- Crónica de un legado culinario que perdura en la memoria del pueblo
Juan Carlos Toledo
En cada calle de Arriaga aún resuena, como un eco entrañable, el nombre de la tía Naty, símbolo de un sabor que marcó época y corazón. Su sazón, artesanal y único, no solo conquistó los paladares de generaciones, sino que tejió identidad, memoria y orgullo para el pueblo arriaguense.
Natividad Zárate Marín, nacida el 8 de septiembre de 1927 en el rancho Gubiña, Unión Hidalgo, Oaxaca, llegó siendo apenas una niña de ocho años al municipio de Arriaga, junto con su tía Benita Marín en 1935. Hija de Agustín Zárate y Eusebia Marín, fue la segunda de cuatro hermanos. Años después, contrajo matrimonio con Carlos Altamirano López, con quien formó una familia que también supo valorar y preservar el legado de trabajo, sabor y tradición que ella cultivó con tanto amor.
Fue en las pérgolas, donde hoy se encuentra el reloj público del parque central, posterior al salón cristal, donde la tía Naty inició una cenaduría que con el tiempo se volvería leyenda. Luego se mudaría al bulevar Francisco Sarabia, justo frente al antiguo estadio de béisbol, convirtiendo ese espacio en un verdadero punto de encuentro, de antojo y de historia viva.
Allí, bajo el cielo cálido de la costa chiapaneca, nacieron y se consagraron sus famosas garnachas y el legendario pollo juche, un platillo representativo del Istmo de Oaxaca, adoptado con devoción por los arriaguenses gracias a su mano experta. Pero no era solo la receta lo que hacía mágico cada plato, sino el cuidado casi ritual con que ella preparaba cada ingrediente: el repollo picado con delicadeza, la masa hecha a mano, la zanahoria, los chiles jalapeños curtidos, la salsa —intensa, exacta, inolvidable—. Todo pasaba por sus manos, todo llevaba el alma de la tía Naty.
Comer en su cenaduría no era solo saciar el hambre, era vivir una experiencia.
Era sentir el sabor de casa, el aroma de un México profundo, el abrazo de la tradición. Por eso nadie se conformaba con una sola orden: siempre hacía falta “una más”. Era imposible resistirse a ese sabor que, con el tiempo, se volvió costumbre, punto de referencia y memoria colectiva.
Personajes de todas partes venían a probar sus delicias: desde visitantes de Chahuites, Zanatepec, hasta figuras reconocidas de la región costa. Se dice que incluso el capitán piloto aviador Francisco Sarabia, fundador de las líneas aéreas de Chiapas, quién por vez primera aterrizó con una aeronave en el municipio de Arriaga, fue uno de los muchos que quedaron cautivados —por el sabor, y por la belleza serena de la señora Naty—.
Cuenta la leyenda que, al enterarse de sus visitas, don Carlos Altamirano, entonces presidente municipal de Arriaga, enviaba discretamente a alguien a cuidar el honor de su esposa, sabiendo bien que Sarabia no perdía oportunidad para admirarla con sus famosos “ojitos pispiretos”.
Pero más allá de los rumores y las anécdotas pintorescas, lo que realmente perdura es el legado de una mujer que comprendía sus derechos y obligaciones: se dio de alta en Hacienda y llevó con orgullo su oficio como mujer trabajadora, emprendedora y dedicada.
En una de tantas charlas entre café y recuerdos, sus hijos Agustín y Sofía Altamirano Zárate, junto con amigos como el profesor Chema Álvarez, el profesor Carlos Junior y David Muñiz “Gutú”, evocaban con nostalgia y gratitud esos tiempos dorados. Hablaban de la cenaduría no solo como un lugar para comer, sino como un punto de encuentro donde se tejía la vida misma: “Nos vemos donde la tía Naty”, decían. Y hasta hoy, esa frase sirve para ubicar lugares, rememorar anécdotas y revivir sabores.
La cenaduría de la tía Naty ya no está físicamente, pero sigue viva en el alma de Arriaga. En cada familia que probó su sazón, en cada historia contada una y otra vez en reuniones familiares, en cada mención al bulevar Francisco Sarabia —sí, ese que lleva el nombre de quien alguna vez la cortejó—, está presente su legado.
Porque hay sabores que no se olvidan.
Y la sazón de la tía Naty no solo fue alimento.
Fue historia. Fue identidad. Fue amor.