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La pantalla de plata

La pantalla de plata
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Carlos Román García

Habría que hablar de cine y cines, como alguna vez lo hizo Renato Leduc en “De café y cafés”, ensayo que escribió a petición de parte y devino despido del autor por su irreverencia. La virtud capital del texto del gran jefe Pluma Blanca es que lleva al lector de lo general a lo particular, del género a la especie, pero carezco de un método narrativo ordenado y me limitaré a contar algunas anécdotas que definen mi condición de espectador de la alguna vez llamada pantalla de plata.  

Descubrí el cine junto con la radio a una edad muy temprana y mis primeros acercamientos a su magia sucedieron con la asistencia a aquellos programas triples que daban las funciones de tarde, moda y noche por el precio de un solo boleto. Recuerdo entre sueños que un día fui con la familia a ver tres filmes, uno de ellos del Llanero Solitario y otro de Tarzán, que apenas recuerdo y un tercero que he olvidado por completo, pues a media aventura en el África Ecuatorial me quité los zapatos, me acomodé en el regazo de mi madre y me dormí hasta el final. Fue en el cine Pedro Infante, de la Colonia Gómez Farías, arrasado por la picota cuando algún cura descubrió que su pantalla estaba a espaldas del altar de la parroquia del Sagrado Corazón y, por ende, las imágenes del culto católico colindaban peligrosamente con las rotundas nalgas de Lin May, protagonista relevante del cine de ficheras que se puso en boga en los 70 y del que me puedo considerar un modesto especialista.  

A la entrada del Infante había pequeños puestos callejeros con venta de habas y garbanzos enchilados, pepitas, cacahuates con cáscara y huesitos, una especialidad quizá desaparecida de semillas de capulín saladas con un polvo muy fino, cuya dura cubierta había que romper para comer el contenido, de un sabor ligeramente amargo. Así que en lugar de ruido de palomitas y sorber de refrescos, había ruido de muelas y de uñas, además de humo, porque en esos días no estaba prohibido fumar dentro del cine.  

Después fui sin compañía a las tandas del Bucareli, en la avenida del mismo nombre, donde daban buenas cintas de guerra. Creo haber visto ahí An Occurrence at Owl Creek Bridge, basada en el cuento más famoso del volumen sobre soldados y civiles de Ambrose Bierce; si no fue en las inmediaciones del Reloj Chino, ese hallazgo sucedió en los días en que adopté la Cineteca Nacional, que antes de su incendio estaba en la Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, como refugio para huir de la escuela, del trabajo o de cualquier obligación.  

Hasta cinco películas llegué a ver en un día en el Salón Rojo y en la sala Fernando de Fuentes y vi también desde el Metro que iba de Ermita a General Anaya, las largas llamas que consumieron los inmuebles junto con el acervo, que empezaron a arder mientras se proyectaba La tierra de la gran promesa, de Andrzej Wajda. Otro incendio vi cuando en cuarto de primaria me fui de pinta con mi camarada Arturo, bolero en horarios extraescolares, para ir a ver Entre monjas anda el diablo, en el cine Mariscala de San Juan de Letrán. A media película empezó a salir humo de la pantalla y un hombre sobrio conminó a los espectadores, con voz alta y clara, sin aspavientos, a salir de la sala en orden y sin atropellos. Desde la calle presenciamos salvos y seguros la llegada de los bomberos y yo pensé íntimamente en un castigo divino como la causa del fuego, lo que no impidió que siguiera haciendo del cine y de los cines los lugares favoritos para mis correrías.  

En el cine Río, de República de Cuba, a unos pasos de una sinagoga misteriosa a la que nunca me atreví a entrar vi, entre espectadores que hacían discreto mutis antes de que concluyera la función, películas entonces concebidas como pornográficas, cuyas más escandalosas escenas son comunes ahora en los filmes que exhibe la televisión de paga. Cuando establecieron las “salas de arte”, acudí a la Zona Rosa a verEl imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima, mirando con sorpresa cómo el público, que quizá esperaba algo más conveniente a sus costumbres pornófilas, huía al ver la manera escabrosa en que el director japonés planteaba una historia de amor salvaje cuyas escenas de sexo explícito iban más allá de los acercamientos urológicos y ginecológicos del hardcore, como relato de la pasión de los amantes.  

