Carlos Román García
Tengo buena memoria porque en la adolescencia, a base de lecturas, cine y trago, me deshice de la basura que acumularon mis odres en la infancia. Me acuerdo de lo bueno y algunas pesadillas me atemorizan más que los recuerdos. Guardo un registro mental que las clasifica por tema e intensidad. He visto muchos muertos en el sueño y otros más en vivo, pero ninguno me produce el terror de los que vi, tendidos en tres mesas colocadas en l, en el patio de la escuela primaria Acayucan, en el punto en que uno de los dos edificios con aulas es rodeado por iguales patios, grandes, en la misma disposición. Uno de los cadåveres –todos estaban desnudos y eran blancos, calvos, sin vello, altos y fornidos– estaba atravesado por machetazos de pies a cabeza, los más notables en el tronco, con heridas abiertas a manera de cuña. Lo mire con mis ojos de miope, solo, bajo un sol de justicia. El rústico tablón –a distancia, sin gafaso lentillas soy incapaz de distinguir detalles–, estaba perpendicular al zaguán de acceso, en una de cuyas esquinas había una covacha donde un conserje esperaba las horas de abrir una de las hojas, lo toquidos, entradas y salidas previstas o eventuales; ahí se guardaban escobas, jaladores, cubetas y jabón, al pie había una llave de agua sencilla, para abastecer las labores de limpieza y satisfacer la sed de los párvulos en el recreo. Ese universo, hipnótico como las mareas, se debe a la luna, a la diosa blanca. El tiempo en el reloj de la vigilia coincide con el de la borrosa patria de los muertos, como llamó Octavio Paz a los sueños; en ese mismo calendario recibí, de manera onerosa o gratuita por parte de la SEP, mi primer par de anteojos, previa visita, allá por la Plaza de la República, a un oftalmólogo de apellido Saldívar, como el zurdo Vicente, tremendo peso gallo, y a la óptica Guatemala, en el número 8 de la calle del mismo nombre, detrás de la Catedral, junto a un negocio de imágenes religiosas, estampas y santos de bulto, entre ellos cristos llagados como los fiambres que atormentaron mi noche, y de la entrada de una vecindad donde, dice un amigo, habitó Mauricio Magdaleno, quien a la puerta de su vivienda de plato y taza colocó un letrero que, vecino de otros que anunciaban médicos o costureras, decía nomás su nombre arriba de la palabra poeta. Ese pude pasar tercero sin dificultad, no como segundo, que estuve a punto de reprobar, porque la maestra, flaquita y bonitilla, me agarró tirria y me mandaba sentar hasta la última fila, desde donde no alcanzaba a ver las letras del pizarrón. El profesor de entonces, quien actuaba a guisa de suplente de la titular que tenía licencia por embarazo, no lo era de educación básica, sino física, así que pasaba el mayor tiempo de clases en extenuantes ejercicios de los que me exentó parcialmente a cambio de volverme maestro de ceremonias y recitador en los días del almanaque cívico o festivo. Así me aprendí los versos patrioteros y bien engarzados de Amado Nervo: “como renuevos, cuyos aliños / el viento helado marchita en flor / así murieron los héroes niños / bajo las balas del invasor”, que me inculcaron cierto antiyanquismo compartido un tiempo con mi padre, a quien lo único que le gustaba de los gringos eran el swing y la Coca-Cola, o aquellos melodramáticos de Díaz Mirón, ajenos del todo a su carácter atrabiliario y violento: “mamá, soy Paquito / no haré travesuras / y un cielo impasible / despliega su curva”, o esos otros del romancero de Guillermo Prieto: “es segundo mes del año / diecinueve soles cuenta / sobre las calles de Cuautla / flotan soberbias banderas”. Ya hacia sexto me aprendí unos versos de la Suave patria, poema que, publicado en la revista El maestro 15 días después de la muerte del vate jerezano, llevó José Vasconcelos al presidente Obregón junto con la infausta noticia de que López Velarde había sucumbido a los 33 años, lleno quizá todavía del amor por su prima Águeda. A Borges le gustaba en especial un verso del epítome de la épica sordina: “Suave patria, vendedora de chía / quiero raptarte en la Cuaresma opaca / sobre un garañón y con matraca / entre los tiros de la policía”. Ahora repito otra frase del autor de El Aleph y Funes el memorioso, mi memoria es como una sirvienta vieja, la llamo y tarda, pero todavía vuelve.
Ladera del Cañón del Sumidero
29 de octubre de 2024.