Roberto Albores Guillén
Gran parte de las y los mexicanos no son muy proclives a los sistemas democráticos. En su fuero interno laten sentimientos de simpatía y atracción por el líder fuerte y autoritario. «El México de un solo hombre», Santa Anna, Benito Juárez y Porfirio Díaz, marcó toda una larga época en la historia de nuestro país.
Los gobiernos emanados de la Revolución tuvieron caudillos muy atractivos para la opinión pública por su personalidad y liderazgo, como Obregón, Calles y Cárdenas. La gente no reparaba en sus comportamientos, algunas veces arbitrarios y poco democráticos.
Los regímenes del nacionalismo revolucionario sustituyeron al caudillo por el partido único. Cada sexenio todo el poder al designado por el presidente en turno y luego, a descansar y perderse en la oscuridad. Por espacio de 70 años el pueblo jugó este malabarismo político. Era el espectador de la tramoya montada por el sistema de gobierno.
El tapado y el péndulo, símbolos del poder, se convirtieron en una cultura política nacional. El ejercicio del poder que entretuvo por décadas a los mexicanos formó parte de su idiosincrasia y, en esencia, fue una reminiscencia del tlatoani y del conquistador.
Hemos avanzado en el proceso democrático, pero no lo suficiente. La 4T tiene símbolos del poder heredados del nacionalismo revolucionario, vigentes en sus formas y modos de gobernar y, en consecuencia, en la selección de sus candidatas y candidatos.
López Obrador es el ejemplo más claro y definitivo. Con máscara democrática sustituyó al partido y como líder fuerte, con gran habilidad y maestría, definió su sucesión presidencial y legitimó el proceso jugando al clásico principio de la quiromancia política.
El primer símbolo del poder está a la vista. La tapada fue destapada. Una contienda interna, como en los viejos tiempos, y una modalidad inteligente: la construcción del acuerdo político de que los perdedores tuvieran chamba en las cámaras y en el gobierno.
La diferencia política sustantiva está en que Morena es un movimiento de masas, con múltiples expresiones ideológicas, todas alineadas a la izquierda, unas más, otras menos. En términos clásicos, Morena no es un partido, lo que le da mayor flexibilidad a su operación. Es una organización sui géneris que privilegia militancia y compañerismo por encima de valores tradicionales como honestidad y prestigio. Las denuncias públicas en contra de sus miembros no proceden y no se toman en cuenta. Es un movimiento de un solo hombre.
La oposición y gran parte de los analistas no han entendido la trascendencia de esta modalidad que va más allá de un simple cambio de gobierno, pues representa un cambio de régimen político. La reforma judicial, el incremento de los salarios mínimos, los programas sociales, la desaparición de los organismos autónomos, las obras emblemáticas como el Tren Maya y Dos Bocas y las iniciativas que vienen, entre otras, la de reforma política, la del Infonavit y la de pensiones, confirman la presencia del cambio de régimen.
El creador y líder indiscutible de este movimiento es López Obrador. Esta realidad marca una nueva circunstancia en el país. Un expresidente con fuerza y apoyo popular indiscutible. El problema radica en que las percepciones se convierten en realidades y terminan dañando la imagen y potestad presidencial.
A diferencia de muchos, pienso que está por darse el segundo símbolo del poder: el famoso péndulo, que establece que la responsabilidad de la Presidencia de la República es única e indivisible. Es cuestión de tiempo. La presidenta tiene formación académica, experiencia política, carácter y temperamento. No confundir lealtad y agradecimiento con sumisión y subordinación. Al tiempo. El péndulo está por llegar. Está tocando a la puerta.