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Machetazos y muertes antiguas / Crónicas de Frontera

Machetazos y muertes antiguas / Crónicas de Frontera
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Antonio Cruz Coutiño

Da un par de referencias sobre la antigua mala fama de Tuxtla Chico y en especial el barrio de Medio Monte, en donde fue común que las diferencias familiares se resolvieran con salvajadas: a garrote, pedradas y machetazos. Repiten incluso hoy los propios tuxtlachiquenses, esta expresión coloquial: “Tuxtla Chico, tierra de Dios, en donde se acuesta uno y amanece-en-dos”. 

1. Cuando [fui] pequeño y estaba más o menos en quinto año de Primaria, apareció en Tuxtla Chico un matrimonio de negros. Primera vez que aparecía una familia así, de apellido Crinón o algo así… su muchacho, su hijo único fue mi compañero en la escuela. Negrito pero educado. De repente alguien comenzó a decir que el señor se convertía en vampiro y fue corriendo tanto y [tan] rápido la versión que llegó un momento en que [a su casa] la gente pasaba e insultaba al pobre hombre con habladas y gritos [destemplados]. Pobre hombre. No aguantó tanta acusación infundada por lo que se fue. Emigró luego de un año del lugar. Que era vampiro, decían. Que se volvía vampiro en las noches. Que ya había chupado a quién sabe quién. En fin… [así lo acusaban], aunque nunca apareció víctima alguna.

La muerte en Tuxtla Chico

2. Es lo que podríamos llamar “la industria del cigarro de tabaco picado en Tuxtla Chico”. Esta industria, boyante hasta los años treinta [del siglo XX], la vino a acabar los cigarrillos manufacturados de la Tabacalera El Águila. Yo recuerdo todavía [cómo] a mí me mantuvieron con las ganancias de esta industria familiar y doméstica. Recuerdo cómo mi mamá se mataba en eso, fabricando cigarros… Los domingos por ahí, por el camino de La Toma [rumbo a] Cacahoatán, me iba con mi mamá a pie… salíamos desde las cuatro de la mañana para estar temprano el día de plaza: un mercado muy importante, pues ahí se concentraba toda la gente de la Sierra que de las fincas cafetaleras bajaba a comprar y a vender. Todos a hacer sus provisiones. 

Allá nos íbamos a la plaza a vender manojitos de cigarros, que eran rollitos de veinte cigarros. Ese era nuestro trabajo, el de los muchachitos. Nos ponían a hacer tiritas de totomostle [o doblador] y a contar paquetes de veinte cigarros, aunque tal vez hayan sido de quince o una docena, pues eran más gruesos que los industrializados de […] ahora. Esto dependía de la habilidad de la cigarrera, de su técnica: se cortaban los pedacitos, cuadritos de papel arroz. Tenían [las señoras] sus bateítas, en donde desmenuzaban las hojas de tabaco. Cuando ya lo tenían pulverizado, entonces sobre el papel se echaba la porción de tabaco, y con mucha delicadeza y agilidad, con las dos manos, enrollaban el papel, luego con un palito retacaban con tabaco los extremos del cigarro y ¡Listo! 

Yo recuerdo muy bien que esta actividad era desarrollada por mucha gente, aquí en Tuxtla Chico. Y las mujeres —y los muchachos que les ayudábamos— se reunían en la esquina o [en] el lugar más conocido del barrio, donde las mujeres chacoteaban, esparcían el chisme y se divertían, mientras sus manos trabajaban en la hechura de los cigarrillos. A nosotros, los niños, nos ponían a hacer manojitos, [mismos] que se llevaban a vender. O a Cacahoatán o a Tapachula. 

Pero un día, un domingo, día de mercado, la Tabacalera El águila, hasta ese momento desconocida, llegó nada menos que a regalar a todo mundo, sus cajetillas de cigarros de marca. Ahí la industria le llegó a romper su madre a la actividad artesanal, doméstica y familiar de la hechura de los cigarritos de hoja. En dos o tres meses ya nadie compraba cigarritos de manojo. Ya todos preferían “cigarros de caja”, como le decían los indios, porque les costaba lo mismo comprar una cosa que otra: la cajetilla que el rollito. Lo prendían con más facilidad [y] no se les desbarataba en la boquilla, [pues] era más compacto y consistente. El de hoja se quemaba más luego, pues era más flojo. Entonces esto acabó con nuestra industria.

