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La desobedicencia al #QuédateEnCasa a la luz del experimento de Milgram

La desobedicencia al #QuédateEnCasa a la luz del experimento de Milgram
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Oswaldo Chacón R.

La obediciencia o desobediencia al poder político y a la ley, constituye uno de los temas fundamentales de la Filosofía del Derecho y de la Teoría Política, materias que he tenido la oportunidad de impartir a nivel universitario. En mis clases suelo analizar el tema con el alumnado desde una perspectiva histórica, desde los argumentos socráticos para justificar la obediencia a la ley injusta, a los postulados de la escolástica para desobedecerlos; del contractualismo en Kant o el neocontractualismo de Rawls para legitimar la obediencia las leyes, a las estructuras del poder para garantizar obediencia en Foucault. Una constante ha sido acompañar las clases con el análisis del famoso experimento de Stanley Milgram de 1971, que buscaba medir la disposición de los participantes para obedecer las órdenes de una autoridad, aun cuando éstas pudieran entrar en conflicto con su conciencia moral. Se trata de un ejercicio que en su momento impactó al ámbito de la Ciencia, que ha sido replicado en diversas ocasiones, que fue llevado al cine magistralmente por Michael Almereyda en 2015 (con la soberbia actuación de Peter Sarsgaard en el papel del controversial psicólogo), y cuyos resultados vale la pena recoger para entender la falta de disposición de muchas personas para atender las indicaciones de quedarse en casa en medio de la emergencia.

En efecto, exeptuando a las personas que salen de su casa para poder garantizar su sustento diario, sigue observándose a muchas personas que pudiendo obedecer las políticas de cuarentena y aislamiento, continúan haciendo su vida normal, desafiando la enfermedad del Covid-19, saliendo como si no pasara nada. ¿Por qué a muchas personas cuesta tanto trabajo sensibilizarse de la situación y obedecer la política de quedarse en casa a pesar de la amenaza a la salud y a la vida generada por la pandemia? Por supuesto que no hay una sola explicación. Desde una perspectiva económica se habla de la necesidad de las personas de garantizar ingresos, desde una óptica democrática quizá sea consecuencia del frágil nivel de cultura cívica en nuestra sociedad. Pero otra tesis que no hay que descartar, basada en el enfoque de la psicología social, es aquella que explora la incredulidad de ciertas personas a la veracidad de la amenaza como razón de su desobediencia. En este sector de la sociedad permea la idea de que la amenaza no es real, al menos no en la magnitud que se informa, al grado que algunos sostienen que se trata de una mera creación mediatica de los gobiernos para lograr sus fines. De manera más concreta, desconfian de la información, de las noticias y de las imágines que se están generando, porque su circulo cercano (aún) no vive en carne propia la enfermedad. Es un sector de la sociedad, para quienes el impulso moral para actuar y obedecer solo les llegará con la proximidad de la desgracia, aspecto que podemos identificar en las conclusiones del experimento de Milgram.

El experimento inició colocando anuncios en los periódicos en los que se solicitaban voluntarios para participar en un supuesto ensayo relativo al estudio de la memoria y el aprendizaje a cambio de cuatro dólares más comidas, ocultándoles que en realidad iban a participar en una investigación sobre la obediencia a la autoridad. A su llegada al lugar de la investigación, a los voluntarios se les presentaba a otros supuestos voluntarios, sin que supieran que realmente eran actores que estaban en complicidad con el proyecto. A continuación, se rifaban los roles a asumir en el experimento entre los dos participantes (el voluntario real y el actor), el actor cómplice tomaba un papel, leía que había sido designado como “alumno”, mientras que el participante voluntario tomaba la papeleta que lo ubicaba en el rol de “instructor”. En realidad en ámbos papeles se escribía “instructor” y así se lograba que el voluntario real, con quien se iba a experimentar, recibiera inevitablemente ese papel.

