Antonio Cruz Coutiño
Los más grandecitos de la esquina reunían a la cuadría con anticipación. Tres tardes antes del mero día, ahí nos poníamos de acuerdo. Quién llevaría la cruz de madera, quién el ramo de flores, quién la primera y la segunda vela, el cencerro o la campanita, y lo más importante: la olla de peltre o la cubeta, y el morral. La olla para las frutas en conserva y el morral para lo demás: dulces, panecillos, tamales y verduras.
A falta de cencerro improvisábamos sonajas con latas vacías y guijarros, y si no encontrábamos flores, cualquier ramo de hierbas bastaba. Si nadie disponía de una cruz bonita, alguien se encargaba de amarrar dos palos. El chiste era saber quiénes saldríamos a la noche siguiente, el día de la Bajada de los Angelitos, el 31 de octubre. Saber la hora. Si pardeando la tarde, si entre oscuro y claro, o si de plano, ya por la noche. Así que ahí decidíamos el itinerario y ratificábamos el punto de reunión: nuestra esquina de siempre.
Los más grandes llevaban siempre el morral y la olla. Por aquello de los abusivos jijos. Si alguna muchachita se nos pegaba, era ella quien portaba el cencerro o la campanita; el de adelante llevaba en un solo manojo la cruz y las flores, y los de las velas siempre iban junto a la cruz. Debíamos cantar fuerte, pues sólo a los más cantantes les llenaban el morral. Y no debíamos dejar libre una sola casa, pues en la más humilde, en ocasiones, daban harto y hasta más sabroso.
En las casas de la orillada era donde preparaban calabacita en conserva, yuca con dulce, camote con panela o camote con piña. Y siempre regalaban frutas: lima de Castilla y de chichito, naranja, jícama, canutos de caña, puños de manía… por esta razón, los grupos numerosos cargaban hasta con dos morrales. Aquí era bonito, pero también en el centro, donde recogíamos bizcochos, galletas, dulces y hasta —con un poco de suerte— tamales y nuégados, empanizados y turuletes.
Y ahí íbamos. Alumbrándonos con las velas, pues hasta antes del setenta y dos no había luz eléctrica en el pueblo. Salvo en La Palma de tío Raúl Coutiño Ristori, en El Atorón del Sapo del viejo don Eduardo Sánchez, y en la Paletería El Popo o en el Cine Isabel, ambos establecimientos de doña Chabe Coutiño. Pero ya la gente aguardaba en la puerta de sus casas o de sus patios. Se entusiasmaban por la costumbre, y en ocasiones nos esperaban sentados en sus butaques.
Siempre el más viejo con su barejón —por si a algún angelito le salía lo demonio—, con su perol de conserva, o su costal de limas y cañas.
“Ángeles somos. Bajamos del cielo. Pidiendo limosna para-que-comamooos”. Así rimaba nuestra tonada. La cantábamos una y otra vez hasta desgañitarnos, y al llegar frente a la puerta rematábamos: “una limosnita tía”. O “tío”, cuando el dispensador era barraco. En ocasiones nos hacían repetir el verso y a veces hasta rezar el Avemaría. Al final, todos a voz en cuello gritábamos: “¡Que viva mi tíaaa!”. Pero ay de aquel que no daba limosna a los angelitos… tronábamos: “¡Que muera la tía, con su panzota fríaaa!”. Y va de nuez: “Ángeles somos. Bajamos del cielo. ¡Pidiendo limosna para-que-comamooos!”.
En veces, el día de los angelitos marchaban también algunos sobresalidos. Mayores, adolescentes, cabrones. Salían a asustar, a robar, o a perseguir a los angelitos, aunque esto no era lo normal. Para evitar eso tenían su noche, la noche de la Bajada de las Ánimas o de las almitas: el mero Todosanto. Así que el día primero de noviembre, salían los adolescentes. Los polloncitos y jóvenes, aunque éstos más se enrumbaban a las cantinas y a los bules, a los billares y tiendas, donde les daban cervezas, cigarros, aguardiente, tamales y algo de conserva. Toño Zúñiga, mi compadre, precisa: “tequila y cervezas regalaban en la casa de Cayito, en la vinatería de don Manuel Rojas y en la cantina de doña Meche Sapa”.
Más o menos a las dos horas de haber recorrido el pueblo, sólo algunas manzanas, o un barrio en especial —como aquellos que se animaban a atravesar el puente-hamaca para pedir “limosnita tía” al otro lado del río, en el barrio de Las Casitas—, volvíamos al punto de partida, a la esquina o a la banqueta más alta de la calle.
Ahí revisábamos la cosecha, las chucherías que la gente convidaba a sus angelitos y ahora sí, ante la esbeltez de la luna, nos repartíamos todo. La mezcolanza de la olla, lo caldoso y dulce, nos la comíamos ahí, sin distinguir lo que fuera: calabaza, yuca, piña o camote. Pero con lo seco teníamos cuidado. Montoncitos hacíamos sobre la acera, en donde se incluían los escasos tamales, los dulces secos, las galletas y bombones. Luego cada quien recogía sus cosas, aunque… a decir verdad, era a partir de ese momento cuando comenzaba lo bueno: ¡Los cuentos de espanto y las historias de aparecidos!, aunque siempre eran los más grandes quienes se quedaban al argüende.
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