La mitad que perdimos y el abrazzo que Platón dejó servido en el banquete / Sarcasmo y café
Corina Gutiérrez Wood
Cuenta la leyenda; una de esas historias que huelen a vino viejo, hogueras y confesiones; que antes de convertirnos en esta versión humana llena de mitades, vacíos, contradicciones y memes de autoayuda, fuimos algo radicalmente distinto; completos. Completos de verdad. Dobles. Y mira qué ironía, desde entonces todo lo que hacemos, incluso sin querer, parece un intento torpe por regresar a ese estado imposible que nos arrebataron.
A veces, cuando la noche se pone rara y el silencio de la casa suena más fuerte que cualquier playlist, me sorprendo recordando aquella historia que, sinceramente, ni siquiera estaba en mi radar. Pero una noche, en una cena de esas donde todo se vuelve literatura y aprendizaje involuntario; ya sabes, en las que se cita a griegos como si fueran viejos amigos y el vino te hace creer que entiendes más de lo que realmente entiendes. Y yo ahí, muy casual, como alumna improvisada, o más bien, aprendiz accidental escuchando todo atentamente y realmente interesada. Fue en ese momento, mitad tertulia intelectual, mitad sobremesa desordenada, donde me platicaron, casi sin importancia, que antes los humanos éramos dobles. Dobles, así de simple y así de absurdo. Y claro, ahí me quedé enganchada, porque la historia tenía ese toque de mentira bonita que, por algún motivo, suena más verdadera que la realidad.
Resulta que todo venía de El Banquete, esa ocurrencia deliciosa de Platón; porque claro, quién más que los griegos para inventarse tragedias románticas con capricho divino incluido
Decían los griegos que, mucho antes del caos emocional, los mensajes en visto y las teorías del apego, los humanos éramos criaturas casi insolentes, dos cabezas para pensar, cuatro piernas para avanzar sin cansarnos y cuatro brazos para resolver lo que fuera sin pedir favores. Un solo corazón enorme, estable, sin grietas ni poetas escribiendo tragedias para explicarlo. Éramos seres completos, autosuficientes y peligrosamente felices. Ese tipo de felicidad que siempre activa la alarma de algún dios aburrido.
Porque como toda historia humana que empieza bien, los dioses tuvieron que arruinarla. No por maldad pura, sino por ese miedo olímpico a que los mortales se conviertan en una amenaza. Si el humano se siente demasiado fuerte, al dios le da ansiedad existencial. Así funciona. Desde entonces y para siempre.
Aristófanes, que era la versión griega del amigo chismoso que todo lo cuenta bien, explicaba que un día estos humanos dobles decidieron escalar hacia el cielo. No para conquistar nada, sino por pura curiosidad. ¿Quién iba a detenerlos? Tenían piernas de sobra. Uno de ellos, en una mañana especialmente ambiciosa, se puso a subir como si quisiera hacer contacto divino por iniciativa propia.
Zeus vio eso y entró en pánico. No el pánico reflexivo que te lleva a pensar; el pánico administrativo que lleva a decisiones tontas. Ese pánico de jefe que teme que alguien más haga mejor su trabajo. Y así, en un arrebato de ego y temor, decidió partir a cada humano en dos. De un tajo. Una separación sin aviso, sin terapias de pareja olímpicas ni nada. De pronto, lo que había sido entero se volvió par incompleto. Dos mitades confundidas, temblorosas, vulnerables. Nosotros, básicamente.
Claro, al rato Zeus se dio cuenta del desastre, había dejado cuerpos abiertos. Un detalle menor para un dios, pero importante para mantener vivos a sus nuevos seres divididos. Así que llamó a Apolo, el dios multiusos, para que reparara lo que Zeus había cortado.
Apolo llegó con actitud de “no puedo creer que siempre me llamen para arreglar lo que tú rompes” y se puso manos a la obra. Giró nuestras caras hacia adelante, porque antes mirábamos hacia el lado perdido. Reacomodó órganos, como quien intenta salvar el contenido de una maleta después de que se abrió en plena calle. Luego tomó la piel sobrante y la jaló hacia el centro del cuerpo, cerrándola con un nudo firme, casi artístico. Ese nudo es lo que hoy llamamos ombligo. La cicatriz perfecta. El recordatorio corporal de que alguna vez fuimos más que esto.
Y así fuimos soltados al mundo; remendados, incompletos, llenos de nostalgia sin saber de qué. Caminamos con esa incomodidad silenciosa que a veces confundimos con ansiedad o con falta de café, cuando en realidad es la memoria del cuerpo intentando recordar su forma original. Y cuando dos mitades se encuentran, aunque no lo digan, se reconocen. Ahí aparece ese impulso automático, casi animal, de acercarse, tocar, pegarse al otro. El abrazo.
Qué ironía tan bonita, un gesto tan básico tiene un origen tan épico. Para Aristófanes, el abrazo era el intento desesperado y encantadoramente inútil de volver a ser uno. De reconstruir en segundos lo que un dios caprichoso rompió para siempre. Por eso apretamos fuerte cuando extrañamos. Por eso suspiramos cuando nos sostienen bien. Por eso, aunque presumamos independencia emocional, seguimos cayendo en ese gesto que nos desnuda sin quitarnos nada.
Lo verdaderamente fascinante del mito no es si pasó o no. Lo fascinante es lo bien que nos explica. Todavía buscamos mitades. A veces encontramos piezas que no encajan del todo, pero nos hacemos la ilusión. A veces elegimos piezas equivocadas solo porque coinciden en una esquina. A veces, las más sabias, decidimos que una misma es su propia mitad y su propia totalidad. Aunque eso suene a frase motivacional, es cierto; hay mitades que no se completan con nadie más.
Pero algo permanece, una cicatriz en el centro del cuerpo que es más que una marca física. Es la huella de una historia rota, la evidencia de que alguna vez fuimos enteros. Y quizá por eso, cuando alguien nos abraza como si supiera exactamente dónde estamos descosidas, sentimos ese segundo milagroso en el que desafiamos a Zeus. Un instante en el que recuperamos algo. Un instante en el que somos, aunque sea breve, la versión completa que nos arrebataron.
Y al final, eso es lo hermoso que un mito tan viejo siga explicando lo que sentimos hoy. Que un abrazo siga siendo ese pequeño acto de magia trágica. Esa caricia que intenta, por un segundo, coser lo que un rayo dividió.