Juan Carlos Cal y Mayor
La historia que nos enseñaron fue simple: un puñado de españoles derrotó a millones de indígenas y “conquistó” un continente entero. Esa versión infantilizada sirvió durante décadas para alimentar dos narrativas opuestas: la leyenda rosa del “heroísmo europeo” y la leyenda negra del “exterminio indígena”. Ambas ocultan lo esencial: la caída de Tenochtitlan fue, ante todo, una guerra entre indígenas, la más grande coalición mesoamericana jamás vista contra el imperio mexica.
LA VERDADERA GUERRA: INDÍGENAS CONTRA INDÍGENAS
Cuando Hernán Cortés pisa Veracruz, no llega a un país unificado, sino a un mosaico fracturado de reinos, ciudades-Estado y confederaciones que llevaban siglos en guerra. Los mexicas no eran “la nación originaria”, sino un imperio tributario que mantenía sometidos a decenas de pueblos. Tlaxcala, Huexotzinco, los totonacos, los otomíes, los mazahuas y buena parte de la región habían sufrido durante generaciones tributos desmedidos, levas de guerra y capturas para sacrificios.
Por eso, cuando los españoles aparecieron en escena, los pueblos sometidos vieron una oportunidad histórica. No para entregar su independencia, sino para deshacerse de un enemigo antiguo. La alianza Tlaxcala–España fue el corazón de la campaña, aportando no solo miles de guerreros, sino rutas, víveres, intérpretes, ingenieros, logística y un conocimiento estratégico del terreno que ningún europeo poseía.
LAS CIFRAS QUE SE OCULTAN
En el asedio final de Tenochtitlan, de cada cien combatientes, noventa y cinco eran indígenas aliados. Los españoles eran menos del medio punto porcentual del total de fuerzas. La batalla fue un operativo masivo de pueblos mesoamericanos que vieron la oportunidad de quebrar la hegemonía mexica. Cortés comandó; los indígenas pelearon.
La caída de México-Tenochtitlan no fue una derrota del “pueblo originario”, sino la derrota de un imperio frente a una alianza mucho mayor. Por eso la guerra no terminó en 1521: siguió con los mayas, los purépechas, los caxcanes, los mixtecos y los pueblos del norte. Y en todos los casos, el patrón se repite: fueron indígenas quienes libraron la mayor parte de las batallas, con los españoles como factor tecnológico y político, no como un ejército dominante.
EL MITO POLÍTICO DEL PRESENTE
Hoy se intenta reescribir todo este proceso bajo un nuevo dogma ideológico: el de “la conquista española del México indígena”. Una narrativa cómoda para el indigenismo político, pero históricamente insostenible. Ignora que los pueblos que sostuvieron la campaña contra los mexicas —Tlaxcala, Huexotzinco, Texcoco— también son “México”. Y que los mexicas no representaban a todos: eran un poder imperial que imponía tributo, capturas humanas y castigos ejemplares a quienes se atrevían a resistir.
Reducir todo a una oposición simplista entre “españoles” y “nuestros antepasados” es borrar la complejidad de Mesoamérica y convertir la historia en un panfleto.
ROMPER EL RELATO
Reconocer que la Conquista fue una guerra indígena no reivindica a unos ni condena a otros. Simplemente pone la historia de cabeza frente a los discursos actuales que buscan dividir y victimizar, como si el México previo a Cortés hubiera sido un edén de armonía. No lo fue: era un mundo brutal, sofisticado, jerárquico y belicoso, donde cada ciudad buscaba su supervivencia.
Aceptar esa verdad nos permite ver el origen real de México: un país nacido del mestizaje, no de la exterminación; de alianzas políticas, no de una derrota total; de estrategias indígenas tanto como españolas.
Porque si hubo conquista, la hicieron ahora llamados pueblos originarios sometidos contra los propios mexicas, con los españoles como catalizador. Y lo demás, como suele pasar, es el relato.