William Cuéllar Valencia
Nacimos en un hogar donde la palabra, la disciplina y la dignidad eran oficios cotidianos. Hijos de Alfonso Cuéllar Zorro, docente, exmilitar y hombre severo que repetía con orgullo: “Soy Alfonso Cuéllar Zorro, más zorro que Cuéllar”. Y, de Aura Valencia Hoyos, mujer valiente, solidaria por excelencia, política; quienes sacaron adelante la tropa familiar, que sumaba 11 apóstoles.
Mientras Luis se hizo abogado para regalar una nevera a nuestra madre y comprar la primera biblioteca, Alberto resolvía con maestría todos los problemas de Baldor, Ricardo ya meditaba sobre los problemas geopolíticos del mundo, en especial los…colombianos.
A la casa llegaban, desde 1963, revistas cuyo papel olían a arroz oriental; hermosas, pulcras, con fotografías de lujo visual que alimentaban el alma y la vocación al lector.
Antes de ser docente, nuestro padre Alfonso Cuellar Zorro estudió medicina, prestó servicio militar y aprendió el “paso de ganso”. Ese rigor castrense lo aplicó siempre en casa. Cuando nuestro padre fue profesor de Ricardo, este sacaba calificaciones perfectas en matemáticas 5, arbitrariamente, le asignaba 3. Ricardo reclamaba ante el rector, quien respondía: “Donde manda capitán, no gobierna marinero”. En cada evaluación, las reglas familiares eran aparentemente insólitas: “El que corche a Ricardo, 5 a Ricardo, 1. Y usted, señor “Crespín”, maneje la libreta de calificaciones para que no haya ninguna duda”. Aquel trato no lo quebró, lo hizo sólido y lo preparó para las batallas intelectuales de la vida.
Ricardo fue interno en Yolombó y Ciudad Bolívar, debido a las limitaciones económicas familiares. Allí fue monaguillo, sacristán, cuidador de biblioteca, casi sacerdote. Dominó las rutinas del silencio y la disciplina, y comprendió el valor del pan-techo-lecho, como garantías mínimas de dignidad humana para producir ciencia y conocimiento literario.
En esos años fundó el periódico estudiantil El Poste, nombre que aludía a los testigos mudos de las ciudades y zonas rurales, que se instalaron a mediados del siglo XIX, y eran sospechosos porque mostraban luces y sombras; eran cómplices silenciosos en todos caminos y vivían cansados de tanto mirar y callar.
En ciudad Bolívar dirigió la Banda de Guerra Musical, con señoritas de un piernaje impecable, caballeros dignos a toda prueba, emitían ritmos sincronizados bajo el uniforme verde de esperanza y blanco pulcro. Manejó la batuta con el arte de un malabarista de talla mundial, como si fuera un instrumento para dirigir no solo música, sino la vida misma.
En ese pueblo nació su amor profundo por Simón Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, a quien estudió cerca de 60 años. Su libro sobre Bolívar ―casi― está listo.
Una familiar, Aracelly Cuéllar Lleras, enviaba cada diciembre desde Estados Unidos cajas llenas de ropa elegante, lápices, borradores ―que eran de “punta redonda diametral y con escoba en el otro costado–, cuadernos y agendas. Ropa que nuestra madre arreglaba con su arte magistral de sastre social y gratuita en el barrio El Carmelo, convirtiendo prendas usadas en trajes dignos: de poetas jóvenes y docentes calificados. Nuestra madre con la máquina Singer, nos hacía estrenar a los 10 hijos para todos los días de Semana Santa. Aunque nunca supimos si Aracelly Cuéllar Lleras era pariente de los expresidentes Carlos Lleras Restrepo o Alberto Lleras Camargo, la ilusión siempre estuvo latente: no por el dinero, sino porque una sola tarjeta de presentación le hubiera significado a Ricardo una gran probabilidad de estudiar y publicar más.
