1. Home
  2. Columnas
  3. Juntos, pero no revueltos / Sarcasmo y café

Juntos, pero no revueltos / Sarcasmo y café

Juntos, pero no revueltos / Sarcasmo y café
0

Corina Gutiérrez Wood

Dicen por ahí que el amor se acaba, pero lo que no se vence tan fácil es el contrato de arrendamiento emocional que uno firma cuando decide no irse del todo. Jamás he creído en esa farsa llamada “juntos, pero no revueltos”. Si me preguntan, esa frase debería venir con letras chiquitas: “excepto cuando mi ego quiera un refil de autoestima, servido en la cama de siempre”

Y vaya sorpresa cuando descubrí que no soy la única que se resiste a creer en esa absurda neutralidad afectiva. Resulta que el “limbo sentimental” es más común de lo que uno quisiera admitir. Parejas que ya no lo son, al menos en papel, palabra o pasión, porque debo decir que no es necesario firmar un papel para anular tan potente unión, pero que siguen compartiendo techo, mesa y a hasta cama. Como quien dice: divorciados en horario Godín, pero esposos fuera de horario de oficina, en fines de semana y días festivos.

Después de múltiples confesiones, algunas con copa en mano, otras con lágrimas y otras, curiosamente, con carcajadas, entendí que hay tantas justificaciones como exes en esta ciudad.

Unos me dijeron que es por cuestión económica. Claro, mantener dos casas es complicado, así que acordaron vivir en la misma, cada quien, en su cuarto, con sus “visitas conyugales” esporádicas. Porque uno no es de piedra y, bueno, la carne es débil.

La mayoría lo hace “por los hijos”. Hermosa justificación, cargada de buenas intenciones y de visitas nocturnas cuando los ánimos se calientan. Porque claro, no hay nada que eduque mejor a un niño que escuchar a sus padres “resolviendo sus diferencias” detrás de una puerta cerrada.

Otros alegan un noble “vínculo emocional”. Que, aunque saben que la reconciliación es tan probable como que regrese la señal de Wi-Fi en medio de una tormenta, no pueden dejar a quien estuvo en sus peores momentos. No se aman, ¡ah! Pero el cariño es tan grande después de tantas cosas compartidas, se acarician cuando alguno tiene un “bajón”. Una especie de servicio de soporte afectivo con beneficios, y sin contrato.

Y luego están los que sí duermen en la misma cama. Dicen que no pasa nada, que hay una barrera de almohadas entre ellos. Yo no sé si las almohadas son testigos o cómplices, porque, a veces, cuando la nostalgia o la necesidad llaman, la barrera se derrumba como la dignidad en una llamada hecha a algún otro ex a las dos de la mañana.

El caso es que muchos se aferran. Por rutina, por miedo, por comodidad. Les gusta tener comida en la mesa y, por supuesto, merienda en la cama, aunque sea pan con lo mismo. Lo venden como “lo mejor de dos mundos”. Yo digo que es más como estar atrapado entre dos realidades: la de lo que fue y la de lo que nunca se atreverán a construir.

He escuchado de todo, el clásico “no puedo dejarla sola con los hijos”, o el entrañable “¿de qué voy a vivir?”. Otros me confiesan, entre suspiros, que aún esperan una reconciliación, como si el tiempo fuera un terapeuta y no un cruel recordatorio de lo que ya no es.

Y aquí es donde hago una pausa dramática, porque se lo merece, para hablar de la gran víctima de estas tragicomedias afectivas: la lealtad.


Sí, ese valor noble que, como los dinosaurios, alguna vez dominó la Tierra, pero que hoy es tan creible como los discursos de póliticos en campaña. 

¿Leales a quién? ¿A su ex? ¿A los hijos? ¿A la idea del amor? No. En muchos casos, son leales solo al recuerdo, a la costumbre o, peor aún, a su propia incapacidad de cerrar ciclos.

Y en el podio de los falsos leales están esos que juran, con cara de santos y verbo de poeta barato, que “ya no hay nada” con la pareja con la que siguen viviendo, solo para conquistar a alguien más. La mentira les fluye con tal gracia que hasta se la creen, y lo peor es que siempre hay un alma ingenua que compra el paquete completo: la historia, las promesas y hasta el “estamos separados, pero seguimos en la misma casa por temas prácticos”. Pobres ilusos, escuchando cuentos de hadas narrados por cuenta cuentos con anillo guardado en el cajón.

Mientras tanto, allá afuera, hay personas, inocentes, ingenuas, románticas, casi poéticas,creyendo que tienen una relación con alguien emocionalmente hipotecado. Alguien que ya tiene esposa, exesposa, “roommate”, “mejor amiga”, o lo que sea que signifique esa figura con quien aún comparte colchón y cumpleaños.

Imagínate qué bonito: tú creyendo que están saliendo, haciendo planes, sonriendo para la selfie, mientras él o ella llega a casa y le sirve café a la persona con la que “ya no está”. Y todavía se atreven a decir que son leales. Leales al caos, quizá.

También están los que juran, ¡juran! que “ya no están juntos”, pero solo cuando están en fase de conquista. Ahí, mágicamente, el vínculo se evapora frente al objeto del deseo. Porque nadie quiere admitir que todavía desayuna frente al “ex” mientras planea la cena con alguien más. Así que venden la historia de que todo es cordial, maduro, civilizado, casicasi espiritual.

Dicen que son como dos compañeros de departamento. Dos almas adultas que aprendieron a coexistir.
Sí, cómo no. Tan compañeros que, si los dejas solos una noche de lluvia, terminan abrazados viendo series viejas y recordando sus mejores épocas, justo antes de que se derrumbe la barrera de almohadas.

Pero eso sí: “sin revueltos”, faltaba más.

Lo preocupante no es solo la situación. Lo verdaderamente trágico, y ahí es donde la comedia se pone buena, es la cantidad de incrédulos que se tragan el cuento completo. Los que piensan: “Ay, qué bien se llevan, qué civilizados, qué ejemplo para sus hijos”.

Por favor.
Querido lector enamorado: si la persona que te gusta todavía vive con su ex, no compites con una sombra del pasado. Estás intentando nadar en una alberca donde el agua ya fue usada, y la conservan tibia.

El problema de este “estado de confort disfrazado de evolución” es que nos impide avanzar. Cerramos las puertas del futuro por no querer abrir ventanas que dejen entrar aire nuevo. Y el aire viejo, ese con aroma a ropa usada y conversaciones inconclusas, es el que respiramos una y otra vez.

Sí, separarse duele. Pero quedarse a medias en una cama climatizada no permite construir una nueva vida mientras sigue durmiendo con fantasmas.

Porque esa frase que me motivó a escribir esta columna, “juntos, pero no revueltos”, es, en el fondo, una gran mentira. Al final, terminan más revueltos que juntos.
Y lo peor es que, entre tanto enredo emocional, siempre termina salpicado alguien que sí buscaba amar con claridad.

Pobres ilusos, creyendo que el “ya no estamos juntos” era literal, y no solo una pausa comercial en la telenovela que el ego escribe para no sentirse olvidado.

LEAVE YOUR COMMENT

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *