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La democracia como teatro de segunda mano / Sarcasmo y café

La democracia como teatro de segunda mano / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

Había una vez un país llamado México, donde los partidos políticos no eran partidos, sino refritos de telenovelas con apellidos de reparto, dramas reciclados y capítulos escritos por los mismos guionistas del fracaso. Un escenario lleno de actores que jamás se cansan de repetir la misma trama, convencidos de que el público siempre está dispuesto a tragarse el capítulo siguiente.

Era una tierra donde los políticos no caminaban, desfilaban. Donde no hablaban, declamaban. Donde no pensaban, recitaban slogans. Y donde no servían al pueblo, lo usaban de pretexto con voz grave y fondo de violines, pero patrióticos, claro. Todo muy solemne, todo muy coreografiado, todo muy vacío.

El pueblo, es decir, tú, yo, todos, observaba la función desde su asiento, con la esperanza remendada con diurex barato. Cada ciclo comenzaba igual: discursos solemnes, jingles estridentes, promesas recicladas con envoltura nueva. Y después, el mismo desenlace de siempre: desilusión con uniforme recién planchado.

En el centro del escenario estaba Morena, el partido que juró ser distinto pero terminó siendo una reedición vintage del sistema que decía combatir. Se presentaron como la “esperanza de México”, aunque su esperanza llegó acompañada de culto al líder, centralismo disfrazado de pueblo y abrazos que, según ellos, derrotan balazos. Su lema era “no mentir, no robar, no traicionar”. ¿Y qué hicieron? Exactamente eso, pero en horario estelar. Conferencias diarias como novela de las 7, enemigos públicos fabricados con plastilina y una máquina electoral que huele sospechosamente a los años 70, solo que ahora con WiFi. Porque al final, el truco es simple, todos los del PRI encontraron refugio en Morena, convertidos de la noche a la mañana en dirigentes y representantes populares.

Las conferencias diarias se convirtieron en novela de las siete, solo que sin control remoto para cambiarle de canal. Enemigos públicos fabricados, una maquinaria que huele sospechosamente a los años 70, solo que ahora con WiFi. Gobernar se volvió sinónimo de polarizar, si estabas con ellos, eras pueblo; si no, enemigo. La transformación se convirtió en mantra; y el mantra, en anestesia. Lo nuevo terminó oliendo a viejo, disfrazado de trending topic.

A un lado estaba el PRI, el zombie institucional que nunca muere, solo cambia de corbata. Lo matan en cada sexenio, pero siempre regresa, a veces en alianza, a veces disfrazado de “ciudadano”. Se reinventa como quien cambia de foto de perfil, pero adentro sigue siendo el mismo, el que patentó el cinismo de cuello blanco.

El PRI es el ex tóxico de la política mexicana. Ese ex que, aunque lo bloquees, siempre encuentra cómo volver a marcarte a las tres de la mañana para prometerte que ha cambiado. Te jura que ahora sí va en serio, que aprendió la lección, que viene con propuestas. Y tú, ingenuamente, vuelves a darle una oportunidad, solo para descubrir que esta vez se llevó hasta la vajilla.

Construyeron una red tan profunda de complicidades que podrían gobernar desde el más allá. Algunos de sus cuadros deberían estar dando conferencias en Santa Martha, pero ahí siguen, reciclados, reacomodados, listos para hacer lo que mejor saben hacer, lo que más les convenga.

El PAN, por otro lado, es la oposición atrapada en su propio espejo. Hablan de principios, valores e instituciones, pero olvidan el pequeño detalle de las mochadas, las broncasinternas y los escándalos financieros. Son como ese vecino que se queja del ruido, pero organiza fiestas con banda los domingos. Exigen honestidad, pero solo cuando el corrupto no es de los suyos.

Hablan de Dios y de la familia mientras pactan con demonios de conveniencia. Su idea de país es un fraccionamiento con rejas, misa a las nueve y cero pobres a la vista. Y cuando las cosas no salen como esperaban, culpan al populismo, al comunismo, y hasta al mismísimo coco, con tal de no reconocer que su proyecto también huele a rancio.

Movimiento Ciudadano no es exactamente un partido: es una agencia de branding con registro ante el INE. No tiene ideología clara, pero su estética es implacable. Son los niños bien de la política, modernos, sonrientes, editados en alta definición. Su campaña es permanente, no venden propuestas, venden mood. Usan tenis fosfo, citan a Steve Jobs y gobiernan como si fueran influencers de LinkedIn. 

Se presentan como la alternativa fresca, como si el país fuera una app que solo necesita una buena red para dejar de colapsar. No discuten ideas, curan contenido. Su mensaje es vago, optimista y en ocasiones pegajoso. Su mayor virtud es no ser el PRI, ni el PAN, ni Morena, aunque se autoproclamen socialdemócratas con tenis fosforescentes.

Se presentan como la alternativa fresca, como si México fuera una app que solo necesita una buena red para dejar de colapsar. No discuten ideas, curan contenido. Su mensaje es vago, optimista y en ocasiones pegajoso. Su mayor virtud es no ser el PRI, ni el PAN. 

Se venden como el futuro, pero nunca se manchan con el presente. No confrontan, no incomodan, no deciden, esperan su turno, como quien sabe que tarde o temprano todos los demás se van a quemar. Y entonces, cuando el desastre ocurra, ahí estarán ellos, peinados, sonrientes y listos para la foto.

Más allá, como teloneros obligatorios, sobreviven los de relleno. El PRD, que alguna vez fue la izquierda combativa, hoy apenas logra ser un eco sordo en el salón del Congreso. Pasa más tiempo peleando por conservar el registro que por defender ideas. Lo que antes era lucha, hoy es trámite.

El PT es el experto en caer parado. No incomoda, no brilla, no estorba. Su talento es estar, aunque nadie sepa muy bien por qué.

Y el Partido Verde, ese camaleón profesional. Se disfraza de ecologista mientras firma convenios para destruir manglares. Ha sido aliado de todos, adversario de nadie y defensor de nada. Su coherencia dura lo que dura una encuesta favorable.

Todos juntos, como elenco de una tragicomedia nacional, repiten sus líneas con desgano mientras el país, abajo del escenario, sobrevive como puede. Algunos ya ni miran el espectáculo. Otros lo siguen con fe ciega. Muchos más lo hacen con resignación o con coraje, como quien escoge entre gripe o diarrea.

Porque al final, gane quien gane dentro del reparto, el ciclo es el mismo, promesa, decepción, cinismo. Cambian los colores, los slogans, los jingles, pero el resultado siempre tiene un sabor rancio. Lo nuevo resulta ser lo mismo, solo que con filtro de Instagram.

Los debates son teatro. Las declaraciones, circo. Los dirigentes, actores de reparto en una obra mediocre que todos fingimos no haber visto antes. Y cuando alguien critica, le llueven etiquetas: fifí, chairo, vendido, resentido. Porque aquí, lo imperdonable no es el huachicol, sino el desacuerdo.

El guion está listo, los actores ensayados y el público sentado. Solo falta que aplaudamos al final, fingiendo sorpresa.


La pregunta es: ¿de verdad seguiremos actuando como si no fuéramos parte de esta tragicomedia?

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