En presencia del “instructor” el “alumno” era sentado en una especie de silla eléctrica a la que lo amarraban, le colocaban unos electrodos en su cuerpo y se le señalaba que las descargas eléctricas que recibiría podrían llegar a ser extremadamente dolorosas. Enseguida el “instructor” se colocaba en una sala contigua junto al “investigador”, separados por un muro del “alumno”. Si bien no podían verse, “alumno” e “instructor” se escuchaban el uno al otro perfectamente. El “investigador” le proporcionaba al “instructor” una lista con pares de palabras que había de enseñar al “alumno”. El “instructor” comenzaba leyendo la lista a este último, y tras finalizar le leería únicamente la primera mitad de los pares de palabras, dando al “alumno” cuatro posibles respuestas para cada una de ellas. Éste indicaría cuál de cada palabra correspondía con su par leída, presionando un botón (del 1 al 4 en función, de cuál cree que fuera la correcta). Si la respuesta era errónea, el “alumno” recibiría una primera descarga de 15 voltios que seguiría aumentando en intensidad hasta los 30 niveles de descarga existentes, es decir, 450 voltios. Si era correcta, se pasaba a la palabra siguiente. El “instructor” creía que estaba dando descargas eléctricas al “alumno” cuando en realidad todo era una farsa. El “alumno” era el actor al que se había instruido fingir los efectos de las sucesivas descargas. Así, que a medida que el nivel de intensidad aumentaba, el “alumno” comenzaba a chillar falsamente de dolor, suplicando que el experimento cesara.

En esta condición, en la que el “alumno” se sitúa en una habitación distinta al “instructor” y el “instructor” sólo escucha al “alumno”, se consideró la condición base (condición I). Milgram la llamó condición de “retroalimentación de voz”. En esta condición base del experimento, 62.5% de los “instructores” obedecieron hasta el final, es decir, estuvieron dispuestos a obedecer y administraron el máximo voltaje que la máquina admitía, incluso bajo el riesgo de ocasionarle la muerte al “alumno”, así fueran contra sus principios éticos.

Lo interesante es que el equipo investigador ideó diferentes variantes para ver si los resultados serían los mismos si “instructor” y “alumno” dejaran de estar en habitaciones separadas y solo escucharse. Trataron de averiguar si la proximidad física del “alumno” y sus reacciones personales como quejas, gritos o gestos, tenían algún efecto sobre el comportamiento del “instructor” que administraba los choques. Para este fin, se ideó una primer variable en donde se eliminaron las quejas del “alumno”, donde, con cada descarga solo había silencio, el “instructor” no escuchaba quejas de dolor ni nada, solamente recibía las respuestas por medio de una caja de luces. En esta condición 0 casi todos los “instructores” llegaron hasta el final de la prueba, lo cual hizo concluir a Milgram que, efectivamente, la distancia sensorial aumenta la distancia moral. Tesis que se confirmó con las siguientes variables en las que se constató que la obediencia iba disminuyendo en la medida que iba acercando al “instructor” cada vez más a percibir de manera directa el dolor y el sufrimiento del “alumno”. Cuando el “instructor” solo oía golpes sordos en la pared, el 65% aplicó la totalidad de las descargas; cuando sólo oía las voces del alumno (condición base o I) fue el 62.5%; cuando fué colocado en la misma habitación que el “alumno”, es decir, ya no solo lo oía sino que lo veía, disminuyó al 40%; y hasta 10% cuando había proximidad de tacto.

Los resultados demostraron que el grado de proximidad o distancia respecto a la amenaza, constituye un factor decisivo que influye en el comportamiento de las personas. Que un sector de la sociedad reacciona y se sencibiliza solo si percibe de cerca la amenaza o el dolor. Que hay una expecie de moral sensorial o de proximidad, que solo emerge ante al otro concreto y cercano, pero se minimiza ante lo otro abstracto y lejano. Que en nuestro mundo cercano los conceptos morales tienden a ser conceptos funcionales, como bien supo ver Alasdair MacIntyre en su “Historia de la ética”, pero que esa agradable adecuación teórica no se refleja necesariamente en ámbitos morales mayores. Esto fue observado por Adam Smith, quien en su “Teoría de los Sentimientos Morales”, comprende que las catástrofes sólo son percibidas en toda su magnitud por aquellos que son directamente afectados por ellas, mientras que el resto tiende a observarlas desde puntos de vista muy sesgados:

“Supongamos que el enorme imperio de China, con sus millones de habitantes, súbitamente es devorado por un terremoto, y analicemos cómo sería afectado por la noticia de esta terrible catástrofe un hombre humanitario de Europa, sin vínculo alguno con esa parte del mundo. Creo que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones melancólicas sobre la precariedad de la vida humana y la vanidad de todas las labores del hombre, cuando puede ser así aniquilado en un instante. Si fuera una persona analítica, quizá también entraría en muchas disquisiciones acerca de los efectos que el desastre podría provocar en el comercio europeo y en la actividad económica del mundo en general. (Pero) Una vez concluida esta hermosa filosofía, una vez manifestados honestamente esos filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún accidente hubiese ocurrido.” [Madrid: Alianza Editorial, 1997, pp. 259-260]

