Carlos Román García Ladera del Sumidero, aniversario del natalicio de don Francisco de Quevedo y Villegas.
En una vida común es más arduo sobrellevar los elogios que los denuestos. Cuesta más sostener el prestigio que le atribuyen a uno –real o falso– que aceptar los errores. Por lo menos es lo que a mí me pasa, pues aunque años de adiestramiento me hacen más fácil la tarea de redactar –escribir es un proceso más complejo–, me apena un poco, no mucho, que alguien diga en voz alta que poseo esta habilidad.
No me atribula tanto porque le sirve de publicidad a los servicios que vendo ejerciendo un oficio que comencé a aprender por ahí de 1975, en un consultorio de República de El Salvador 96, segundo piso, frente a la Farmacia París, donde hacía de mozo y alargaba las tardes leyendo a Francisco Martínez de la Vega, Renato Leduc, Jacobo Zabludovsky y Pancho Liguori en la revista Siempre, cuyos ejemplares atrasados leía de pe a pa, además de otros de Revista de América, Impacto, Política, Selecciones del Reader Digest y Contenido.
También leía a escondidas los artículos de Caballero, la versión mexicana de Playboy, donde las vedettes eran retratadas desnudas, aunque sin llegar al grado ginecológico, por Paulina Lavista, de Carlos Monsiváis a Gabriel García Márquez y Julio Cortázar. Leía también revistas médicas y propaganda de los laboratorios farmacéuticos, además de hojear los libros de fines del siglo XIX y principios del XX, muchos en francés, inglés y alemán, del doctor José de la Mora, padre de Renato, mi primer mentor en las lides editoriales, pues me hizo su asistente en la edición de Libre expresión y Panorama médico, publicaciones esporádicas con las que adquiría prestigio en su gremio y entre los vecinos del Centro y La Merced hasta sus inmediaciones con Balbuena.
Del doctor Renato aprendí a cazar gazapos y a marcar las erratas con los signos convencionales de los correctores, pero no a vender como él hacía anuncios por intercambio de bienes, servicios o favores. Él me indujo a escribir y desde esos entonces no dejé de hacerlo. Mis iniciales arrebatos líricos sucedieron en mi primera estancia en la preparatoria 7, de la Calzada de la Viga; para entonces ya leía la cubana y revolucionaria revista de la Casa de las Américas, algunos libros de Efraín Huerta, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, César Vallejo y Federico García Lorca.
Si una soldadera abruptamente cariñosa conmigo me auguró una vida pegada a la palabra hablada, el bondadoso y avezado otorrinolaringólogo me puso la pluma en la mano. He vivido ejerciendo sin título de farmacia numerosos oficios y profesiones, mozo, office boy, velador, comerciante, bibliotecario, archivista, profesor, redactor y editor, entre otras ocupaciones temporales o de mayor duración, sólo el de escribir me dura.
Desde que empecé a perpetrar versos recibí encargos para las novias, las esposas y las bonitas amistades, me hice negro y nunca me ha costado escribir para que otros firmen; también la obra reconocida se va a perder cuando todos estemos repasando arquetipos en Aldebarán, en las Abraxas o en Alfa Centauri. Son mías además las palabras que leo y memorizo de manera precaria, pero efectista.
Quizá por eso no pienso en los lectores cuando escribo, no busco su aprobación ni su like, puedo vivir en visto, pues escoger las palabras y acomodarlas como rompecabezas ya es un premio y un estímulo pavloviano, una liberación de dopamina y el cumplimiento de un reto, otra manera de vencer la procastinación y el spleen.
Así que sé disfrutar los halagos sin envenenarme con los que buscan algo más que expresar una crítica, mi pantano no es de esos. Recién publicado un pequeño libro con mi nombre, obsequié ejemplares a los compañeros de trabajo, la mayoría de los cuales no leía ni en defensa propia, pero agradecieron el gesto y quizá se deshicieron del librillo como se deshace uno de La Atalaya o el ¡Despertad!, con la propaganda de los gimnasios vecinos o la propia de candidatos o corcholatas, dejándolo abandonado en el asiento del colectivo o usando sus hojas para recoger las deyecciones de perros o pájaros.
Uno de ellos, que estudiaba para contador, rígido, serio, me dijo sin anestesia, no se le entiende nada a sus cuentos, puras palabras de diccionario. Pese a la puntería de ese dicterio, me ha costado desaprender la inclinación al barroco que conjura mi horror vacui. Ayuda que los dialectos del castellano que domino tienden todos al adorno, a la grandilocuencia, al retruécano y la polisemia de nuestro padre Francisco de Quevedo y Villegas.
El mismo libro le regalé a Armando Fuentes Aguirre, Catón, en la sobremesa de una cena con Gustavo Trujillo y Enrique García Cuéllar. Es obrita breve, así que para el desayuno, al que estaba convocado el mismo grupo, me dijo el saltillense, ya leí su libro, me recordó a mi paisano Julio Torri.
Profeso una profunda admiración por quien escribió De fusilamientos, conozco su biblioteca, adquirida por Enrique González Pedrero –un tabasqueño realmente culto– para el acervo de la Biblioteca José María Pino Suárez de Villahermosa, donde la sicalipsis de su colección, avenida con la propia, están en su lugar en ese trópico húmedo donde son plaga la chaya y el pejelagarto. Ahí, junto al Grijalva, le dije a
Porfirio Díaz, que en verdad así se llamada el director, que en la biblioteca de Torri podía yo trabajar gratis, siempre y cuando se me garantizara mi tiempo de chorote, chanchamito y coctel de mariscos tibio.
Torri escribió la línea definitiva en torno al mito de Ulises y las sirenas, en el que el héroe confiesa a Circe, la diosa venerable, no haberse hecho atar con cadenas al mástil de su nave según su consejo: “como estaba destinado a perderme, las sirenas no cantaron para mí”. Ese encuentro deliberado con el destino, ese reto en la encrucijada son los regalos que me ha dado el deslumbrante regreso a Ítaca.
Por eso agradecí el dicho del columnista, quien es principalmente un humorista cuando hace de poeta o de historiador, lo que no es óbice para reconocer que lo que escribe es de lo poco legible, correctamente escrito y bien documentado que hay en la prensa mexicana, en cuyas páginas, las de Reforma, por ejemplo, pululan plumas de escaso calado que, como decía mi abuelita, hablan por que tienen boca, villanos y villorrios.
Años después leí una columna de Catón donde declara su animadversión por Julio Torri, a quien considera ampuloso y afectado, así que lo que yo supuse un elogio era una acerba crítica de cuya intención pude morir sin enterarme. Había yo vivido engañado, pero así como el juicio adverso de mi compañero contador no me hizo mella y acabé reconociendo su justicia, tampoco me lastimó el de Fuentes Aguirre, quien a diario me hace reír, especialmente cuando se pone serio.