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No entienden razones / La Feria

No entienden razones / La Feria
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Sr. López

 

Tía Úrsula estuvo casada 47 años con su marido (claro). Tuvieron siete hijos (tres nenas y cuatro nenes). Fue tan infeliz con su esposo que cuando enviudó, no se presentó al funeral. Una vez este imprudente López le preguntó por qué siguió con ese matrimonio tan malavenido, tan evidentemente desgraciado, y dijo que por los hijos, porque los siete adoraban a su señor padre y las veces que se quiso separar, los siete hacían tragedia y le decían que no podía tener razón, si eran nueve y solo ella no estaba contenta: -Y ya ves, por tonta… -bueno, no tonta, democrática.

 

Medir, pesar, contar, es elemental, necesario, indispensable. Pero algo extraño pasa en el planeta. De unos pocos decenios para acá (o años), pareciera que mediante encuestas se determina qué es bueno o qué es malo. Para decirlo con menor imprecisión: mediante encuestas se informa cómo percibe la gente qué tan bien o que tan mal está algo, alguien. También se hacen encuestas para determinar qué tan probable es que alguien gane o pierda la elección a un cargo público (desde 1824, no vaya usted a pensar que eso también es novedad). Las encuestas ya son parte de la vida diaria (al menos de la vida urbana, en las ciudades).

 

Dejando de lado qué tan bien hecha esté una encuesta y suponiendo que se elaboró con el mayor rigor técnico y buena fe, para lo único que no sirve es para determinar la verdad de nada, ni su valor moral ni ético (que no es lo mismo). Sirven las encuestas para determinar el color que más ayudará a vender un chicle o un coche, para tratar de acertar por quién votará la gente, para saber si está o no contenta con algo, ya sea con la selección de futbol, el Papa o su gobernante, y poco más, pero para lo verdaderamente importante, las encuestas no sirven, no importan.

 

Para explicar el asunto le recuerdo algo de la vida real: en septiembre de 1936 un político europeo quería cambiar a su gusto las leyes de su país y que la gente decidiera si le daban o no la facultad de ser solo él quien determinara qué era legal y que no era legal. Convocó a un plebiscito parlamentario; participó el 99% y le dieron el “SÍ” el 98.9%… ¿así o más legal?… ¿así o más democrática la cosa?… bueno, el señor ese se llamaba Adolf Hitler… y ya sabe usted qué pasó después. Lo que es más, no solo en Alemania el Fito Hitler las traía con él, afirma el historiador británico Ian Kershaw que entre “1933 y 1940 Hitler se convirtió en el jefe de Estado más popular del mundo” (este “gentleman” Kershaw, es autor de la más monumental biografía sobre el Hitler y de otro libro que se le recomienda vivamente: “Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949”, de la editorial Crítica). Como sea: está fuera de duda la inmensa popularidad de que gozó Hitler cuando menos hasta mediados de 1942, cuando ya no parecía tan seguro que ganarían la guerra. ¿Y?

 

Sin embargo, a pesar de los pesares, a los políticos actuales (salvo excepción que desconoce este menda), las encuestas de popularidad les importan mucho (las que pronostican resultados electorales, no tanto, porque las mandan a hacer ellos… a veces). Y la verdad es que les deberían dar la misma importancia que al método reproductivo de las cucarachas. Cero interés.

 

El México de hoy tiene un Presidente indiscutiblemente legal. Ganó contra toda esperanza la elección y ganó arrolladoramente. Es más, su popularidad crece y crece (ya sea el 86% del que hablan algunas encuestas o el 67% que determina la más reciente que realizó Consulta Mitofsky).

 

Está muy bien. Mucho del descontento generalizado tiene en él una válvula de escape, pero para el futuro inmediato de la nación, eso no parece ser suficiente ni solución de largo plazo. Lo real es que el Presidente tiene a México en un puño, la gente, la mayoría de la gente, le tiene más fe que a la penicilina: domina al país. ¿Y?

 

El multicitado Max Weber (1864-1920), autor de textos muy importantes sobre  sociología de la religión y el gobierno, hablaba de tres tipos de dominación: 1. La de carácter racional: fundada en la legalidad y los derechos de mando de los facultados por esas normas a ejercer la autoridad (autoridad legal). 2. La de  carácter tradicional: fundada en las sagradas tradiciones que la gente asume como muy antiguas  y en la legitimidad de los señalados por esa tradición para ejercerla (autoridad tradicional). 3. La de carácter carismático: que descansa en la entrega extraordinaria, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las disposiciones y mandatos por creados por esa persona (autoridad carismática), que suele ser imbatible, mientras dura.

 

En el primer caso (dominio racional), la autoridad legal y se sujeta a lo que la ley manda. En el segundo caso, la autoridad tradicional, se obedece a la persona designada por la tradición quien a su vez, se sujeta a lo dispuesto por lo consuetudinario, por “lo que se acostumbra”. En el tercer caso (la autoridad carismática), quien ejerce la autoridad se transforma en caudillo en el que la gente, la mayoría de la gente, alguna mayoría de la gente, confía por su propio “carisma”, ese algo que no se sabe qué es, un algo como mágico que tiene la personalidad de alguien que se vuelve líder, guía, jefe, al que sigue la gente con fe absoluta. A este tercer tipo de autoridad, la popularidad le es esencial… o deja de ser caudillo.

 

Es problema con la autoridad carismática, es triple: la ley no es su límite, la costumbre queda bajo su criterio y mantendrá el carisma, ese “algo” que hace que la gente crea en él, por los resultados de sus actos… o por lo bien que aparente obtenerlos.

 

Un Presidente no está en un concurso de popularidad, un caudillo sí, pues sin popularidad   deja de ser lo único que es.

 

Nuestro Presidente sabrá sortear todos los problemas internos que se le presenten, es su mero mole, pero su mayor obstáculo está en lo externo. Ya topó con eso y hace como que no se da cuenta: dependemos casi del todo del capital global internacional y esos son  como Gabino Barrera, no entienden razones.

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