Somos mucho más sensibles al sufrimiento de un individuo, si está próximo y lo identificamos, que al que observamos en medios de comunicación. La cercanía es determinante. Esto explicaría la actitud de negligencia de muchas personas que al no tener presente la enfermedad en su círculo cercano (familia, amigos o vecinos), no tienen conciencia moral de los acontecimientos, ni disposicion a obedecer las indicaciones de salud, a pesar de las noticias y de la información que reciben diaramente de las autoridades sobre la pandemia. Zygmunt Bauman coincide que la responsabilidad surge de la proximidad con las cosas: “proximidad significa responsabilidad y responsabilidad es proximidad…La alternativa a la proximidad es la distancia” [Modernidad y Holocausto, Sequitur, p. 250]. La responsabilidad –sigue Bauman– queda silenciada cuando se erosiona la proximidad. La responsabilidad surge de la proximidad del otro, y queda silenciada cuando se erosiona la proximidad. Pero si la responsabilidad está en función de la proximidad, si hay que percibir sensorialmente la amenaza para estar en esa relación de responsabilidad, entonces todo lo que crea distancia diluye la responsabilidad, y con ello erosiona la moralidad. Desobedecer se hace más fácil con cada centímetro de distancia de lo otro.

La distancia (social, espacial, temporal) nos dificulta la conducta moral, y la información que recibimos de los medios de comunicación, redes sociales o del gobierno no siempre se traduce en proximidad de la amenaza, y en ello mucho tiene que ver el factor de la confianza.  Una investigación de la Universidad de París exploró la relación entre la confianza y el proceso visual de toma de decisiones, sometiendo a un grupo de voluntarios a una serie de experimentos, y descubrieron que la confianza desempeña un papel mucho más importante en nuestra vida mental de lo que pensábamos anteriormente. La Ciencia nos dice que las percepciones primarias que obtenemos del mundo se dan a través de lo que nos llega de los sentidos, información que es analizada por nuestro cerebro mediante un sistema de inferencia. Solo cuando tiene suficientes pistas [confianza], el cerebro decide qué es lo que estamos viendo o escuchando: eso que ves es una casa, o estás oyendo el trino de un pájaro. Eso significa que no basta lo sensorial, la información que escuchamos o las imágenes que vemos para darlo por válido, la confianza en la información es fundamental. Por ello no podemos descartar que la desconfianza que prima en un sector de la sociedad sobre la credibilidad de las instituciones y los medios, este incidiendo en su desconfianza hacia la información que se esta brindando respecto a la pandemia y sus estragos. Lo cierto es que hacer válida la máxima de que “nadie escarmienta en cabeza ajena” puede resultar carísimo para las mayorías, pues la desobediencia de uno puede repercutir en la vida y la salud de muchos. Que algunos necesiten tener de cerca la desgracia para sensibilizarse y actuar, puede ser catastrófico, ello explica que en muchos lugares los gobiernos estén implementando a la fuerza las políticas de cuarentena y aislamiento. Ojalá que en México no se tenga necesidad de llegar a ese extremo como han asegurado las autoridades. Ello requiere que todos entendamos que la obediencia en estas circunstancias resulta fundamental para conseguir que las estrategias de salud y defensa contra el virus sean exitosas, por lo que es necesario encontrar mecanismos para que los problemas de confianza en la información sean superados y podamos transitar en la emergencia de una moral de proximidad a una moral de larga distancia. Desafortunadamente no es algo que sea fácil de conseguir. Un hermoso cuento judío nos ayuda a entender la magnitud descomunal de lo que se requiere:

“Un viejo rabino preguntó una vez a sus alumnos cómo se sabe la hora en que la noche termina y el día comienza. ¿Será dijo uno de los alumnos cuando uno puede distinguir a lo lejos un perro de una oveja? No, contestó el rabino. ¿Será dijo otro cuando puedo distinguir a lo lejos un almendro de un melocotonero? Tampoco, contestó el rabino. ¿Cómo lo sabemos entonces?, preguntaron los alumnos. Lo sabremos dijo el rabino, cuando, al mirar a cualquier rostro humano, reconozcas a tu hermano o a tu hermana. Mientras tanto, seguiremos estando en la noche”.

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