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Nomofobia, mi amor / Sarcasmo y café

Nomofobia, mi amor / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

Se llama nomofobia. No, no es el nombre de una banda de metal experimental ni una nueva cepa de COVID. Es el miedo irracional a estar sin el celular. Así como suena: pánico real, ansiedad palpable, taquicardia existencial cuando el dispositivo no está al alcance de la mano, del bolsillo o, peor aún, del alma. Dicen que es una condición psicológica emergente. Yo digo que es una pandemia silenciosa que hace tiempo nos infectó sin que nos diéramos cuenta.

Vivimos en la era de la inmediatez, donde el apocalipsis podría ocurrir, pero si no vibra en WhatsApp, no existe. Hemos evolucionado desde el fuego, la rueda y la penicilina… hasta llegar al último gran invento de la civilización moderna: mirar fijamente una pantalla de cinco pulgadas mientras finges escuchar a alguien que te habla en la vida real. Magistral.

Uno pensaría que con tanto acceso a la información estaríamos más conectados que nunca. ¡Y lo estamos! Conectados, enchufados, atrapados; amarrados con esposas de vidrio a una prisión iluminada donde cada “like” es una dosis pequeña de dopamina y cada “visto” sin respuesta es un microinfarto emocional.

El teléfono móvil ya no es un aparato; es un órgano vital. Si antes existían pulmones, hígado y corazón, hoy hay que sumar el iPhone como parte del sistema nervioso central. Quitárselo a alguien es, en muchos casos, un atentado contra su salud emocional, su identidad digital y su (supuesto) derecho humano a revisar Instagram en medio de una cena. Porque claro, ¿quién necesita mirar a los ojos cuando puede mirar una historia de alguien desayunando una tostada en Bali?

Lo fascinante es que muchos de estos adoradores del celular juran que “sí te estoy escuchando”, mientras deslizan el dedo como DJ epiléptico entre TikToks. Una coreografía de desinterés que convierte cualquier conversación humana en un monólogo digno de museo: se observa, pero no se interactúa.

Hablemos con claridad: el celular no es el problema. Tú lo eres. Bueno, tú y tus 317 notificaciones diarias que has decidido, con admirable disciplina, no ignorar ni en el funeral de tu abuela. Porque claro, cómo vas a perderte la oportunidad de reaccionar con un emojia una historia de alguien que ni sabes por qué sigues.

Y mientras tanto, frente a ti, alguien que respira, siente y ¡qué osadía! intenta hablarte. Qué falta de respeto hacia tu agenda digital, ¿no?

Tu pareja, tus amigos, tu madre, tus hijos todos están ahí, tratando de recordar cómo era cuando tú realmente los mirabas, no como quien espera a que el otro termine de hablar para volver al celular, sino como quien está presente.

Pero no te preocupes, no están enojados. Están resignados. Aprendieron que competir con tu pantalla es como competir con un político en campaña: mucho ruido, pocas respuestas.

Lo más glorioso del adicto al celular moderno es su capacidad para ignorarte con elegancia. No lo hace bruscamente. No dice: “No me interesa tu vida.” No, sería muy directo, muy grosero. En cambio, te mira a ratos, asiente mecánicamente, suelta un “¡qué fuerte!” genérico y regresa a su scroll infinito. Es un desprecio revestido de cortesía. Un abandono con cobertura 5G.

Y qué hay del romance moderno: dos personas, tres dispositivos, cero contacto visual. Si el amor antes se medía en cartas, ahora se mide en tiktoks compartidos y mensajes no dejados en visto, ¿Por qué cómo no va a contestar los 50 mensajes que le han llegado en los últimos minutos? Pero tú, romántico empedernido, te aferras a la absurda esperanza de una cena sin notificaciones, sin miradas a ese aparatito. Pobrecito.

Imagínate esta escena, que no es tan imaginaria: estás en una cita con tu pareja. Has planeado todo. Velas, música suave, una mesa con vista, quizás incluso te bañaste (todo un gesto de amor en estos tiempos). Te sientas, sonríes, tomas su mano… y ella (o él, o elle) la retira sutilmente para poder deslizar mejor el dedo por la pantalla. Romántico, ¿no?

Lo miras y lo ves ahí, con una expresión de éxtasis apenas disimulada, completamente absorto, sonriendo a una pantalla con más amor del que te ha dedicado en semanas. ¿Qué estará viendo? ¿Una receta? ¿Una foto de un gato? ¿Una conversación con su ex? ¿O con esa amiga que moriría si no le responde? No importa, lo esencial es que no eres tú.

Y tú ahí, frente a frente, viendo cómo el amor de tu vida le da “me gusta” a un video de una señora bailando con una aspiradora mientras tú te preguntas si acaso podrías competir con el algoritmo. El algoritmo sí lo entiende. El algoritmo no le pide atención ni lo interrumpe para hablar de sus emociones. El algoritmo no hace ruido al comer.

Incluso te has planteado cosas como: ¿Y si me pongo un código QR en la frente? ¿Y si le hablo por WhatsApp desde el otro lado de la mesa? Nada funciona.

Pero lo más hermoso de todo es cuando te dice, sin una pizca de ironía, “No estoy en el celular, estoy contigo.”


Y sí, está contigo… pero de una manera tan virtual que ya ni los momentos íntimos se salvan. El cigarro post-sexo murió sin gloria. Lo reemplazó el brillo azul del celular, ese nuevo rito íntimo donde, en vez de compartir el humo de un cigarrillo, se comparte el WiFi. Nadie dice nada. Solo deslizan, como si el cuerpo del otro ya no fuera urgente, solo una pausa entre notificaciones.

Así que sí, sigamos negándolo: “No soy adicto, solo reviso por si acaso”, “Es que tengo que contestar por trabajo, a la vecina, a la amiga, a la familia, al valet parking”, y además, ver por décima ocasión la historia de la influencer promocionando colágeno.

Mientras tanto, el mundo real, ese lleno de personas con sentimientos y ojos que no se pueden deslizar hacia arriba para pasar de nivel, sigue ahí, esperándote. Pero tú sigues “presente”… presente, sí, como un holograma, brillas, pero no tocas nada.

Y aun así, juras que puedes desconectarte cuando quieras. Aunque duermas con el celular en la mano, reproduciendo videos eternos, solo para no escuchar el silencio.

Tal vez es hora de apagar la pantalla, aunque sea por diez minutos. O por cinco. O por uno. Lo que aguantes sin convulsionar. Tal vez puedas redescubrir el milagro de una conversación incómoda, de un silencio compartido, de mirar un rostro en vez de un fondo de pantalla.

Y si todo falla… al menos ten la decencia de avisarle a la persona que te acompaña que no está cenando contigo, sino con una notificación permanente.

No es falta de amor. Es falta de batería emocional.

Pero bueno, tú tranquilo. Seguro después de leer esto vas a cerrar el celular, mirar alrededor como si de pronto recordaras que hay vida más allá de la pantalla, y decirte a ti mismo, con alivio fingido: “Yo no soy así.”

Y justo en ese momento, sin pensarlo, desbloquearás el celular… para revisar si alguien te respondió algo. No lo hicieron. Estaban ocupados, ignorando a alguien más. Igual que tú.

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