Tuve otro acercamiento con el séptimo arte debido a la vecindad con don Ricardo Jurado, trabajador del sindicato cinematográfico, que tenía entre sus tareas la ejecución de la censura material de las películas de El Santo, debidamente expurgadas por algún exhibidor que destinaba las copias sin cortes, con topless incluido de las hermanas Velázquez, Teresa y Lorena, a los mercados de Europa y Centroamérica, mientras entregaba a las salas locales otras aptas para “toda la familia”. Los recortes de celuloide con vampiresas semidesnudas hicieron las delicias de sus hijos y de quienes éramos sus amigos, que adicionalmente tuvimos el privilegio de colaborar en la limpieza, entre función y función, de ciertos cines como el Máximo, en las calles de República de Brasil, cerca de Tepito, labor en la que encontrábamos toda suerte de objetos perdidos, desde relojes y carteras, hasta pantaletas y brasieres.  

A un lado vendían caldos de pollo, preparados con el método de introducir el animal completo en un gran perol del que sobresalían las patas y las cabezas, separadas luego para servir el consomé más barato, aderezado con salsa picante y limón. De ahí que, como sucedió al cineasta Carlos Martínez Suárez, asocie el cine con aromas distintos al de las palomitas, pues él se sorprendió al ver en Yajalón, uno de los pueblos más verdes de Chiapas como lo dice su nombre en tseltal, que junto a la taquilla expendían naranjas con chile en polvo, que inundaban el espacio con su olor cítrico y fresco.  

Durante una semana en Oaxaca, a falta de quehacer en las tardes, estuve en cinco o seis películas de un ciclo de James Bond, en un cine cercano al Parque de los leones. Entonces vi cómo las novelas de Fleming eran avasalladas por montajes efectistas en donde la trama se repetía una y otra vez en escenarios distintos. Además de ser el origen de tradiciones instantáneas como el desfile de día de muertos en la Ciudad de México, que ocurrió primero en la pantalla y después en la realidad, fueron fastuosos churros del 007 algunas de las últimas películas de los dos Pedro Armendáriz que dio el cine mexicano. Eran días sin el recurso de la Internet, que ayuda al recreo del ocio y hace poco me permitió ver en la pantalla de la computadora casera Lo and behold, la cinta más reciente de Werner Herzog, donde relata precisamente la historia de la red.  

Las crisis recurrentes de los cines hicieron que desaparecieran de todas las ciudades que he habitado las salas enormes, transformadas en muchas pequeñas; en la Ciudad de México el Palacio Chino; en supermercados, como el Sonora; en agencias automotrices, como el Maya o en templos de aquella iglesia que recomienda parar de sufrir, como el antiguo Vistarama de Tuxtla Gutiérrez y otro por el rumbo de la Romero Rubio.  

Luego vino el video, que cambió las butacas por el sillón y que ha tenido ya su propia crisis al grado de la desaparición de los establecimientos de alquiler y la declinación de la venta. La Internet permite volver a mirar, así sea en la pantalla de algún dispositivo, las películas favoritas, no siempre con subtítulos o en alguna lengua asequible para los monolingües, pero disponibles para avivar la memoria.  

En estos días he visto entre las que, como algunos libros, se releen muchas veces, Kaos, de los hermanos Paolo y Vitorio Taviani –basada en un libro de Luigi Pirandello–; Sucios, feos y malos, de Etore Scola; Pulp Fiction, de Quentin Tarantino, y entre las vistas por primera vez, pero propias de la categoría, Anesthesia, de Tim Blake Nelson, además de apuntar en la lista de pendientes Jonás, que cumplirá 25 años en el año 2000, de Alain Tanner, junto con La ciudad blanca, de este cineasta suizo.  

