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La figura de Teresa: santidad, milagros y cuestionamientos / Sarcasmo y café

La figura de Teresa: santidad, milagros y cuestionamientos / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

El 26 de agosto de 1910 nació Agnes Gonxha Bojaxhiu en Skopie, entonces parte del Imperio Otomano. Décadas después, el mundo la conocería como Madre Teresa de Calcuta:ícono de compasión, sacrificio y polémica. Porque, a más de un siglo de su nacimiento, vale la pena mirar más allá de la túnica blanca con bordes azules y la imagen de santidad que conquistó titulares, corazones y premios Nobel.

Dicen que el sufrimiento ennoblece. Si eso es cierto, los moribundos en los centros de la Madre Teresa alcanzaron niveles espirituales dignos de envidia: sin calmantes, sin diagnósticos, con jeringas reutilizadas, pero con mucha fe. Y, claro, una cámara cerca para inmortalizar la escena. Era la estética perfecta para mostrar que la caridad podía ser tan conmovedora como fotogénica, aunque las condiciones fueran más propias de un hospital improvisado en una guerra que de una organización multimillonaria.

La fundadora de las Misioneras de la Caridad dominaba como pocas el arte de convertir la pobreza en símbolo y el dolor en propaganda. Christopher Hitchens lo documentó en 1994 con su demoledor documental El ángel del infierno y un año después en su libro La posición misionera: Madre Teresa en teoría y práctica (Editorial Debate, 1995). Según él, Teresa no combatía la pobreza: la romantizaba, la perpetuaba y la convertía en una especie de santuario de redención. No es que no hiciera nada, es que hacía lo justo para mantener viva la narrativa del sacrificio y la santidad en carne viva.

El doctor Robin Fox, entonces editor de la prestigiosa revista médica The Lancet, visitó uno de sus hospicios en Calcuta y publicó un reporte inquietante en 1994: jeringas sin esterilizar, ausencia de diagnósticos, falta de médicos calificados y negación deliberada de analgésicos a pacientes con dolores extremos, todo bajo una ética institucional que exaltaba “aceptar el sufrimiento como parte de la voluntad de Dios” (The Lancet, vol. 344, 1994). En otras palabras, no había morfina, pero sí mucha espiritualidad.

“Hay algo hermoso en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Cristo”, declaró alguna vez. Desde la fe, suena a misticismo. Desde la ética médica, a negligencia. Más aún cuando se recuerda que, en 1991, al enfrentar neumonía e insuficiencia cardíaca, ella misma viajó a la clínica Scripps, en California, para recibir cuidados intensivos, angioplastia coronaria y tratamiento paliativo de primer nivel (Los Angeles Times, 31 de diciembre de 1991). No exactamente lo que ofrecía en sus casas para moribundos. Y, sin embargo, al final de su vida eligió morir en Calcuta, el 5 de septiembre de 1997, en uno de los centros de su congregación. ¿Fue coherencia hasta el final, o la escena perfecta para cerrar la narrativa que había construido?

Claro, no se debe dudar en absoluto de que la Madre Teresa fue una mujer profundamente bondadosa, movida por una fe que pocas personas han logrado sostener con tanta coherencia. Su capacidad de entrega, de renuncia personal y de cercanía con los olvidados no es cuestionable. Ese compromiso absoluto con los pobres le dio un lugar indiscutible en la historia. Pero reconocer su grandeza humana no implica renunciar al escrutinio. Porque la bondad individual no borra las preguntas éticas sobre cómo se administró la compasión, cómo se convirtió el dolor en emblema y hasta qué punto se confundió la ayuda con la veneración del sufrimiento.

