las fotografías de los primos y los administradores de la finca; están los libros del café, la herbolaria tropical y la fauna silvestre editados en Europa con elegantes pastas y finos grabados; ahí están los instrumentos de labranza y las reliquias de época que conservan el testimonio de un siglo de esperanzas y fortuna.
Como hoy, en este momento en que diluvia, se sienta a escribir para sí misma, se pierde con el paisaje brumoso que le ofrece el ventanal, fuma mientras reflexiona, danza de recuerdo en anécdota y a cada instante se siente caer en el vacío que configura y precede ese sentimiento que le dice que ya queda poco por hacer.
En ocasiones, Olga se siente como instrumento de su propia pluma, los movimientos alternados y sincronizados de su caligrafía me sorprenden; más cuando me permite leer y releer esas cartas sin destinatario que se acumulan cada día en el baúl de cedro.
No lo publicará, por supuesto; escribir para Olga es un ejercicio vital para recobrar el recuerdo del ayer, para mantener viva la ilusión de un mañana sin prisa; para dejar testimonio a sus bisnietos de lo que sus ojos vieron florecer en estas tierras prodigiosas.
La angustia es un sentimiento noble, creativo. No se puede vivir sin angustia, hacerlo es morir. La “gente feliz no tiene historia“, decía Simone de Beauvoir, simplemente porque evaden el acto de pensar y es precisamente el pensamiento quien nos conduce con mayor fuerza y brutalidad hacia la angustia. La angustia se hace prepotente, es un remolino de acontecimientos alarmantes, preciosas señales que merecen mucha atención, me dice Olga;y mientras diserta, se queda mirando hacia el laberinto de su propia existencia, extraño campo de múltiples entradas y salidas, tramposo juego de la vida, éste de atinar el camino adecuado. – ¿Sabes?, me dice Olga con sus ojos chispeantes de sabiduría, —hagamos lo que hagamos, siempre terminamos con la sensación de haber errado el camino o con esa intranquilidad e incertidumbre de que quizá el otro sendero era mejor. La angustia precede a la decisión y ésta a la equivocación. De equívoco en equívoco se construye la trama de la vida, es un interminable juego de acertijo donde cualquier decisión se vuelve errática al desgastarse con el tiempo; es una palabra mal pronunciada, un teclaso mal dado, identificado a destiempo que sólo podrá aceptarse en la fe de erratas al final de nuestras vidas.
Olga se sienta a escribir, se siente ella misma al escribir, se siente instrumento de la pluma, tejiendo y desbordando angustias; tratando de hilar inútilmente alguna idea coherente, definitoria, determinante. Como desear decir: “quiero estar sola para siempre y al mismo tiempo pensar en la familia”. Como decir: “no reconstruiría mi vida de tener oportunidad, y concluir, salvo que él hubiese regresado a ella en otro tiempo” Y me parece que miente.
-¿Qué has dejado pendiente?, le pregunto a Olga. Sus ojos azules como los de su padre se clavan en los míos y con su sonrisa de piel morena, me responde sin palabras. Dejó ir a alguien que siempre la ha habitado en su recuerdo, en lo íntimo de su pensamiento, en ese rincón donde se ocultan las emociones y las pasiones se sofocan.
Le digo a Olga, que los amores que no se concretan, se idealizan y por ello, se aprende a erotizar los amores “castos” y a “sublimar” los actos carnales. Olga aprendió a conducir el dolor al terreno de lo heroico como a encontrar en cada triunfo lo patético. Así le habla la ventana, que le devuelve la vista del pasado por donde atraviesa, invisible a mi vista, un mozo de piernas morenas, la desnudez de su torso, la embriaguez de un jornalero, el cansancio de los tapiscadores, la brumosidad de un paisaje melancólico, el paso lerdo de una anciana fatigada con la leña al hombro y el paso apresurado de una germana mexicana perseguida por su el intrépido mozo moreno. Son sus imágenes del pasado.
Mira, resulta que nací signada por el zodiaco, envuelta por el sol, en este pueblo que no olvida el paso del tiempo y desconoce los signos de la modernidad que tanto destroza paisajes y corrompe espíritus.
—Lo sé, -le digo, —sucede que pertenecemos al milenio de las tres pantallas, la del cine, la televisión y el ordenador y al paso acelerado del bulbo, el transistor y el microchip…
—Mi memoria da cuenta del torbellino cibernético en que vivimos; crecí sin sueños de amor, con temores a la entrega y con la horrenda pesadilla de morir mañana; de ahí la ansiedad y el arrebato continuo por hacer, por crear, por construir, por vivir, lo impulsiva sin reflexión y esta melancolía hecha mortaja por ceder a la convención de mis padres, a la renuncia de un hijo “bastardo”.
—¿Y qué sucedió?, -le pregunto.
—Mira, él era la vida…. y yo estaba ansiosa por vivirla. Entiéndeme de una vez. Mi vida fue un torbellino sin límite; construida, lo mismo, de imágenes que de realidades, de sueños que de pesadillas; de encuentros y desencuentros; de juegos y placeres; es el laberinto donde crece la angustia, donde se justifica el ansia por salir y se experimenta la sensación de muerte frente a cada pared; donde se recorren rostros y se develan cuerpos inermes; disfruto la compañía silente de mis amigos ausentes y me atosiga el ruido de las palabras necias; disfruto las caricias que se prodigan las parejas y la forma en que las abejas liban en la flor; envidio al viento cuando acaricia las hojas de un árbol y a las piedras que son inundadas por la corriente del río y en ese momento corro presurosa a escribirlo para fijarlo en la memoria al golpe de la tinta. Por eso es que me siento y me pienso mientras escribo estas cartas sin sentido, porque me parece que de cualquier manera, tú no las entenderás…. mira, ya no deseo que nadie las entienda, pero quisiera repetirlo: él era la vida…. y yo, yo estaba ansiosa por vivirla. Años más tarde, muchos años, más tarde, cuando lo reencontré, me dijo: No me sueltes de la mano. Y yo le respondí, no te alejes de la mía. Y te confieso, hoy como ayer, en su ausencia sigo asida de su mano como una cuestión de amor.