Los libros de cine tienen sus propias historias. Un día un amigo experto ladrón de libros me pidió acompañarlo a la Biblioteca Central de la UNAM, en la Ciudad Universitaria, donde están los murales de Juan O’Gorman; portaba una larga gabardina que casi arrastraba por su corta estatura. Entramos, se metió al acervo y sacó de entre sus ropas un aparatoso volumen de la Historia documental del cine mexicano, de Emilio García Riera. Al salir le pregunté la razón de devolver un libro cuya extracción de suyo había traído riesgos: otros camaradas necesitan leer el libro, esta es una biblioteca pública, me lo llevé porque no tengo credencial.  

Hice de editor en el libro La seducción de la mirada, recuento de la asiduidad cinematográfica de Gustavo Trujillo y fui testigo de la aventura que emprendió con el difunto Gustavo García para reunir El cine en Chiapas, exhaustiva búsqueda por la relación de este estado tropical con el celuloide: actores, directores, temas, escenarios, curiosidades. Revisaré si incluyeron el mediometraje de Chu Castañón titulado Palacio chino, mago, pues a pesar de su existencia fehaciente, no conozco testigo que afirme haberlo visto completo.  

De cine y literatura se pueden hacer varios libros o películas con la sola enumeración de las obras literarias llevadas al cine o, por lo menos en el caso de Los hermanos Del Hierro, película de Ismael Rodríguez, con guión de Ricardo Garibay, el recorrido hecho a la inversa, de la película a la novela, por el escritor de Tulancingo, quien tituló a la versión impresa Par de reyes.  

Hay para mí en esa lista obras que he descubierto del libro al filme o viceversa, que son tan altas en las páginas como en las pantallas: La leyenda del santo bebedor, noveleta de Joseph Roth llevada al cine con el mismo nombre por Ermanno Olmi; Gabriela, clavo y canela, de Bruno Barreto, basada en la novela de Jorge Amado; El gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, hecha película por Luchino Visconti; Crimen y Castigo, desde la visión de Akira Kurosawa de la novela clásica de Fiódor Dostoievski. Con esas, porque la lista da para un diccionario.  

En el desaparecido Real Cinema entre sin pagar caminando de reversa entre los espectadores que salían de la sala por la puerta correspondiente. En la Cineteca me colé entre una turba para ver por segunda vez consecutiva Manhattan, de Woody Allen, en alguna muestra internacional de cine, remanso ante la aridez continua de la cartelera comercial, en otra de cuyas venturosas apariciones, vi por vez única una película cuyo título reconstruyo penosamente, algo así como Ángel con el demonio en el cuerpo, checoslovaca porque sucede en Praga, cuando era un solo país lo que ahora es una complicada geografía. La he buscado de manera infructuosa y no olvido la hermosa coreografía erótica de unas nalgas enfundadas en encaje, que se sientan despacio sobre un pastel cubierto de merengue blanco. Después de algún tiempo la encontró en la red el poeta Mario Alberto Bautista, gracias a quien he vuelto a ver ese prodigio.  

La televisión ha sido otro recurso para los cinéfilos ante la multiplicidad de servicios de paga con programación propia o un menú para elegir estrenos y evitar colas, butacas pegajosas, aire acondicionado polar y llantos estrepitosos. Eso es algo de lo que puedo decir del cine además de la creencia en que el poder de las imágenes enriquece la percepción y estimula el uso de ambos hemisferios del cerebro, con lo que la linterna mágica, invento de fines del siglo xix, ha contribuido de manera importante a la transformación de nuestros hábitos, más que otras revoluciones tecnológicas o a su lado. 

Lista personal de películas: 

Kaos, de los hermanos Taviani. 

El primer maestro, de Andrei Konchalovsky. 

Tiburoneros, de Luis Alcoriza. 

Atrapado sin salida, de Milos Forman. 

Las estaciones de la vida, de Kim Ki-Duk. 

La serpiente y el arco iris, de Wes Craven. 

Flores rotas, de Jim Jarmusch. 

Dersu Usala, de Akira Kurosawa. 

¿Dónde estás, hermano?, de los hermanos Cohen. 

Los albañiles, de Jorge Fons. 

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