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Nostalgia de Tono Gallos / Ladera del Cañón del Sumidero

Nostalgia de Tono Gallos / Ladera del Cañón del Sumidero
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Carlos Román García

para Alejandro Molinari

Cada día es el último y todo instante es irrepetible. La imaginación y la fe han querido que creamos en la reencarnación, en la vida eterna o en la metempsicosis; el horror escatológico que experimentemos el deja vú, que recordemos vidas pasadas o que leamos en las entrañas de animales, en la mano, en cartas o bolas mágicas, las
posibilidades de un porvenir impredecible.

Una tarde de principios de los noventa del siglo XX, regresábamos de Chinkultik con Carlos Navarrete, Elsa Hernández, Martha Alaminos, Thomas Lee Jr., Andrés Fábregas Puig, José Luis Ruiz Abreu y quizá alguien más del grupo que rodeaba al gran Andrés en el Instituto Chiapaneco de Cultura. Con don Quique al volante transcurríamos la carretera hacia Comitán, la ciudad de las flores, cuando, unos kilómetros antes de la entrada, el antropólogo que inició en Chiapas los estudios sobre la formación histórica de la frontera sur, como años después sintetizaría Jan de Vos en una conferencia impartida en Villahermosa, alzó la voz y dijo: distinguido auriga, conduzca usted su combi hacia Tono Gallos, que la comitiva tiene hambre y sed de justicia.

Y hacia esa emblemática cantina, que por entonces no se usaba el eufemismo de botanero, arribamos minutos después a modo de digerir, con un inesperado y opíparo banquete, la amena, completa, exhaustiva y clara explicación que Navarrete había hecho de una de las zonas arqueológicas que ha trabajado en su larga y fructífera trayectoria en tierras chiapanecas, andasolo y arriero entre piedras y palabras.

Las clases magistrales de Andrés han tenido con frecuencia como escenario los lugares mejores para comer y beber en todos los rumbos que ha andado su curiosidad y penetrado su saber. Ante la mesa pletórica de viandas que sirvieron obsequiosos los meseros tras la petición unánime del grupo de la primera cerveza, alzó su vaso y dijo: honremos la buena disposición de Tono Gallos de dar la botana más abundante de Chiapas en la que están muchos de sus platillos más sabrosos. Anda, Carlitos, saca la tripa de mal año, me dijo repitiendo la frase con la que su padré, Andrés Fábregas Roca, me animaba a comer en su casa de El Retiro los platos que salían de la cocina de doña Carmita, mientras él bebía su Cinzano y Andrés el joven y yo tragos de Bacardí blanco.

Y eran hartos los platitos con porciones variadas, tantas, que mi memoria exigua los recuerda apenas. Por eso le pedí a mi amigo Alejandro Molinari, experto en las cosas de Comitán, que me hiciera una relación de la carta, para atraer, junto con el recuerdo de los sabores, los entreveros de la conversación con gente de ancho castellano y oralidad brillante.

Consomé de mollejas, pikles, carne rosada, lomo relleno, salpicón (quizá de venado alguna vez), patitas en vinagre, tostadas de betabel con zanahoria y repollo, quesillo, pellizcadas –que el mesero pasaba en una charola y pedía que cada comensal tomara una para comerla calientita–, palmito, costillas de puerco, carne adobada en tiras, frijoles charros, chorizo, longaniza, puerco en salsa verde, chicharrón de hebra, chicharrón de jabalí, que según el gran chef coleto César Aceves era mero chicharrón de cáscara o cascarita, frijoles con hule (refritos con quesillo), olla podrida, enchilada comiteca, menudo con tomate verde, butifarra, carne deshebrada, chicharrón en salsa verde, carne tártara, ubre, tripa, cecina, frijoles negros de la olla con epazote y queso fresco, y como complementos tazoncitos con salsa verde, salsa roja, chiles en vinagre (repollo, chiles, sal, azúcar y vinagre), totopos de Teopisca y crema.

