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Monumentos de Corrupción

Monumentos de Corrupción
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Alejandro Flores Cancino

En todo el país, los monumentos públicos deberían representar identidad, historia o valores compartidos. Pero en muchos casos, lo que deberían ser símbolos de orgullo se han transformado en símbolos del despilfarro, el nepotismo y la impunidad.

El caso más claro es el de la Estela de Luz, la suavicrema, anunciada como una obra emblemática del Bicentenario. Tardó tres años en construirse y costó más de mil millones de pesos. Hoy, es una estructura vacía de sentido, convertida en burla nacional.

En Tapachula, la Fuente Atzacua, mejor conocida como la crayola, fue instalada con fines ornamentales. Pero su diseño abstracto, sin sentido local ni valor estético claro, la convirtió rápidamente en blanco de críticas y memes. Otra obra sin consulta, sin demanda social y con alto costo de mantenimiento.

El caso más reciente es el de San Cristóbal de Las Casas, donde se colocó una escultura en honor a la mujer zinacanteca. Aunque se dijo que la obra fue una “donación”, el gobierno municipal gastó casi medio millón de pesos solo en su instalación. La escultura fue realizada por la hermana de la alcaldesa, lo que encendió alarmas de nepotismo. Una obra que pretendía dar identidad terminó generando descontento, sospechas y una nueva cicatriz urbana.

Estos monumentos no inspiran ni representan. Por el contrario, se han convertido en recordatorios permanentes de lo que no se debe hacer, ni en tiempos de la 4T: decisiones opacas, favoritismos familiares, gastos desmedidos en lo que no es urgente. Y peor aún, lo hacen sin consecuencias ni castigo, manteniéndose en pie a costa del erario, pues implican gastos continuos en mantenimiento y resguardo.

Así, cada monumento sin alma se vuelve un grito silencioso de impunidad, que lejos de unir, irrita. Una muestra de cómo los símbolos públicos pueden ser usados no para celebrar a la gente, sino para eternizar errores.

Ojalá pronto el arte público surja desde abajo, no desde el escritorio de una presidencia municipal. Que se publique el costo total real, incluyendo instalación, mantenimiento y autoría. Que se detenga el uso del espacio urbano como escaparate del poder y el nepotismo. Y que se establezcan mecanismos de sanción administrativa y política cuando haya uso indebido de recursos, aunque la obra ya esté instalada.

El arte en el espacio público sí importa. Pero debe ser verdadero, legítimo y representativo. Mientras eso no ocurra, seguiremos viendo monumentos que no nos inspiran, sino que nos recuerdan —todos los días— que la corrupción sigue en pie. Literalmente.

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