Antonio Cruz Coutiño
Ya no recuerdo si fue ayer u hoy por la mañana. Tal vez fue hace algunos días, pero tuvo que haber sido sí, muy pronto: antier o trasantier, cuando me levanté amaneciendo, al tiempo que los relojes ponían en vigencia el horario de verano. Desperté acomedido —aunque francamente sin proponérmelo— apenas después de haber sonado el despertador escandaloso del vecino. De inmediato me disparé como la piedra de las resorteras cuando niño.
Había descansado bien y suficiente, neta, como ningún día de la semana y como ninguno de los más recientes, eso creo. Durante todos estos días no había logrado conciliar el sueño, pensaba en ti de mil maneras diferentes, aunque en especial de un modo grotesco: imaginando tus plantas gráciles y diminutas, rondando la orilla de un abismo junto al mar embravecido; aunque debo reconocer que te veía linda, con tus cabellos largos, desgreñados como siempre; semidesnuda, quemada por el sol, cubierta apenas con un lienzo blanco azotado por la brisa.
Desaparecían las ráfagas negras, luminosas de mis ojos, se distendían los músculos de mis brazos y pantorrillas, y ya iniciaba cada noche el lento camino del sueño, cuando repentinamente despertaba y volvía en mí ante cualquier tropel de gatos anhelantes o el susurro de las hojas arrastradas por el viento. Durante las madrugadas últimas había sentido intermitentes ganas de orinar, calor, mucho calor y hasta bochorno. Y al amanecer, la tierna luz que penetraba por las cortinas me desperezaba por completo, ahuyentando definitivamente el sueño. Pero fue esa mañana. No fue otra. Lo recuerdo nítidamente.
La noche anterior te había acompañado muy temprano a la cama, como fingiendo amnesia o desmemoria… tú has de recordarlo mejor. Por fin me habías atraído a tu pecho, a tu abdomen impoluto, y a tus muslos de miel. Y delicada, cadenciosamente nos habíamos amado hasta la media noche, razón por la cual dormí despreocupado y exhausto, así como hacen los condenados, o como dicen que duermen los benditos. Por eso escribo que fue esa mañana, y bien que lo recuerdo…. que te vi como en un afiche de mercadotecnia, encerrada en una fotografía sepia y añosa; esplendente, confundida entre cientos de fotos y tijeretadas de frutas y jazmines, de pescados y totopos, de rieles torcidos, locomotoras y vagones desvencijados. Una especie de collage, un paisaje suspendido sobre biombos imaginarios, de tras de los cuales aparecías nuevamente tú, pero ahora viva, moviendo tus ojos encendidos, de un lado a otro, papaloteando.
Ahí fingías la compostura oblicua de tus cejas. Pretendías mantener apacibles las delgadas, casi imperceptibles líneas de tu frente, pero era obvio que gesticulabas de manera grotesca. Te denunciaban tus labios. La horrible contorsión de tu boca a no dudar pronunciaba palabras graves, aunque por fortuna nadie te escuchaba pues estabas sola y, sin embargo, como en un desdoblamiento mágico, desnuda absolutamente estabas, erguida sobre una playa blanquecina, opaca, húmeda y de arenas delicadas, en nada parecidas a las de nuestro Pacífico. Era el atardecer y despedías al sol perturbado y mortecino, el mismo que a duras penas en ese momento mantenía su vigencia por encima de la línea del mar.
Yo estaba despierto. Sentado en el borde de la cama estaba, cuando en estampida se me agolparon estas imágenes en los ojos, o quizá en la superficie interior de las retinas, pero era eso. No la imaginación desbordada, el cansancio tampoco ni la quimera del insomnio, pues, insisto, por primera vez durante los últimos días había dormido plácidamente y a mis anchas. Imagen real, aunque más virtual que verdadera, la de mis ojos abiertos de frente al mirador extenso cuyas cortinas se mantuvieron despejadas durante la noche. El cristal de la ventana era como un lienzo para el dilatado e imperecedero sol que irrumpía desde las montañas.
No restregué con los nudillos mi vista. No quise ahuyentar de mis glóbulos tu imagen enternecedora, tus enajenadas facciones de mujer rebelde, ni eliminar de pronto la multivisión de tus ojos antiguos, tus facciones histriónicas. No la candidez de tu piel echada al mar despidiendo al sol desfalleciente. Eras tú y solamente tú, ni duda me cabe, quien luego de un cierto aleteo de mis ojos, echa un ovillo sobre el edredón, con tus calcetas de niña, cubierta a medias con las sábanas, y asida a tu almohada como a una mascota, desde lo más profundo de tus sueños invocabas mi nombre: fantasía divina, un susurro. Suave repetición que de escucharla, de pronto me elevaba al cielo.Eras tú y le rogaba al oráculo de mis sueños no permitiera jamás tu regreso; que no lo intentaras. Habías venido de las estrellas hacía aún muy poco tiempo, como un ángel, y ahora encarnabas en mis pupilas, en mis manos, en mi corazón. Eras las mil imágenes de mis alboradas plácidas, las que de vez en cuando me hacían volver a creer en utopías, creer en el mar sereno y en las caricias que de tanto amor generan vida.
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