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Morir esperando / A Estribor

Morir esperando / A Estribor
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Juan Carlos Cal y Mayor

Más allá de la falta de equipos, camas o medicamentos —que ya de por sí es grave— uno de los mayores defectos de la salud pública es la indiferencia. La deshumanización cotidiana de médicos y enfermeras que olvidaron, o nunca entendieron, que frente a ellos no hay expedientes ni estadísticas, sino personas atravesadas por el dolor, el miedo y la pesadumbre.

EL MONOPOLIO DEL ESTADO Y LA MEDIOCRIDAD NORMALIZADA

En muchos países donde el Estado asumió y monopolizó la obligación de brindar servicios de salud como en México y buena parte de América Latina, el problema no es solo presupuestal. Es cultural. Cuando no hay competencia, cuando el paciente no puede elegir y el sistema no teme fallar, la mediocridad se institucionaliza y el maltrato se vuelve rutina.

SIN GENERALIZAR, PERO SIN NEGAR LA REALIDAD

No se trata de generalizar ni de descalificar en bloque. Hay, sin duda, médicos y enfermeras profundamente humanistas, profesionales ejemplares que hacen de su vocación un acto diario de dignidad y entrega. El problema es otro: la queja persistente y la resignación acumulada de quienes no corrieron con esa suerte. Cuando miles de testimonios se repiten con patrones similares, no estamos ante excepciones, sino ante una falla estructural tolerada.

QUEJAS QUE NO SON AISLADAS

No son pocas las denuncias sobre la atención deshumanizada en hospitales públicos. Historias de personas que no fueron atendidas a tiempo y fallecieron esperando, o de mujeres que pasaron horas en labor de parto sin recibir atención médica, forman parte de un relato que se repite con demasiada frecuencia como para ser ignorado. No se trata de anécdotas sueltas, sino de síntomas de un sistema que perdió de vista su razón de ser.

EL CONTRASTE QUE DEJA SIN ESCAPATORIA

El contraste es evidente cuando se observa lo que ocurre en los hospitales privados. Ahí, por lo general, la atención es eficiente, cercana y humana. El paciente es escuchado, acompañado y tratado con respeto. El problema es que esa calidad tiene un precio que la enorme mayoría de la población no puede pagar.
De ahí que el ciudadano quede atrapado. Por un lado, un sistema público que monopoliza la atención y normaliza el maltrato; por el otro, un sistema privado eficaz, pero inaccesible. No hay escapatoria: o se soporta la indiferencia, o se asume una ruina económica.

LA EXPERIENCIA QUE TODOS CONOCEMOS

No es ninguna novedad. Todos la hemos vivido: la mirada ausente, el gesto seco, la orden lanzada como reproche, el “espere” eterno mientras el enfermo se encoge en una silla de plástico. La enfermedad duele, pero el desprecio duele más. Y ese desprecio se normaliza bajo la coartada de que “no hay recursos” o “así funciona el sistema”.

DEL DIAGNÓSTICO A LA ACCIÓN

Si el Estado va a monopolizar la prestación de servicios de salud, entonces también debe asumir plenamente su responsabilidad. Eso implica establecer mecanismos permanentes de evaluación, como encuestas anónimas de satisfacción que permitan al paciente opinar sin miedo a represalias, así como programas obligatorios de capacitación continua enfocados no solo en la técnica médica, sino en el trato humano, la empatía y la comunicación.

Pero medir y capacitar no basta. Hay que actuar en consecuencia: reconocer y proteger al personal que cumple con su vocación, y corregir —o separar— a quien, por desidia o desprecio, vulnera la dignidad del paciente. La evaluación sin consecuencias es simulación.

ROMPER EL TABÚ DE LA INTOCABILIDAD

Por eso lo que hizo recientemente Nayib Bukele en El Salvador, resulta tan incómodo para muchos como revelador para otros: despidió a miles de trabajadores del sistema de salud por las quejas en su contra y dejó claro que seguirá haciéndolo. No por revancha ni por recortes ciegos, sino por una razón elemental: el paciente merece un trato digno.

LA IMPUNIDAD TAMBIÉN MATA

Vendrán los defensores automáticos del gremio a gritar persecución. Dirán que se criminaliza al personal médico o que se politiza la salud. Pero hay una verdad incómoda que nadie quiere enfrentar: la impunidad laboral también mata. Mata cuando no se llega a tiempo. Mata cuando se ignora el dolor. Mata cuando el sistema protege al indiferente y abandona al vulnerable.

HUMANIDAD O NADA

No se trata de negar carencias reales ni de exigir heroísmos imposibles. Se trata de algo elemental: si no puedes tratar con humanidad a quien sufre, no deberías estar ahí. La bata no es patente de corso. El nombramiento público o la sindicalización no es licencia para el desprecio. La salud pública no se reforma solo con hospitales nuevos ni con discursos grandilocuentes.

Se reforma cuando el Estado se atreve a decir lo que durante décadas nadie quiso decir: el paciente está por encima del burócrata, y cuando tiene el valor de actuar en consecuencia.

Tal vez por eso incomoda tanto. Porque lo verdaderamente impensable no fue despedir a miles, sino haber tolerado durante años que el dolor ajeno quedara atrapado entre la indiferencia pública y la inaccesibilidad privada, sin salida posible.

Y aquí la pregunta incomoda es: ,que están haciendo al respecto nuestras autoridades de salud ante un gobierno que se dice humanista?

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