Su imagen, sin embargo, se mantuvo intocable. Las fotografías la mostraban inclinada sobre cuerpos frágiles, los medios la describían como “la santa de los pobres” y las donaciones llegaban desde todos los rincones del planeta. Nadie preguntaba cuántos médicos trabajaban en sus centros, cuántas camas contaban con analgésicos o qué proporción del dinero recibido se destinaba realmente a mejorar las condiciones de los pacientes. Tal vez porque cuestionarlo sonaba casi a blasfemia. ¿Quién osa criticar a alguien que dedica su vida a los más vulnerables?

En 1979 recibió el Premio Nobel de la Paz. Rechazó el banquete de gala y pidió que el dinero se destinara a los pobres. Gesto digno. Tan digno como convencer a Fidel Castro de permitirle abrir un convento en La Habana en plena Guerra Fría. La Madre Teresa no conocía fronteras.

Las Misioneras de la Caridad, fundadas en 1950, recibieron millones de dólares en donaciones. Pero eso no impidió episodios incómodos, como la donación de 1.25 millones de dólares de Charles Keating, protagonista del escándalo financiero de los 80 en Estados Unidos. Cuando el fiscal Paul Turley pidió que devolviera el dinero a las víctimas del fraude, la Madre Teresa guardó silencio y, en cambio, envió una carta al juez describiendo a Keating como “un hombre generoso” (Hitchens, 1995). Un elogio que difícilmente habrían compartido quienes perdieron sus ahorros.

Tampoco ayudó su visita a Haití en 1981, donde elogió al dictador Jean-Claude Duvalier, alias “Baby Doc”, al que llamó “un amigo de los pobres”. Una declaración peculiar para alguien cuya fortuna personal contrastaba obscenamente con la miseria de su pueblo (Washington Post, 25 de febrero de 2015). Pero la narrativa de santidad es poderosa, y lo que podría haber sido un escándalo, pasó casi inadvertido.

En una entrevista de 1981 con su biógrafo Malcolm Muggeridge, lo dijo sin rodeos: “No estoy interesada en las causas sociales. Estoy interesada en las personas” (Algo hermoso para Dios, 1981). Revelador. No buscaba transformar estructuras; buscaba acompañar la miseria. No combatirla. Quizás por eso su obra fue celebrada más como un símbolo que como una solución.

En 2016, el papa Francisco la canonizó tras un proceso que no deja de ser curioso: para ser beatificada, en 2003 se reconoció un milagro atribuido a su intercesión, la recuperación de Monica Besra de un tumor abdominal, y para la canonización se necesitó un segundo milagro, la recuperación inexplicable de Marcilio Haddad Andrino de una grave infección abdominal, ratificados por comités médicos y teológicos del Vaticano. Pero quizás su mayor milagro no fueron esas curaciones, sino haber construido una imagen inmaculada que funcionó como escudo moral. Porque si alguien tan santa decía que el dolor del pobre era sagrado, ¿quién se atrevería a cuestionarlo?

Y, sin embargo, la pregunta sigue flotando: ¿qué pasaría si aplicáramos a su obra el mismo rigor que aplicamos a cualquier institución médica, filantrópica o religiosa? ¿Qué pasaría si revisáramos con lupa el destino de los millones en donaciones? ¿Qué pasaría si, en lugar de aplaudir la aceptación del dolor, preguntáramos por qué no se hizo todo lo posible para aliviarlo?

La canonizaron en Roma, pero sus verdaderos templos siguen en Calcuta: habitaciones sin médicos, camas sin morfina y pacientes con más fe que opciones. Quizás ese sea su legado: convencernos de que permitir el sufrimiento no solo es compasivo, sino divino.

Al final, la historia de la Madre Teresa se mueve en un curioso terreno de contrastes: los milagros reconocidos por la Iglesia, la ciencia que analiza los casos con lupa y los creyentes que no dudan frente a lo inexplicable conviven con quienes cuestionan cada cifra, cada procedimiento y cada narrativa. Tal vez esa tensión es lo más cercano a un milagro moderno: que distintas verdades puedan sostenerse al mismo tiempo, dependiendo de dónde pongamos la fe, o la duda.

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