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Laurel o picota / La Feria

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Sr. López 

Tía Carmen de muy jovencita se enamoró perdidamente de un señor poco mayor que ella, del que decía era “un perfecto caballero”. Pero ella era católica y él, divorciado: llanto mutuo y desgarradora separación (años 40 del siglo pasado). Ella se casó después con un buen hombre (muy rico, esos no salen malos), y enviudó a los 29 de edad ya con tres hijos. Pasados un par de años, un buen día se presentó en su casa aquél su primer amor. Contaba ella que al verlo sintió mariposas en el estómago y de chicle las piernas. El perfecto caballero le mostró un acta de defunción: ya era viudo también y le propuso rehacer su romance, porque la seguía queriendo igual, pero tía Carmen inteligentísima siempre, le dijo que no: -Amores eternos, solo los fallidos –explicó a este menda y cuarenta años se hablaron diario por teléfono, todos los días, a las ocho de la noche, una hora entera. Rigurosamente cierto. 

Hay gente con vocación por el fracaso. No es frase ingeniosa ni descripción de una patología emocional. Fracasar es la falta de éxito, obtener resultados adversos al objetivo que se busca, de acuerdo, pero hay quien no tiene por objetivo lograr lo que pregona, sino lo contrario, no alcanzarlo, y ese es su éxito, inconfesado por supuesto, para poder seguir predicando su estéril lucha como algo que lo elude por mal fario o le escamotean. 

Hay el que disfruta no conseguir los favores de su amada, pues le permite adoptar la postura de romántico perpetuo, escribir versos (prohibidos para diabéticos), o un bolero chillón (“siiin tiii, no podré vivir jamás”). Estos no interesan ni afectan a nadie. 

Los de cuidado son los dedicados a la política que ante sus casi nulas posibilidades de alcanzar el poder, todo descalifican, todo reprueban, nada conceden; señalan vehementes, los errores y transgresiones de los que lo detentan; aseguran tener solución a todo; contraen compromisos imposibles de cumplir y juran cumplirlos a toda costa, con la tranquilidad que les da saberse lejos de llegar a posiciones en que les fueran exigibles; así, prometen sin escrúpulo a no cumplir, pues todo queda sujeto al elusivo triunfo. Y cada fracaso en sus intentos de llegar al poder, alimenta su pregón, refrenda la maldad de los malos y su bondad personal, obstáculo principal a que lo dejen tomar las riendas de la cosa pública misteriosos grupos de corruptos complotados, temerosos ante su pureza que les arrebataría sus privilegios. 

En resumen: los que así se comportan en el rejuego de la política, hacen profesión de fallar y de quejarse un modo de vida redituable, por cierto, que no viven mal o al menos consiguen vivir sin trabajar. 

Esos líderes sociales, apologetas de sus fracasos, son siempre muy hábiles para detectar qué quiere oír la gente y decírselo, ganando numerosos adeptos sinceros entre la plebe, ávida de creer en algo, en alguien, urgida de esperanza; al tiempo que atraen hordas de vividores de la política sabedores de su papel de comparsas que a cambio de su interesada lealtad podrán medrar a su sombra; y también, debe decirse, convencen a políticos serios, eruditos y hasta linajudos, que perseveran al lado del redentor autodesignado hasta que a golpes de realidad, se les diluye su certidumbre y pasan el amargo trago de haberse engañado. 

Solo que no es tan fácil distinguir a esos vivales de otros que libran la batalla a pesar de saberla perdida e insisten en sus ideas contra viento y marea, como Vicente Lombardo Toledano (1894-1968), uno de “los siete sabios” de México, hombre de profunda cultura, orador de arrobo, marxista convencido, respetado líder sindical nacional e internacional, con una visión siempre realista de la política que ejerció sin arriar banderas y sin una queja, sabiendo imposible llegar a Presidente; un grande cuyos restos reposan en la Rotonda de las Personas Ilustres. 

Solo hay una manera infalible de saber si está uno ante un sacacuartos o un prócer en potencia: darle el poder, entero, sin remilgos, lo que en el caso mexicano es terciarle la banda presidencial. Ahí se acaban los cuentos. Se dan o no se dan resultados. 

Lamentablemente el juicio de la desalmada historia es a toro pasado, cuando el daño está hecho (o el bien, que también pasa). En el caso de nuestro actual Presidente puede uno recurrir a su desempeño como Jefe de Gobierno del entonces D.F., aceptando que sí repartió dinero (pensiones a viejitos, apoyos a madres solteras, becas para estudiantes y comedores comunitarios), pero repartir lo ajeno (lo del erario), no es como para echar cuetes; también creó la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, de magros si no es que risibles resultados; construyó el primer tramo del segundo piso al periférico (entre rumores serios de cuentas peculiares, por no decir más); y sin duda, administró bien las finanzas de la ciudad y estableció alianzas público-privadas que atrajeron inversiones (hasta amigo salió de Slim). Pero así y todo, el crecimiento económico de la hoy CdMx, fue la tercera parte del nacional, el desempleo se disparó, la seguridad quedó en propósito, la corrupción de funcionarios de toda catadura creció como la espuma y su prestigio lo pringaron videos de evidente corrupción de cercanos colaboradores suyos. 

Como sea, desde ese bastión de la “izquierda” que era el D.F. (ya no), se catapultó a la candidatura a la presidencia. Perdió, sí, pero se instaló en campaña permanente y a los doce años arrasó en las urnas. 

Ahora ya Presidente, vuelve a manejar con ortodoxia de derechas las finanzas públicas, sin dudar ante los serios daños colaterales ya con más pobres que nunca antes; reparte más dinero, crea escuelas de béisbol y universidades… sí, muy bien, pero esos no son los resultados que esperan 130 millones de mexicanos. Si con la corrupción, la salud, la educación, la economía, no puede, bastaría -ahí le dicen-, la recuperación de la seguridad pública para salir en hombros. 

No hay matices en la presidencia de la república de este país, es corona de laurel o picota.

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