No llegan a cien los platillos como afirmó en alguna entrevista Marco Aurelio Carballo, pero si son al menos treinta, más aquellos que sume el recuerdo de los lectores. Habría que reunir el recetario de cantinas de ese jaez, algunas que posiblemente incluyó Alfredo Palacios Espinosa en su libro reciente, como La mesa redonda, de Tapachula; Las escolleras de Chanoc, de San Cristóbal de Las Casas; El Pillo, de Chiapa de Corzo; El Cara fiera, de Villa Corzo; Cuna de bolos, de Salto de Agua; El Camarón, de Ocozocoautla, o el botanero Chamaco, del ejido Baja California, municipio de Jiquipilas. Hay materia para la literatura que ya ha registrado puntos como aquella cantina de Huixtla donde sucede “La última hora de Sebastián Constantino”, cuento de Rafael Bernal, o aquella otra de Tapachula donde bebió tequila algún personaje poético de León de Greiff, misma bebida que enaltece Álvaro Mutis en “Ponderación y signo del tequila”.

Tengo dos libros de cabecera que se pueden clasificar como apologías del milagro alcohólico: La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth, y Muerte y muerte de Quincas Berro Daguas, de Jorge Amado. Gargantúa y Pantagruel, los héroes culturales civilizatorios de Rabelais, fueron grandes bebedores como lo fueron entre nosotros escritores: José Revueltas –junto con sus hermanos artistas, Fermín, pintor precursor del muralismo, y Silvestre, músico–, Jaime Sabines, Enoch Cancino Casahonda y Joaquín Vásquez Aguilar.

Relaciones como la de las botanas de Tono Gallos, como la remembranza de la voz de Carlos Navarrete recitando la Rusticatio mexicana de Landívar; de Thomas Lee, rememorando su viaje sobre el Cañón del Sumidero, el segundo después de la expedición del grupo tuxtleco Pañuelo rojo; de Martha Alaminos, sobre las tierras labrantías en las laderas del dicho Cañón; de Elsa Hernández relatando la minuciosa y detallada lista del patrimonio arquitectónico de Chiapas en esa tarde irrepetible, porque ya no hay Tono Gallos.

Así, Tono, como el hipocorístico de Antonio en esas tierras y en Guatemala y Gallos. porque el dueño del establecimiento empezó vendiendo sus botanas en los palenques donde había peleas de gallos, costumbre atávica de Centroamérica que todavía se practica en Chiapas y Guatemala, una y otra pluma de la misma ala, como dijo el poeta coahuilense Manuel Múzquiz

Blanco. La Guatemala de Navarrete, quien es chapín universal, pues es chiapaneco y mexicano, además de pata’e chucho, que según él es atributo de sus coterráneos que entre otras hazañas caminaron desde allá hasta Arizona con sus Cristos negros.

Juan Carlos Gómez Aranda, otro entrañable amigo comiteco, me sugirió indagar de dónde había nacido la generosidad de Tono Gallos, pues el precio por el consumo per capita era muy razonable. Como muchas cosas que he aprendido de bienes libres, en archivos y bibliotecas, recuerdo un documento en el que el presidente Lázaro Cárdenas instruía al Departamento del Distrito Federal ordenar a los expendios de bebidas alcohólicas el acompañamiento del servicio con raciones de comida, dado que, no conformes con no llevar el gasto completo a sus casas, los borrachos no comían bien.

Aunque debo cotejar ese dato, es indudable que en esa época llegaron a México y a Chiapas refugiados españoles que fundaron vinaterías y cantinas: en Tuxtla Gutiérrez Las Américas, establecida por don Antonio Moya Gabarrón, quien combatió en la batalla de Barcelona, y ostentaba hasta su cierre la mayor antigüedad en este solar del trópico. En la Ciudad de México El lazo mercantil, La india, El gallo de oro y muchas más nacieron a ese amparo y bien pudo haber pasado que a la instrucción presidencial se sumó la costumbre peninsular de servir tapas como compañía de las bebidas, tal y cual lo hacía don Lindo Oliva, abuelo del poeta Óscar en El Ateneíto, la cantina favorita de Faustino Miranda, Andrés Fábregas Roca, Miguel Álvarez del Toro, Carlos Navarrete y los entonces jóvenes, en los años 50, Rosario Castellanos y Jaime Sabines. Carraca, pancita y un comiteco doble.

Asuntos tantos como los platos de Tono Gallos, de cuya memoria se encargará el tiempo como ya lo hizo con su existencia.

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