3. [Pero] más importante que el tabaco siempre fue el alcohol. Lo que se bebía era el Alcohol Digerible Venecia. Era de una destilería de aguardiente [que trabajaba] a partir del piloncillo de caña, aunque con el tiempo sólo se autorizó el funcionamiento de cantinas que expendían cervezas, no aguardiente. Se favorecía el consumo de cervezas. Más suaves, aunque… hay de aguardiente de caña a aguardiente de caña. El Comiteco, por ejemplo, ya era un aguardiente de mayor calidad. Para la gente más fina. En las cantinas te vendían curados, curaditos de ruda, naranja, anís… 

Sí. Es cierto lo de la alta criminalidad, pero eso disminuyó desde los cincuenta. Escuelas, electrificación y con ello la radio y la entrada de [las religiones] protestantes, fueron cosas que acabaron poco a poco con tanta vagancia y delincuencia. Porque lo que es la verdad, la iglesia católica jamás combatió el consumo de aguardiente. Jamás combatió el alcoholismo. Al contrario, lo promovía o se hizo pendeja. Nunca dijo nada […]. Esos fueron cuatro elementos, [factores] que vinieron a acabar con la criminalidad [antiguamente] típica de Tuxtla Chico. Nuestra criminalidad tradicional se acabó con [ello]. 

4. Eran muertos en caliente: muertes sin pensarse. Era de un momento que […] mataban a tu padrino, o a tu tío o [a alguien de] la familia, o el propio padrino mataba a su ahijado, o se mataban dos primos al calor del aguardiente que los embrutecía… Y cuando venían a darse cuenta… había gente tan cínica que se paseaba delante de los deudos, cuando apenas estaba fresca la muerte. Cuenta mi madre un crimen que hubo […] por Cahuá… que el tipo que mató ¡Bárbaro! Una cosa clásica: quedaba el muertito, avisaban a la autoridad, iba el juez del lugar, levantaba el acta y ordenaba a sus jueces auxiliares que inmediatamente citaran a la gente para que ayudaran a hacer tapescos, camas de palos y varitas, para cargar al macheteado. Pues era tan cínico el cabrón éste [el asesino], que uno de los que cargaban el tapesco era él mismo, el matón. Pero alguien de los hijos del muerto logró reconocerlo por el pañuelo colorado que llevaba… 

5. Otra cosa que le dio fama al pueblo es que no había un anfiteatro, un lugar discreto para velar al muerto, o para que, mientras aparecían los familiares del deudo, se le mantuviera protegido o escondido, [así que eso se hacía] en el corredor de la Presidencia. Ahí ponían el tapescote a la luz del día y a la vista del público. Entonces la gente compasiva iba y le ponía sus velas [a los muertos]. Mientras tanto […] todos los que pasaban por la calle central —cuando aún no existía la carretera pavimentada hacia Talismán— miraban y reconocían al muerto como si se tratara de una distracción de feria. Gente que venía de las fincas, de Cacahoatán o que venía de Tapachula, o que era de Guatemala y pasaba por aquí… Este era el paso obligado. Eso fue lo que le fue dando la mala fama al pueblo: que siempre había algún muertito en el corredor de la Presidencia Municipal. 

6. Y bueno, al tipo ese, descubierto, pronto se le dio parte a la policía y lo agarraron. Pero luego [venía] la venganza. La venganza en serio, de una familia contra otra, era la parte más cabrona. Uno de los últimos crímenes de Tuxtla Chico, muy sonado, fue el de la Segunda Sección de Guillén, en la fiesta del Señor de las Tres Caídas, el primer viernes de Cuaresma. En las cantinas que estaban alrededor de la iglesia estaban las familias, la gente mayor, tomando. A la hora de la hora [algunos hombres] comenzaron a discutir, seguramente por cualquier cosa. Sacaron los machetes —pues siempre los andaban en el cinto—, y que se van dando [de machetazos] en pleno patio de la iglesia. Al final de la pelea dos hermanos [habían matado] a dos muchachos de otra familia y con la mirada complaciente de la gente, salieron tranquilos y huyeron. La gente no era capaz de hacer ningún reclamo y agarrarlos… ¡Menos! 

7. Mientras esta gente huía, otros fueron a darle aviso a los familiares [de los occisos]. Estos llegan al lugar y nada más al ver a los muertos, los reconocen. No se ponen a llorarles, ni a ver que se levanten, ni a ponerles velas, no… Les informan y se regresan a su casa, pero para traer sus machetes. Sólo indagan quién fue, así como [si cualquier cosa]. Y se van directo a la casa de los matones, en donde, de noche, [sólo] encuentran durmiendo a los viejos, a los padres. Se van aquellos encima y [a] la cama de los señores, sin decirles ¡Agua va! Sin saber nada del crimen que habían cometido los hijos. 

Estamos hablando de familias conocidas de la ranchería, [gente] que mutuamente se conoce y que hasta podrían llevarse bien. Pero entre los primeros nueve días que pasan, cuando aún está la novena en las casas de los cuatro muertos, nos vamos al lugar. Somos autoridad. La prensa de Tapachula [naturalmente] que le da cobertura al asunto. Corría [algún año] de los sesenta. Llegamos y todas las puertas de las casas, cerradas… Has de cuenta que eso era un cementerio. Nadie se asomaba. En el atrio de la ermita aun había residuos de fiesta, veladoras y flores. Y todo aquello silencio. Oían el ruido de un carro y toda la gente corría a esconderse, a encerrarse, pensando que éramos la [Policía] Judicial. Fue entonces cuando el Agente Municipal, o el Comisariado Ejidal tocó el riel, a falta de campana… 

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