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La gran función de la graduación universitaria / Sarcasmo y café

La gran función de la graduación universitaria / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

Este tipo de eventos suele comenzar mucho antes de lo anunciado, y yo, como espectadora profesional de ceremonias universitarias, me planté con horas de anticipación frente al auditorio; no, no por gusto, ni por pasión por madrugar, sino porque así lo indicaba la invitación, porque alguien decidió que esa era la mejor manera de empezar la ceremonia. 

Ahí estaban todos los demás, como nosotros, buscando cualquier sombra, abanico o ventilador improvisado que los salvara del calor, mientras esperábamos que las puertas se abrieran y el espectáculo finalmente comenzara. La paciencia parecía una competencia olímpica, con el sol lanzando rayos dignos de villano de telenovela, recordándonos que la puntualidad es un arte, y que, a veces, también es una prueba de resistencia física. Desde ese puesto estratégico, observé cómo el público practicaba sonrisas, saludos discretos y poses para la foto, demostrando que la espera también forma parte del acto académico, casi como un ritual no escrito, primero sobrevivir al calor, luego a los discursos.

Cuando por fin nos dejaron entrar, el alivio del aire acondicionado fue casi religioso. Cada paso hacia nuestro asiento se celebraba con un pequeño suspiro de triunfo; no porque la ceremonia hubiera comenzado, sino porque habíamos sobrevivido a la primera prueba del día, esperar bajo el sol. Desde allí, podía ver cómo cada persona ajustaba su postura, sacaba su celular y se preparaba para lo que estaba por venir, un desfile de toga, birrete y emociones perfectamente contenidas.

De repente todo parece un espectáculo bien ensayado. La mesa de honor se instala con unasolemnidad que roza lo teatral, trajes impecables, sonrisas discretas, gestos medidos. Uno casi espera que alguien anuncie “¡Acción!” antes de que comience la ceremonia. Y ahí estamos todos, los espectadores, aprendiendo a aplaudir en el momento exacto, asentir con gravedad y contener la risa mientras esperamos los discursos que, aunque repetitivos, cumplen su función, recordarnos que la graduación no es solo un acto académico, sino un evento que merece cierto protocolo; incluso si uno ya quisiera ir directo a los birretes.

Los discursos son toda una experiencia. Algunos son cortos y al grano; otros parecen intentar competir con la eternidad, llenos de frases inspiradoras que podrían resumirse en un “felicidades, sigan adelante”. Desde la mesa de honor, los padrinos de generación y los oradores toman la palabra para dirigir palabras de ánimo a sus compañeros o alumnos, en un ritual que celebra tanto el esfuerzo individual como el colectivo. Mientras los escuchaba, me daba cuenta de que, de seguir así, nada habría impedido que participaran también los padres, hermanos, tíos, abuelos; o incluso los gatos de cada graduado. Entre tanto discurso, el público desarrolla habilidades de supervivencia impresionantes, sonreír, aunque el cerebro ya esté desconectado, asentir, aunque no recuerdes la primera palabra de la intervención y mantener la postura perfecta para la foto. Es un talento digno de medalla.

Entre discursos, uno observa a los graduados, togas perfectamente colocadas, birretes ajustados y una mezcla de orgullo y alivio en la sonrisa. Cada paso que dan hacia el escenario es una pequeña hazaña, y desde la silla, uno no puede evitar pensar en los años de esfuerzo, proyectos interminables y noches de estudio que los llevaron hasta ese momento. Pero, claro, como espectadora, también me fijo en los padres, que sacan los celulares con precisión militar, listos para documentar cada gesto, cada aplauso, cada lágrima.

Y luego llega el desfile de graduados, que es cuando la ceremonia se transforma en una especie de coreografía sincronizada, uno a uno, los estudiantes cruzan el escenario, reciben su diploma y regresan al asiento, mientras el público aplaude y celebra con entusiasmo. Es imposible no sonreír ante tanto orden y emoción contenida, y uno entiende por qué estos actos generan recuerdos tan duraderos. Cada diploma entregado, cada abrazo recibido, es un pequeño triunfo compartido, una confirmación de que los años de esfuerzo valieron la pena.

Y, claro, llega el momento que todos esperamos; los birretes vuelan por los aires. Por un instante, el auditorio entero parece un enjambre de alegría colectiva. Es un gesto simple, casi infantil, pero cargado de simbolismo, fin de una etapa, celebración de lo logrado y el inicio de algo nuevo. En segundos, la solemnidad desaparece y da paso al caos organizado de abrazos, fotos, felicitaciones y risas. Uno no puede evitar sentirse atrapado en la emoción del momento, entre lo ordenado de la ceremonia y la espontaneidad de la alegría compartida.

Después de los birretes, todo es un festín de emociones; fotos en grupo, selfiesimprovisadas, abrazos que duran más de lo esperado y comentarios que repiten lo obvio pero necesario, “¡Lo lograste!”, “¡Estamos orgullosos!”, “¡No puedo creer que ya pasó!”. Es el instante en que el acto académico deja de ser solo formalidad para convertirse en recuerdo vivo, en historia que quedará guardada en fotos, memorias y en la satisfacción de haber llegado al final de un camino largo y difícil.

Lo más fascinante de estos actos es cómo combinan solemnidad y descontrol. Por un lado, la coreografía, los discursos y la organización impecable; por otro, los abrazos espontáneos, los gritos de alegría y las fotos improvisadas. Es un equilibrio delicado, casi mágico; ritual y celebración, protocolo y emoción, seriedad y fiesta compartida. Uno observa desde el asiento y entiende que todo eso es lo que hace a la graduación única; la mezcla perfecta de humanidad y ceremonia.

Más allá de la pompa, los discursos y la organización, la graduación universitaria funciona como un espejo de la trayectoria de cada estudiante y de quienes los acompañamos. Es la confirmación de que los años de esfuerzo, las noches sin dormir y los pequeños tropiezos se transforman en un logro compartido. Los discursos pueden olvidarse, los programas pueden perderse, pero los birretes en el aire, los aplausos y las sonrisas quedarán para siempre.

Sí, puede que las ceremonias sean largas, repetitivas y un poco exageradas. Pero también son un recordatorio de que los finales felices existen, aunque vengan con toga, lista de oradores y un poquito de calor incluido. Porque entre tanto aplauso, foto desenfocada y discurso interminable, se esconde algo más grande; la certeza de que cada historia que llega al final lo hace porque alguien creyó que valía la pena. Y eso, más que un acto académico, es una celebración de la vida misma.

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