Juan Carlos Cal y Mayor Franco
Mucho antes de que Hollywood imaginara selvas tropicales y redenciones al son de oboes —como en La Misión, aquella película donde Robert De Niro encarna a un mercenario arrepentido—, ya había comenzado en esta tierra una verdadera epopeya espiritual. Una misión real. Con pies descalzos, con hábitos raídos y con un propósito que ni la historia oficial ni la corrección política han querido reconocer en toda su magnitud: la evangelización de un continente.
Un 17 o 18 de junio, hace 500 años, desembarcaron en Veracruz doce hombres que pasarían a la historia como los Doce Apóstoles de México. Doce frailes franciscanos enviados desde el convento de Belvís de Monroy con la bendición del Papa Adriano VI y el respaldo de Carlos V. No traían armas, ni riquezas. Traían libros, fe y un profundo deseo de salvar almas.
Fray Martín de Valencia, Fray Toribio de Benavente —Motolinia, el fraile pobre—, y sus hermanos caminaron a pie, descalzos, desde Veracruz hasta las cercanías del lago de Texcoco. Fueron recibidos por Hernán Cortés, Cuauhtémoc y los nobles mexicas como si fueran enviados celestiales. Cortés, idolatrado por muchos indígenas como un ser casi divino, se arrodilló ante ellos. Y los caciques, asombrados, siguieron el ejemplo. Aquello marcó un antes y un después.
No fue la espada lo que transformó a la Nueva España. Fue la cruz. No fueron los conquistadores los que permanecieron tres siglos, sino los frailes. Fundaron escuelas, hospitales, conventos, bibliotecas. Aprendieron náhuatl, otomí, purépecha y zapoteco. Preservaron lenguas, tradiciones y códices. Defendieron a los indígenas ante la codicia de encomenderos y virreyes. Denunciaron abusos. Se enfrentaron al poder civil. Muchos murieron pobres, sin más recompensa que la conciencia tranquila.
¿Evangelizar? Sí. ¿Civilizar? También. Pero no en el sentido peyorativo que se le da hoy, como si la barbarie fuera preferible por ser autóctona. Fue una misión espiritual y cultural que dio origen a algo nuevo: el mestizaje. Ni España ni el México actual se entienden sin esa fusión.
Fray Toribio de Benavente, Motolinia, no es un personaje de ficción. Es el fraile que se quitaba el pan de la boca para dárselo a los indígenas. Que predicaba descalzo bajo el sol ardiente. Que defendía con su vida el derecho de aquellos a ser tratados como hermanos y no como esclavos.
Han querido borrar su legado bajo la etiqueta de “colonialismo”. Han reducido siglos de historia a una caricatura de buenos y malos. Pero la verdad, como siempre, es más compleja y más luminosa: sin esos doce frailes, sin esa misión, no existiría el México que conocemos.
LOS FRAILES DEL SUR
Quien recorre los Altos de Chiapas no solo se topa con montañas y neblina, sino con templos que parecen sembrados por la eternidad: Chiapa de Corzo, Tecpatán, Ocosingo, Teopisca, Zinacantán, Comitán, y por supuesto, el monumental Santo Domingo en San Cristóbal de Las Casas. Son vestigios de una misión más profunda que la simple evangelización: la de formar una nueva civilización.
Los frailes dominicos no vinieron a imponer, vinieron a edificar. Su labor no se limitó a predicar la fe cristiana: enseñaron a cultivar la tierra, a organizar el trabajo, a producir y transformar los alimentos, a convivir en comunidad bajo nuevas reglas de justicia y respeto. Introdujeron cultivos, herramientas, sistemas hidráulicos, formas de gobierno comunal. Donde antes había dispersión, trazaron caminos. Donde había oralidad, enseñaron escritura. Donde había mitología, sembraron símbolos nuevos que dialogaban con los antiguos.
Fray Bartolomé de las Casas, figura mayor de esta misión, renunció a sus privilegios como encomendero y dedicó su vida a la defensa de los pueblos originarios. No con discursos desde España, sino viviendo en medio de los pueblos tzeltales y tojolabales. En su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, denunció sin tapujos los abusos de sus compatriotas y logró que la Corona promulgara leyes en defensa de los indígenas. Fue el primer obispo de Chiapas y un pionero en los derechos humanos, antes de que esa expresión existiera.
Pero su labor no fue aislada. Los dominicos, junto con otras órdenes, fundaron escuelas de primeras letras, hospitales, centros de enseñanza de oficios. Construyeron el Camino Real que conectaba los pueblos con el centro de la vida religiosa y económica. Trazaron rutas, organizaron territorios. Levantaron pueblos enteros no solo con piedra, sino con lengua, con música, con símbolos, con prácticas comunitarias.
Se ha querido reducir todo aquello a una historia de imposición y saqueo, olvidando que muchas de las instituciones que hoy consideramos pilares de Chiapas —desde la lengua escrita hasta la propiedad comunal, desde la educación básica hasta la medicina herbolaria sistematizada— fueron en parte organizadas o protegidas por estos frailes.
No se trató de colonizar el espíritu, sino de orientar a un pueblo hacia nuevas formas de convivencia, en un tiempo en que el choque de civilizaciones parecía inevitable. Y lo hicieron sin armas, sin soldados, sin intereses económicos. A pie, descalzos, con hábito negro y corazón dispuesto.
Chiapas no se entiende sin los dominicos. Son parte del alma profunda del estado. Dejaron algo más que edificios: dejaron principios, formas de vida, rutas y razones. Y aunque hoy se les quiera ver con lupa ideológica, su legado sigue ahí, sólido como sus templos, vivo como las lenguas que ayudaron a preservar, útil como las herramientas que enseñaron a usar.