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La memoria de una pasión 

La memoria de una pasión 
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Sandra de Los Santos

Antes que todo, quiero agradecer que me hayan honrado con estar en esta mesa. Hace unos días, Gil (el que no escribe más que sentencias) me decía, orgulloso, que el primer libro de su padre lo presentaron: Enoch Cancino y Eraclio Zepeda. Y pues ahora, veinte años después, nos tiene a nosotras y nosotros… qué se le va a hacer, el panel ha decaído un poco. Pero el afecto se mantiene, y eso también cuenta.

No tenía el gusto de conocer personalmente al autor del libro, pero sabía mucho de él y lo tengo en estima porque compartimos afectos, uno de ellos,  por el Museo de la Ciudad de Tuxtla. Ahora también siento que lo conozco porque, él no lo sabe aún, pero me permitió saldar cuentas con alguien con quien me había dejado de hablar desde hace un tiempo.

Me da mucho gusto estar aquí acompañando la presentación de este libro. Y digo “acompañando” porque eso es lo que me parece que hacemos hoy: acompañamos un gesto. Un gesto íntimo y a la vez público. Un gesto que tiene que ver con la escritura, con la memoria y con la necesidad muy humana de contar.

Y me gusta aún más que esto suceda en domingo por la mañana. Verán… a mí me gusta levantarme temprano los domingos, no para regar plantas ni para hacer yoga ni para salir a correr, como se esperaría de alguien de mi edad. A mí me gusta abrir los ojos y quedarme en la cama leyendo. Disfruto profundamente leer los domingos por la mañana. Pero hoy ese disfrute se extiende: no solo leí, también puedo hablar de lo que leí. Porque la lectura eso nos permite: abrir conversaciones, compartir  experiencias, reflexionar en voz alta.

Lo que tenemos entre manos no es solo una narración sobre un hecho histórico (el viaje del Che y de Fidel rumbo a la Revolución cubana). Es también la manera en que ese hecho ha vivido en la imaginación y en la conciencia de alguien que ha decidido ponerlo por escrito. Porque una cosa es saber la historia, y otra muy distinta es contarla desde el lugar en el que una persona concreta la ha leído, la ha pensado, la ha sentido.

Este  libro es también una conversación: entre generaciones, entre pasados y presentes, entre la historia oficial y las preguntas personales que nos quedan. No es un texto histórico ni pretende serlo. Es, más bien, un ejercicio de pasión, de lectura atenta, de afecto por un momento que marcó al continente.

Hay quienes piensan que yo hago reseñas de libros, pero la verdad lo que hago y disfruto es contar mi experiencia como lectora. Y hoy vengo a compartirles justo eso: lo que me pasó leyendo Con el viento al hombro.

En estas semanas, Cuba se me anduvo atravesando por todas partes. Primero, este libro llegó a mis manos. Luego, no sé si fue el algoritmo o la casualidad, pero empecé a ver publicidad de unas clases de baile de son cubano. Así que estás semanas anduve bailando Chan Chan, Macusa… y reconciliándome con mi héroe revolucionario favorito de la adolescencia: el Che.

En este libro, Gilberto Bátiz López hace un relato novelado de la vida revolucionaria del Che Guevara, ese argentino que eligió pelear en Cuba, en el Congo, en Bolivia. El relato lo construye alguien cercano al Che, unos ojos amigos, unos ojos que lo miran con afecto, con distancia y con admiración. Y esa mirada es importante, porque no es ingenua ni solemne. Es una mirada que recuerda las hazañas, la pasión por los ideales, la entrega que cuesta caro, pero que sostiene una causa.

Mientras leía, recordé mis años de adolescencia, cuando escribía “¡Hasta la victoria siempre!” en todas partes. En aquel entonces me devoré el libro de Paco Ignacio Taibo y atesoraba uno lleno de fotografías. A esa edad, como dice la canción, una necesita “un capitán, un héroe, una señal”. Y creo que el Ché lo fue para muchas generaciones.

Después me peleé con el Che. Me incomodaba verlo convertido en estampita de camiseta, en póster, en un vulgar souvenir. Me enfadé con él por otras razones también, porque no alcanzaba a entender muchas de sus acciones. Pero gracias a este libro me reconcilié con él. Ya no lo veo con los ojos adolescentes de quien necesita un héroe, pero el autor me devolvió otra imagen: la de una persona con sus claros-oscuros que se juega todo por un ideal y  en estos tiempos es casi un acto poético.

Así que a Gilberto Bátiz tengo que agradecerle esa reconciliación inesperada.

Siempre he creído que escribir es una forma de afirmarse en el mundo. De narrarse. De no dejar que la historia pase sin dejar huella.

Escribir exige disciplina, pero  también es placer. Es libertad. Es compañía. Y es también, como lo demuestra este libro, una forma de regalo.

Hoy celebramos eso: un regalo escrito, la memoria de una pasión, y la voluntad de alguien que, a punto de cumplir 80 años, sigue teniendo algo que decir. Y lo dice.

Gracias por invitarme a escucharlo.

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