Antonio Cruz Coutiño
Aunque igual… este texto bien podría llamarse “Crónica de un viaje en septiembre, al centro de Michoacán” pues, recién hemos regresado de un viaje a Pátzcuaro y sus alrededores, en donde nada vimos, absolutamente nada, de la violencia que con harta razón han pregonado los medios, durante los últimos 16 años. No gendarmerías ni militares pertrechados y en estado de alerta. No retenes militares ni bloqueos de manifestantes. Observamos, eso sí, rastros de aquella sinrazón: autos, autobuses y camiones quemados y oxidados a la entrada de los pueblos. Parapetos derruidos, restos de barricadas, pero sobre todo: dos o tres comandos de policías en cuyas patrullas se leen rótulos como “Consejo Municipal. Policía del Pueblo” o bien “Consejo Comunal. Policía Comunitaria”.En algún lugar, a la salida del pueblo y cuando ya hemos pasado por tres o cuatro localidades vecinas, dos guardias uniformados de café y azul nos marcan el alto, mientras otra pareja aguarda en su camioneta. Llevan armas largas, reglamentarias. Seguramente han observado las placas de Chiapas que lleva el auto y… cosa decididamente rara en el ámbito de los estándares policiales de México: el más viejo de los dos, sin acercarse demasiado a la ventanilla de la furgoneta, pregunta y quedamos azorados.
—Buenos días señores, —nos dice—. ¿Cómo les va? ¿Todo bien? ¿Algún problema?
Nos miramos y asentimos a todo. “Juro por mi madre bohemios”, como escribía el buen Carlos Monsiváis, que así es y así ocurre lo que ahora expreso. Pordios, por diosito lindo, como decimos en Los Cuxtepeques.
Pero lo más destacable del viaje —en atención a las fiestas patrias que transcurren—, no es esto sino lo que encontramos en los pueblos agroforestales y de las artes populares de Pátzcuaro y sus alrededores, territorio algo tendido hacia el Noroeste de la ciudad. Me refiero a las localidades centrales que van de Occidente a Oriente, especialmente las que visitamos: San José de Gracia y Patamban (loza vidriada verde), Ocumicho (alebrijes y árboles de la vida), Ahuirán (juguetería y carpintería), Paracho (guitarras y vihuelas), Cherán (bordados y cestería), Sevina (alfarería y loza), San Francisco Pichátaro (ebanistería), Jarácuaro (sombrerería), Janitzio (bordados y textiles), Tzintzuntzan (cestería diversa), Quiroga (alfarería y loza), Cuanajo (carpintería pintada) y Tupátaro en donde trabajan la pasta de caña.
En todos, absolutamente en todos estos pueblos, durante los días 14, 15 y 16 de septiembre, encontramos a muchos niños y profesores, del kínder y la Primaria, la Secundaria y el COBAO, que es así como llaman en Michoacán al subsistema del bachillerato. Vimos a todos cruzando las calles, perfectamente acompasados y en formaciones. Ensayan el desfile próximo, o marchan el propio día 15 o 16, intachablemente uniformados.
En algunas localidades, observamos toldos frente a la Presidencia Municipal, con verdaderos altares patrios, flores y papeles multicolores, engalanados con las efigies de Hidalgo, Morelos, Allende, Guerrero y demás. En otros, vemos homenajes a plena luz del día, frente al Ayuntamiento y el templo barroco antiguo, provistos de banda musical, fuegos artificiales, algarabía y jolgorio. En alguno incluso, van las y los muchachos de Secundaria, unos con uniformes y otros ataviados con sombreros, bigotes o barbas, o con largas faldas, charreteras y cananas, o con banderas, blasones y estandartes.
Igualmente algunos van disfrazados al modo de las soldaderas, Hidalgo y Morelos. Van por la calle en el lugar que les corresponde dentro del desfile, aunque no marchan ni van callados, sino cantan y echan vivas y dicen ¡Ajúa!, al compás de la banda de vientos y tamboras que lo acompañan.
En Sevina o Pichátaro, por ejemplo, mientras almorzamos frente a la Plaza Municipal, vemos a un grupo de pequeñines preescolares quienes ensayan orondos —ellos provistos de pequeños sombreros charros, mientras ellas visten enaguas tricolores de papel crepé—, un baile al ritmo de La Culebra, canción típica y muy nuestra durante estos días. Su educadora se esfuerza por mantenerlos frente a la bocina y la fachada principal del templo, mientras ellos, embobados, insisten en bailar a quienes nos arremolinamos detrás de las bancas de enfrente.
Aunque… en Jarácuaro, un pueblo junto al Lago de Pátzcuaro dedicado a la sombrerería tradicional, somos testigos de algo increíble, o al menos inusual para nosotros: una escolta perfectamente alineada de sólo muchachas marcialmente uniformadas, boinas a la cabeza. Y detrás de ellas, vestidos a la usanza tradicional de las Escuelas Secundarias Federales —sobrios pantalones y camisolas de gabardina verde olivo, todos provistos de charreteras—, va un grupo de 51 adolescentes que forman una inmensa banda de guerra.
Tres líneas de tres al fondo truenan con sus cornos, mientras las restantes catorce tríadas hacen retumbar la calle con sus tambores, todos guiados por un profesor viejo, mostacho blanco, aunque vibrante; vestido de centro y emperifollado, quien trompeta en mano hace malabares e incita a los marchantes. Algo adelante, sin embargo, a la vuelta de dos calles, topamos el siguiente cuadro. Dice doña Fausta, mi madre, quien nos acompaña, “igualito que como era en La Concordia de los años 50 [del siglo pasado]”, y vemos al contingente inicial del desfile patrio: al edil suponemos, por ir vestido con un traje impecable, zapatos boleados, y su Ayuntamiento; personalidades del pueblo y probablemente algunos funcionarios.
Ya de vuelta a Tuxtla Gutiérrez, con la camioneta llena de alebrijes, trastos y otros encargos, un comentario se le escapa a doña Fausta: “Pordios qué bonito eran los desfiles de aquel tiempo en La Concordia, hijo. Igualito que estos que miramos. El 16 de septiembre era fiesta, igual que el 20 de Noviembre. Con enramadas, ventas y cuetes, expendio de cervezas y carreras de cintas. Y por la noche, hasta baile había en la rotonda. Malos y analfabetas son los gobiernos de ahora. Estos gobiernos lo vinieron a acabar todo”.
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