El responsable directo de la vida intelectual de Ricardo fue el tío político y psiquiatra Ricardo La Rotta, cuando tenía 17 años. Con obsequio se convirtió en su estrella polar que generó inquietudes máximas, desde entonces nunca volvió a vivir sin libros. Llenó casas, salas, comedores, baños y zarzos; dejaba bibliotecas dondequiera que habitara. En vacacionales siempre llegaba con ideas y convicciones más estructuradas. Conversaba con pintores e intelectuales: Estela Cardona ―su primera novia y amiga eterna–, Piedad Gil, Juan Ramón Bedoya “Jesucristo”, Héctor Cardona, Ramiro Cadavid y Jaime Meneses.
Un día, en el barrio El Carmelo, la policía lo detuvo por “sospecha”. Su único delito: fue sin duda, ser un intelectual consagrado, alto de estatura, con barba espesa, larga, mirada altiva y una aura de dignidad que las autoridades no comprendían.
En una temporada de vacaciones, por necesidad inmensa, trabajó en la fábrica Juguetes Búfalo. Allí, mientras operaba máquinas y su mente giraba como un surtidor con Smith-Ricardo-Marx: capital, valor, salario, precio, ganancia, renta, oferta y demanda, plusvalía. La tensión entre trabajo manual y reflexión filosófica, le provocó un estallido nervioso. Y, al mismo tiempo, un fantasma salvador le habló con claridad:
—Estás en el lugar equivocado. Tenía razón, a los 19 años ya sabía cuál era su camino: Ricardo fue primero profesor universitario y fundador de universidad que bachiller
Propuso el nombre de la Institución de Educación Superior y participó en su fundación; fue profesor de la Universidad Autónoma Latinoamericana ―UNAULA–.
Allí enseñó con nuestro hermano Alberto y fue docente de nuestras hermanas mellizas Aura y Yolanda.
UNAULA es hoy una universidad enorme y prestigiosa; había nacido en aquel entonces en una humilde casucha alquilada. Después trabajó como profesor, investigador y crítico literario en Manizales, Pasto y, finalmente, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (México), donde vivió 35 años, se autoexilió de manera definitiva y donde nació su hija Cinthya, ese “pedazo de piel transparente”, como diría su mejor amigo en Colombia, Víctor Paz Otero. Fue finalmente su motor e ilusión de vida.
Publicó Fatiga de los cereales, El secreto sereno de morir, Pasos del sueño, Mitos de Coyatoc. Obras históricas y biográficas: José María Melo primer presidente indígena de Colombia muerto en Chiapas, Rodulfo Figueroa, Armando Duvalier, Fray Matías de Córdoba; fue director de la revista Boca de Polen de la UNCACH.
Obras inéditas: Bolívar, Manuelita Sáenz, Jaime Sabines, El Quijote, bajo la lupa de cinco biógrafos (tesis doctoral en España).
Lo acompañé de manera representativa en los últimos 5 años. Lo vi estudiar y conversar hasta 10–12 horas. Y, por esa razón, quedé estupefacto cuando lo vi, 33 días inconsciente ―totalmente ido del mundo―. La ciencia y la técnica médica dijeron textualmente: “Lo curamos de cinco infecciones mortales… vamos bien.” Despertó y me dijo literalmente: “William… William… dame la mano. Sácame de aquí. Quiero caminar”. No se quería morir, tenía cuatro libros listos, para los últimos plumazos.
Richi me dijo que Michel Foucault citando a Nietzsche argumentó: “La tercera guerra mundial no será atómica, sino filosófica”. Ese planteamiento lo comprobé en uno de dos libros que no recuerdo la página exacta: Pensamiento y vida de Foucault, de Paul Vence y/o Defender la sociedad, de Foucault. Mi hermano no murió de infecciones que los médicos curaron, ni de senectud, murió de dolor humano, dolor geopolítico, murió de dolor por la Patria Grande.